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La Chica del Casino

El salón del Casino Punta Azul estaba lleno de humo suave, luces de neón y una mezcla de jazz moderno con máquinas tragamonedas sonando sin parar. Era un sábado cualquiera, pero para Ricardo esa noche marcaría un antes y un después.

Había llegado solo, con la intención de gastar unos billetes y tomar whisky. Pero el destino tenía otros planes. En la ruleta, puso todo al negro 26, un número que siempre soñaba en pesadillas que no entendía. Apostó sin pensar… y acertó.

—¡Premio mayor! —gritó el crupier.

La mesa explotó en vítores. Ricardo se quedó paralizado. Se había ganado el pozo acumulado. Dos millones de dólares en fichas. Su corazón latía tan fuerte que apenas podía respirar.

Mientras todos lo felicitaban, una mirada se clavó en él desde la barra. Luna. Vestido rojo de satén, escote en V que dejaba poco a la imaginación, piernas cruzadas como una trampa de terciopelo. Sonreía… como si ya supiera que iba a llevárselo todo.

Se acercó como un perfume caro. Olor a vainilla y veneno.

—¿Vos ganaste ese pozo? —le dijo con una voz dulce —. Apostar al 26… eso fue audaz. Me encantan los hombres audaces.

Ricardo, nervioso, se pasó la mano por el cuello. No era bueno con las mujeres, y mucho menos con diosas de ese tipo.

—Tuve suerte —respondió.

—Tal vez sos mi amuleto —susurró ella, acercándose tanto que su pecho rozó su brazo.

Minutos después, estaban brindando en el bar del casino. Luna hablaba poco, pero lo miraba como si ya lo estuviera desnudando con los ojos.

—¿Querés venir a mi suite a celebrar como se debe? —ofreció él, con más whisky que seguridad.

—Solo si me dejás usar tu premio como almohada.

Y subieron.

La puerta ni bien se cerró y ella ya estaba de rodillas. Le desabrochó el cinturón con una sonrisa maliciosa, bajó los pantalones, y tomó su pija con ambas manos.

—Mmm… rica pija, millonario. Vas a tener que ganarte que me la trague.

Pero no esperó respuesta. Se lo metió entero en la boca, profundo, con lengua inquieta. Mamaba con técnica, saliva, gemidos. Ricardo se aferró a las paredes.
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—¡Dios, Luna… pará… me voy a venir!

Ella se lo tragó todo. No se detuvo ni cuando él le acabó en la garganta. Lo limpió con la lengua, como si chupara un helado.

—Te queda mucha leche todavía, campeón. Yo quiero toda.

Se desnudó frente a él, dejando caer el vestido. No llevaba ropa interior. Pechos perfectos, caderas generosas, piel de diosa.
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—Ahora sentate… me toca.

Se montó encima, hundiéndose la pija dura de él en la concha de a poco. Gritó con placer genuino.

—¡La tenés gigante, Ricardo! ¡Vas a partirme al medio!

Cabalgaba como una profesional. Primero lento, con las tetas rebotando. Luego rápido, salvaje. Él le agarró el culo, la besó con furia. Luna gemía con cada embestida, cada choque de piel.

—Quiero que me acabes adentro… pero antes, quiero que me uses por el culo —suplicó.
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Se puso de espaldas, apoyada sobre la mesa. Ricardo le escupió el culo y le metió la pija por atrás, Luna gritó de gusto.

—¡Eso! ¡Cogeme como si fueras el dueño del mundo!

La cogió así, con fuerza, hasta que ambos explotaron. Ella tembló, se vino dos veces. Él la llenó por segunda vez esa noche.

Después del torbellino, cayó dormido.


Despertó varias horas después. El sol comenzaba a colarse por la ventana. El lugar estaba en silencio. La cama revuelta. Pero ella no estaba.

Tampoco el maletín con el premio. Ni las fichas.

Todo lo que quedaba era una tanga roja colgada del picaporte… y una tarjeta negra con labios pintados y una nota:

> *“Gracias por la noche, campeón. Sos un toro en la cama, pero yo soy una loba.

Si querés revancha…

Buscame en Las Vegas.

—L.”*


Ricardo se quedó mirando la nota. Se rió. Dolido, caliente y, en el fondo, profundamente fascinado.

Porque algo en él sabía que esto no se había terminado.


Ricardo llegó a Las Vegas con una sola maleta, un par de datos y una herida en el ego que ardía como el desierto de Nevada. Había pasado semanas rastreando cámaras del casino, llamadas sospechosas, escuchando rumores de una mujer que dejaba hombres secos… y sin un centavo.

La conocían como “Luna la Loba”. Un mito sexual. Un peligro ambulante.

Pero Ricardo ya no era el mismo pobre diablo que se dejó engañar. Esta vez tenía un plan.

En el hotel Astoria, de cinco estrellas, la encontró. Bajando de un Maserati negro, con lentes oscuros y un vestido blanco que no dejaba lugar a la imaginación. Pura realeza mafiosa.

Él se acercó como un desconocido más.

—¿Luna?

Ella giró, sorprendida… pero luego sonrió, encantada.

—Mirá quién volvió. El millonario caliente.

—Esta vez traje más leche —dijo él, sin tartamudear.

Y esa noche, en la suite más cara del piso 23, la loba cayó en su propia trampa.

Luna lo desnudó con urgencia. Le arrancó la camisa, le besó el pecho, le mordió los hombros. Él la apretó contra el ventanal, desde donde se veía todo Vegas brillando.

—Quiero tu boca primero —ordenó él.

Y ella obedeció. Se arrodilló, le tomó la pija con ambas manos y se la metió a la boca sin pausa. Mamaba profundo, mojado, tragando y gimiendo con la garganta. Ricardo no gemía… la miraba con una sonrisa oscura.

—Sos buena robando… pero mejor chupando.

Ella se rio con la pija entre los labios.

—Soy la mejor en todo, nene.

Después lo montó. Se lo metió en la concha de un salto y empezó a cabalgarlo como si quisiera romperlo. Gemía sucio:

—¡Cogeme como antes! ¡Dame esa leche de idiota millonario!

Ricardo la agarró del culo, la alzó y se la clavó de pie contra la pared. La giró y se la metió por atrás, de nuevo. Ella gritaba de placer mientras él la bombeaba la concha con la pija, se venía una y otra vez, como poseída.

—¡Así! ¡Meteme la pija hasta el alma!

Le acabó adentro con fuerza, mojándola, dejándola temblando.
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Cuando ella quedó dormida, desnuda, rendida en la cama, Ricardo se levantó, sacó su celular… y marcó el número de un contacto del FBI.

—La tengo. Piso 23, Astoria. Es ella.

Treinta minutos después, mientras Luna se desperezaba desnuda entre las sábanas, golpearon la puerta.

—¿Quién es?

—Servicio a la habitación —dijo Ricardo, desde el otro lado, antes de abrir.

Pero no era champán lo que llegó… sino cuatro agentes armados.

—Señora Luna, está usted arrestada. Cargos múltiples por fraude, estafa, suplantación y robo federal.

—¿¡Qué!? —gritó, tapándose apenas con la sábana—. ¡Hijo de puta…!

Ricardo se le acercó, mirándola a los ojos.

—Gracias por la cogida. Y por la motivación. Ahora tengo el doble de tu dinero… y ninguna deuda pendiente.

Ella le escupió, furiosa. Pero él solo sonrió.

—Ah, me quedo con tu tanga roja también. De recuerdo.

Mientras se la llevaban, gritaba como una loba atrapada.

Y Ricardo… bajó por el ascensor, tranquilo, satisfecho. Esta vez, el lobo había sido él.


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