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Amor de Hermanos - Roces

Holis! La segunda parte de esta historia! Un capitulo de transición para lo que se viene, en pocos días subo la tercera parte, espero que les este gustando!






Franco se subió el cierre del pantalón con movimientos torpes, sin siquiera mirarla.
 Abril seguía de rodillas, el corazón hecho trizas.
—Ya voy a volver... —murmuró Franco, acomodándose el cabello con una mano—. Quiero ver cómo crece el nene... —agregó con una sonrisa torcida, cargada de desprecio.
Ella no respondió. Solo lo miró en silencio, con los ojos enrojecidos y el alma hecha añicos.
Franco abrió la puerta sin cuidado, cruzó el pasillo y desapareció.
Mateo, al escuchar la puerta, corrió como pudo de vuelta al living.
 Se tiró en el sillón, tomó un libro al azar y fingió leer, el corazón latiéndole desbocado contra las costillas.
Oyó el sonido de la puerta cerrándose.
 El silencio que dejó Franco al irse pesó sobre toda la casa.
Mateo dejó el libro a un lado y, casi sin pensar, se levantó.
 Sus pasos eran sigilosos mientras cruzaba hacia el pasillo.
Se detuvo frente a la habitación de Abril.
 Golpeó suavemente con los nudillos.
—¿Abril...? —susurró.
Desde adentro, oyó un movimiento apurado.
 Ella se acomodó como pudo la remera, tirándola hacia abajo, cubriendo su cuerpo sucio y húmedo, la tela pegoteada contra sus pechos todavía hinchados de leche.
Cuando Mateo asomó la cabeza, Abril lo miró apenas un segundo antes de quebrarse.
Un sollozo salió de su garganta y se lanzó hacia él, buscando consuelo como un animal herido.
 Lo abrazó con fuerza, enterrando su rostro contra su pecho, su pequeño cuerpo temblando contra el suyo.
Mateo la recibió en sus brazos, envolviéndola con cuidado, sintiendo cómo su cuerpito frágil se pegaba al suyo.
El aroma era inconfundible.
 Sutil, pero presente.
 Una mezcla tibia de leche, lágrimas... y algo más.
Mateo apretó los dientes, luchando contra la erección que crecía dolorosamente en sus pantalones.
 Sentía la humedad traspasando la tela fina de la remera, el calor de su piel, la blandura de sus pechos presionando contra su torso.
La abrazó más fuerte.
 No dijo nada.
 Solo acarició lentamente su espalda, en un intento desesperado de brindarle un refugio, de calmarla.
Abril lloró unos minutos más, hasta que poco a poco fue quedándose quieta.
Cuando alzó el rostro para mirarlo, sus ojos estaban hinchados, pero ya no había lágrimas.
—Gracias... —susurró, apenas audible.
Mateo le sonrió con ternura, acariciándole el cabello.
—Siempre voy a estar para vos —murmuró.
No hicieron más preguntas.
 No dijeron más palabras.
La soltó lentamente, con infinita delicadeza, y ella volvió a su cama, acurrucándose junto a la cuna.
 Mateo regresó al living, el corazón desbordado de sentimientos confusos.
El resto del día pasó en una extraña calma.
 Una normalidad forzada.


La noche llegó.
La madre de ambos llegó tarde, agotada, saludó apenas y se encerró en su habitación a dormir.
Mateo estaba en el living, acostado en el viejo sillón, mirando el techo en la penumbra, cuando oyó los pasos suaves de Abril.
Se incorporó de golpe.
Ella apareció, envuelta en una remera grande que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
 Sus piernas desnudas se movían con timidez, descalza sobre el suelo frío.
—¿Puedo...? —preguntó en un susurro, asomándose al living.
Mateo asintió de inmediato.
—Claro —dijo, haciéndose a un lado para hacerle espacio.
Abril se sentó junto a él, abrazándose las rodillas.
Mateo no podía apartar la vista.
La remera, aunque ancha, era de un algodón fino.
 Bajo la luz tenue, sus pezones marcaban la tela con nitidez, dos pequeñas protuberancias húmedas, con aureolas oscuras y redondeadas.
Mateo tragó saliva, apartando la mirada como pudo, pero era inútil.
 El calor subía por su cuello.
 El pantalón le resultaba incómodamente ajustado otra vez.
—Quería... quería agradecerte —susurró Abril, jugando nerviosamente con el dobladillo de su remera—. Por hoy... por todo.
—No tenés que agradecerme nada... —murmuró Mateo, mirándola de reojo.
Sus rodillas se rozaron sin querer.
Ambos se tensaron.
El roce fue breve, apenas un toque de piel cálida contra piel cálida, pero suficiente para hacerles contener la respiración.
Abril bajó la mirada, sonrojada.
Mateo se mordió el interior de la mejilla, luchando contra el impulso de acariciarla.
El silencio se hizo pesado.
—Mate... —susurró ella, levantando la cabeza para mirarlo.
Sus ojos brillaban.
 Tan dulces, tan frágiles.
 El cabello suelto, revuelto por el sueño, le caía sobre los hombros.
Y esa maldita remera marcándole los pezones, húmedos de leche, como una tentación imposible.
Mateo tragó saliva otra vez.
Se miraron.
 Largo.
 Demasiado tiempo.
El mundo pareció detenerse a su alrededor.
Pero ninguno se movió.
Ninguno dijo una palabra más.
Solo se miraron, respirando el mismo aire cargado de deseo y miedo, de ternura y culpa.
Así, pegados, pero sin tocarse, sin romper todavía la frágil burbuja que los envolvía.
Hasta que Abril, temblando, apoyó tímidamente su cabeza sobre el hombro de Mateo.
Y él, cerrando los ojos, apoyó su mejilla contra su cabello.
Así quedaron.
Callados.
 Calientes.
 Conectados.
Abril se levantó del sillón con movimientos suaves, todavía algo adormilada.
 Mateo la observó de reojo, tratando de no ser obvio.
Pero cuando ella se alejó hacia el pasillo, la remera grande que llevaba puesta se levantó apenas... y el destino lo bendijo.
Mateo tragó saliva con fuerza.
La tela subió lo suficiente para que pudiera ver sus nalgas desnudas.
 Redondas. Cachetonas.
 Mucho más generosas de lo que él había imaginado.
 Firmes, pero con ese temblor suave en cada paso, propias de una carne joven y abundante. Llevaba puesta tanga pero se había perdido entre sus cachetes.
Se quedó paralizado, hipnotizado, la imagen grabándosele a fuego en la mente.
Esa noche, acostado en el sillón, el cuerpo le ardía.
 El pantalón se sentía insoportablemente apretado.
Mateo se tocó sin pensarlo.
 Primero tímidamente, como si temiera ser atrapado.
 Pero la imagen de Abril —esa cola deliciosa bamboleándose bajo la remera— le nubló cualquier vergüenza.
Se bajó el pantalón hasta las rodillas, dejando su miembro erecto liberarse.
 Era grande.
 Gordo.
 Palpitante.
Empezó a masturbarse despacio, cerrando los ojos, imaginando cómo se vería esa colita rebotando sobre su pelvis, cómo se sentirían esos pechos pesados, chorreados de leche, aplastándose contra su pecho.
 Pensó en su carita tímida, en esos ojos angelicales mirándolo mientras se montaba sobre él...
—Abril... —susurró en la oscuridad, entre gemidos ahogados.
Con apenas unos movimientos más, acabó.
 Una descarga poderosa, caliente, manchándole el vientre.
Se quedó tirado un rato, respirando agitado, la culpa mezclándose con el éxtasis.
No podía borrar su imagen de la mente.
 Ni quería.


El día siguiente transcurrió con una extraña normalidad.
Desayunaron juntos en la cocina, Abril con el cabello desordenado, riéndose bajito cuando el bebé hacía burbujas con la leche en la mamadera.
 Mateo la ayudó a cambiar pañales, ambos riendo torpemente cuando el bebé los salpicó.
Era todo tan cotidiano... tan íntimo.
Cada roce accidental, cada mirada que duraba un segundo más de lo necesario, iba cargando el ambiente de una tensión nueva, sutil pero imparable.
Por la tarde, Abril pasó un largo rato dándole el pecho al bebé sentada en el sillón, mientras Mateo intentaba concentrarse en un libro... sin lograrlo.
Veía de reojo cómo ella cerraba los ojos de puro amor mientras amamantaba, el pezón apenas visible entre los labios pequeñitos del nene, su rostro iluminado de ternura.
La tela de su camiseta fina se pegaba a su cuerpo por momentos, dejando adivinar la redondez de sus pechos hinchados.
Era una imagen tan dulce como devastadoramente sensual.


Llegó la noche.
La madre seguía su rutina de llegar agotada, cenar algo rápido y encerrarse a dormir.
Mateo estaba en el living, acomodando su rincón para dormir, cuando Abril apareció asomándose tímidamente al pasillo.
—¿Querés venir a ver una peli conmigo...? —preguntó en un susurro, abrazándose a sí misma.
Mateo sintió un vuelco en el estómago.
—Claro —respondió enseguida, sonriéndole.
La siguió hasta su habitación.
Abril se había puesto otra remera grande para dormir, similar a la de la noche anterior.
 El bebé dormía tranquilo en su cuna, arrullado por un pequeño móvil de estrellitas.
Se acomodaron en la cama, codo a codo, compartiendo una manta liviana.
Mateo intentaba concentrarse en la película, pero era imposible.
Cada tanto, Abril cambiaba de posición, el roce accidental de sus muslos lo electrizaba.
Y entonces ocurrió.
El bebé se removió en la cuna, gimiendo con hambre.
Abril sonrió con dulzura, como si fuera lo más natural del mundo, y se levantó apenas para acomodarlo.
Se bajó un poco el escote de la remera, liberando un pecho enorme, redondo, pesado, coronado por un pezón hinchado, oscuro y perlado de leche.
Mateo se quedó sin aire.
Ella acunó al bebé contra su pecho, guiándolo con ternura.
La leche empezó a fluir, despacio, mientras Abril lo mecía suavemente, mirándolo con una dulzura infinita.
Mateo no podía apartar la vista.
Sentía su erección crecer de nuevo, dolorosa, imposible de ignorar.
Abril lo notó.
Sus mejillas se tiñeron de rojo, pero no apartó la mirada.
En cambio, le dedicó una sonrisita tímida, casi cómplice.
Una sonrisa que decía "sé lo que te pasa... y no me molesta".
Mateo desvió la mirada, avergonzado, pero Abril se rió bajito.
—No pasa nada... —murmuró, acariciando la cabeza del bebé.
Sus palabras, tan dulces, tan suaves, lo hicieron temblar.
Se quedaron así.
Él, completamente hechizado.
 Ella, amamantando con naturalidad, sabiendo que sus pezones chorreaban leche, sabiendo que él no podía dejar de desearla.
La película siguió sonando de fondo.
 Pero ellos ya no la miraban.
Solo existían el uno para el otro.
 Y el abismo dulce y prohibido que empezaba a crecer entre ellos.

1 comentarios - Amor de Hermanos - Roces

Karloff77
Excelente, Nessa! La tercera parte debe explotar maaal