parte 1 http://m.poringa.net/posts/relatos/5949086/Yoga-con-la-mami-del-jardin.html
parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5949734/Yoga-con-la-mami-del-jardin-2.html
parte 3
http://m.poringa.net/posts/relatos/5951102/Yoga-con-la-mami-del-jardin-3.html
Fabián fue el primero en agitar el grupo de WhatsApp que compartían desde hacía años, al que llamaban —a modo de chiste interno— La Hermandad. Esa mañana, con un entusiasmo apenas contenido, escribió:
“Gente, se picó. El jefe me presta su casa en el Tigre para el finde largo. Tiene pileta, parrilla, muelle… todo. ¿Quién se prende?”
Las respuestas llegaron rápido. Carolina, práctica como siempre, preguntó:
“¿Es con pibes o sin pibes?”
Fabián aclaró que como quisieran, pero que avisaran para organizar las habitaciones. La casa era cómoda, aunque no infinita. El clima se sentía ya veraniego.
Clara respondió al toque, como si la propuesta hubiera estado esperando en la puerta:
“Nosotros vamos. Sin chicos. Se van con los scouts justo este finde.”
Marco sumó:
“Confirmado. Fin de semana sin hijos. Por fin.”
Pero las bajas empezaron a caer una tras otra.
Verónica, apretada por compromisos familiares, lamentó:
“Cumple de mi cuñado. No zafamos. La próxima sí o sí.”
Marcela, seca, casi sin culpa:
“Paso. Laburo el sábado. Imposible.”
Fabián, exagerando una decepción, escribió:
“Uff… tantas bajas. Le puedo preguntar a mi jefe para ir otro finde pero no lo garantizo.”
Y ahí intervino Clara. No de forma directa, pero con una claridad que a Fabián le dejó todo dicho:
“No me hagas eso, Fabi. Ya me había ilusionado. Hay planes que no se suspenden.”
Agustina apareció en el chat como quien ya estaba empacando la valija:
“Con Fabián vamos. Obviamente. Sin hijos, sin culpas y con muchas ganas. Todos invitadisimos, los que puedan los re esperamos ”
Fabián contestó solo a ella, con complicidad:
“vamos con todo entonces 😏”
Marco, cerrando el ida y vuelta, escribió:
“La vamos a pasar increíble.”
Y nadie más dijo nada.
La ruta serpenteaba entre árboles y casas bajas, bordeando el río como una promesa. El sol de la tarde caía oblicuo sobre el parabrisas, tiñendo todo de un dorado lento y calmo. Clara se acomodó en el asiento del acompañante del auto de Agustina. Detrás, entre los asientos, iban las mochilas, la heladerita portátil y un par de botellas de vino envueltas en una toalla. La radio sonaba bajito, un tema instrumental que se perdía entre los ruidos del motor y el murmullo del viento.
En el otro auto, unos metros más atrás, iban Marco y Fabián, charlando relajados, sin apuros.
—¿Estás segura de que estás bien con que vayamos así, separadas? —preguntó Agustina sin girar del todo, con una sonrisa tranquila.
—Más que bien —respondió Clara, sonriendo también—. Me gusta charlar con vos sin tanto ruido. Además… tengo curiosidad.
Agustina le lanzó una mirada de costado, entre cómplice y provocadora.
—¿Curiosidad de qué?
Clara tardó un segundo en contestar. Miró por la ventana, como si se preparara.
—De lo que dijiste en el bar. Lo del… intercambio.
Agustina soltó una carcajada breve, contagiosa, casi burlona pero sin malicia.
—¡No pensé que me lo ibas a preguntar tan directo!
—¿Fue en serio? —insistió Clara, bajando apenas la voz.
—Más en serio de lo que parece —dijo Agustina—. Fue con una pareja amiga. Varios años atrás. Estábamos de viaje. Playa, ron, poca ropa… ya sabés cómo es.
Clara asintió, con los labios entreabiertos.
—¿Y cómo fue?
Agustina sonrió de un modo distinto. Más hondo. Como si volviera, por un instante, a aquel viaje.
—Explosivo. Pero no solo por lo físico. Fue algo… liberador. Como sacarte una mochila de encima. Con Fabián siempre tuvimos una complicidad rara, ¿viste? No de celos, sino de juego.
Clara la miraba fascinada, como si escuchara una historia imposible.
—¿Y después? ¿No hubo celos? ¿Vergüenza?
—Claro que hubo cosas. Pero lo que quedó fue más fuerte: confianza, morbo compartido… Nos mirábamos diferente después. Mejor. Más... deseados.
Clara tragó saliva. Se humedeció los labios sin darse cuenta.
—No sé si podría… pero… me atrae. Pensar en eso. Ver a Marco con otra. Sentir que yo también…
—¿Que vos también qué?
—Que yo también lo valgo. Que puedo… calentar a alguien más.
Agustina le apoyó la mano en la pierna, firme, con la seguridad de quien no duda. No era un gesto torpe, ni un intento de consuelo. Era una afirmación.
—Creeme, Clara —le dijo con voz baja, segura—. Vale la pena. Y además… te sobra con qué.
Clara sintió una corriente que le subía desde el vientre. Una parte de ella quería desviar la mirada. Otra, la más nueva, la más viva, quería quedarse ahí.
Un silencio denso, cargado de electricidad, ocupó el habitáculo del auto mientras seguían avanzando. Afuera, un cartel verde anunciaba: “Bienvenidos al Delta”.
Adentro, otra bienvenida se gestaba. Una entrada lenta pero inevitable a un deseo nuevo. Más salvaje. Más peligroso. Más real.
El calor se sentía espeso, como una sábana húmeda que se pegaba a la piel y al aire. Las cigarras no habían dejado de cantar en todo el día, y el sol, bajo y naranja, seguía golpeando con fuerza, como si no pensara rendirse. El río, quieto y marrón, se movía apenas, rendido también ante el clima denso del Delta.
Las dos parejas ya estaban en malla, el cuerpo rendido al calor y al juego. La pileta, un rectángulo azul perfecto incrustado entre el pasto recién cortado, ofrecía un oasis breve. Sobre la mesa de plástico, los vasos con hielo transpiraban. Reían, se tiraban agua, jugaban. Pero la risa era apenas eso: una superficie. Debajo, hervía otra cosa.

Marco se había tirado al agua con un salto torpe, haciendo un chapoteo exagerado. Clara lo había seguido detrás, entrando con una brazada lenta, acariciando el agua más que nadándola. Agustina, en cambio, había bajado por la escalerita de metal con una lentitud medida, felina, como si cada peldaño marcara un compás. Fabián ya estaba dentro, sumergido hasta el pecho, con una cerveza en la mano, mirando la escena como desde una película que ya conocía.
—No puedo más del calor —había dicho Clara, sacudiendo el pelo hacia atrás, salpicando a todos sin culpa.
—Yo tampoco —respondió Agustina, y se dejó hundir por completo. Al emerger, el agua le escurrió entre los pechos, bajando por su vientre hasta la bombacha de su bikini. Marco la miró. Bajó la mirada enseguida. Pero ya era tarde.
Fabián se acercó desde atrás y la abrazó por la cintura, con la naturalidad de quien no pide permiso. Ella no se apartó. Se apoyó en él, relajada. Fabián le mordió suavemente el lóbulo de la oreja. Un segundo. Dos. Clara lo vio todo. Marco también.
—¡Ey, ey! ¡Esto es una pileta pública! —bromeó Clara, con un tono que intentaba ser ligero, pero sonó más alto de lo necesario.
—¡Perdón! —dijo Agustina, soltando una risa cristalina mientras se despegaba de Fabián—. Es que el calor nos deja tontos…
—Tontos y calientes —agregó Fabián, con esa sonrisa suya que siempre dejaba algo más colgando.
Clara rió, aunque su risa sonó distinta. No miró a Fabián, sino a Marco. Y lo encontró mirando todavía a Agustina, medio segundo más de lo prudente.
Entonces, como si nada hubiera pasado, Agustina nadó tranquila hacia el borde.
—¿Trajimos limas? Podríamos hacer unas caipis —preguntó al llegar a las escaleras.
—Creo que sí —respondió Clara, rebuscando entre sus recuerdos, como si ahí se escondiera otra cosa.
El ambiente cambió de golpe. La tensión se escondió detrás de lo banal, como suele hacer cuando la incomodidad empieza a asomar. Marco se quedó flotando boca arriba, con los ojos cerrados y el sol dándole de lleno en la cara. Parecía tranquilo. Pero no lo estaba.
Agustina lo miró de reojo mientras se secaba el cabello con una toalla blanca. No dijo nada. No necesitaba.
Lo sabía.
Todos lo sabían.
Y eso apenas era el comienzo.
La cena había transcurrido en una mesa larga, bajo el alero de madera que daba a la arboleda. Farolitos tenues colgaban del techo como luciérnagas inmóviles. Las velas altas derramaban cera lenta, y los grillos componían su canto persistente en el fondo. Fabián se había lucido en la parrilla: carnes jugosas, vegetales asados, panes calientes que aún humeaban. El vino blanco circulaba frío en copas altas, y los cuerpos, bronceados, descalzos y brillantes por el calor, se habían ido soltando.
Clara reía con la cabeza hacia atrás, un poco más alto de lo habitual. Llevaba un vestido suelto, de esos que se pegan al cuerpo con la humedad. Había tomado ya tres copas y se servía una cuarta sin esperar. Marco estaba a su lado, con el codo apoyado hacia ella, pero su mirada se desviaba —una y otra vez— hacia Agustina, que lo observaba con la quietud de quien descifra algo complejo y excitante.
Agustina vestía una túnica blanca, casi transparente a contraluz. Debajo, el bikini negro, aún húmedo, se pegaba a su piel morena. Se abanicaba con la servilleta como quien se distrae, pero todo en ella era intencional. Fabián le acariciaba la nuca sin mirarla, mientras charlaba con Clara sobre vinos orgánicos.
—Es impresionante esta casa —comentó Clara, con el tono ligeramente arrastrado por el alcohol—. ¿Tu jefe viene mucho?
—Casi nunca —respondió Fabián—. Por eso me la presta sin problemas. Sabe que la cuidamos… aunque no siempre con prudencia.
La risa fue general, pero Clara sintió que había un doble sentido del que no quería preguntar demasiado. Cruzó las piernas despacio, notando —sin querer— cómo los ojos de Fabián se deslizaban por el borde de su muslo. Marco le sirvió más vino. Agustina lo dejó hacer, sin quitarle la vista de encima, ni por un segundo.
—¿Y? —preguntó Agustina, con esa voz que siempre parecía esconder algo—. ¿Sienten que esto es como… una vacación clandestina?
—¿Clandestina? —dijo Marco, divertido—. Solo falta el delito.
—¿Y si ya lo estamos cometiendo? —susurró Agustina, apenas audible.
El silencio cayó como un paño húmedo sobre la mesa. Clara mordió un pedazo de pan lentamente, como si eso pudiera llenar el espacio. Fabián bebió de su copa sin apuro. Nadie respondió.
La música del parlante cambió sin que nadie lo notara. Una canción suave, en francés, empezó a sonar. Todo se volvió más lento. Más denso.
Agustina se levantó. El vestido se movía con ella, como una prolongación de su cuerpo. Caminó hacia el muelle y bajó por las escaleras hasta quedar sentada en el borde, con los pies en el agua. Marco la siguió con la mirada, fijo, sin disimular. Clara también la miró, pero lo hizo con una mezcla de admiración y angustia.
El vino le quemaba la boca del estómago. Había perdido la cuenta de cuántas copas llevaba. Se sentía flotando, pero al mismo tiempo demasiado consciente.
—Voy por hielo —dijo Fabián, parándose con una calma extraña.
Clara y Marco quedaron solos unos segundos. El murmullo de las hojas, la música suave, el chapoteo del río. Clara tragó saliva. Le temblaba apenas una mano. Buscó la de Marco debajo de la mesa y la apretó con fuerza.
—Esto va a explotar —le susurró, sin mirarlo.
Marco no respondió.
Solo le apretó los dedos.
Y eso bastó.
Agustina apareció al ratito cambiada y bañada, con un mat en cada brazo, descalza, el pelo suelto, todavía húmedo por la ducha. Llevaba un short blanco y una remera ancha sin corpiño. En la penumbra, parecía flotar.
—¿Y si hacemos algo distinto? —propuso con suavidad, pero con algo en la voz que se clavó como una uña en la piel—. Algo lento… una sesión de yoga restaurativo. Y un poco de tantra. Para relajar. Para conectar.
Marco la miró sin decir nada. Clara asintió antes de pensarlo. Fabián, ya en cuclillas, apoyaba su vaso al lado del mat.
La música que sonó desde el parlante era mínima: cuencos, respiraciones, tambores lejanos. Estaban en semicírculo, rodeados por la noche tibia del Delta. Afuera, el río quieto. Adentro, un silencio tenso.
Agustina se sentó en el centro, con la espalda recta, la mirada lenta. Se notaba en control. Se notaba peligrosa.
—Cerrá los ojos —dijo—. Dejá que el cuerpo diga lo que la mente no se atreve…
Su voz era una caricia con filo. Nadie hablaba. Nadie se atrevía.
—Sentí tu base… ahí donde guardás todo lo que no decís… todo lo que callás por miedo… por costumbre…
Clara respiró hondo. El vino todavía le quemaba en la garganta. Tenía calor. La tela del vestido liviano se le había pegado entre las piernas.
—Sentí esa energía atrapada. Ese deseo que se esconde cuando alguien entra a la habitación. Esa parte tuya que quiere tocar sin pedir permiso.
Marco tragó saliva. Tenía las palmas abiertas sobre las rodillas, pero los dedos crispados.
—Dejá que suba… ese fuego… lento… como una mano que conoce el camino… que no pregunta… solo encuentra.
Clara gimió. Apenas. Un hilo de voz. El cuerpo se le arqueó lo justo. Marco no la miró. Fabián, sí.
—Sube por tu vientre, por tu pecho… hasta el cuello… hasta la boca… esa boca que besa menos de lo que imagina…
Fabián tenía los ojos entrecerrados, el pecho agitado. Agustina lo vio, lo supo. Y siguió.
—Sentí cómo vibra eso que querés y no te animás a decir. Sentí el deseo de ese otro cuerpo… cerca… adentro…
Clara se estremeció. Los músculos le temblaban en silencio. Fue un orgasmo interno, sin escándalo. Una descarga caliente, privada, que le aflojó la mandíbula y le dejó los ojos húmedos.
—Y ahora… —dijo Agustina, bajando la voz hasta volverla suspiro—… soltá todo. Acostate sobre el mat. Dejá que el cuerpo se rinda. Nada que hacer. Nada que pensar.
Los tres obedecieron. Marco con los puños cerrados. Fabián con el pecho todavía agitado. Clara se dejó caer hacia atrás, como quien se abandona a algo inevitable.
La música seguía. Agustina los recorrió con la mirada como si los estuviera desnudando uno por uno. Después apagó las luces bajas, dejó sólo una vela encendida y se alejó en puntas de pie.
Clara, hundida en su mat, exhaló una vez más. Los párpados le pesaban. El alcohol, el calor, el temblor reciente… todo la venció.
Se durmió ahí mismo. Con una sonrisa vaga. Como quien acaba de vivir un sueño que no se atreve a contar.
Clara despertó desorientada. El cuerpo le pesaba, la boca seca, una sensación tibia y pegajosa en la piel, como si el aire se le hubiera pegado encima durante horas. La brisa nocturna apenas se filtraba por las ventanas. La tela del vestido le rozaba los pezones, endurecidos. Estaba sola sobre el mat, en el living. La casa en penumbras, envuelta en un silencio artificial, casi teatral.
Pero no era completo.
Un sonido leve, rítmico, casi imperceptible, quebraba esa calma. Como un golpeteo húmedo, acompasado. Después, un gemido ahogado, alargado, femenino.
Agustina.
Clara se incorporó despacio. El corazón empezó a latirle fuerte sin que entendiera por qué. Caminó sin hacer ruido, descalza, con los pies aún torpes por el vino. El pasillo parecía más largo de lo que era. La puerta del cuarto principal estaba entreabierta. Desde el umbral salía una luz tenue, cálida, que proyectaba sombras móviles.
Clara apoyó una mano en la pared.
Y miró.
La escena la golpeó como una ola caliente, directa en el pecho.
Marco estaba de pie al borde de la cama, completamente desnudo, el cuerpo tenso, la puja erecta y brillosa, agarrando por el pelo a Agustina, que estaba arrodillada entre sus piernas. La boca abierta, profunda, tomada por él con una entrega cruda. La mano de ella se apoyaba en el muslo, la otra le rozaba los testículos. Lo devoraba. Lo poseía con la boca. Con una voracidad perfecta. Clara nunca había visto así, quizás en algún video porno. Pero esto era real.
Marco soltó un gruñido, la retiró con delicadeza brutal y la hizo girar. Agustina se dejó hacer. Subió a la cama a cuatro patas, como si ya supiera qué venía. Él se acomodó detrás y la montó de un solo movimiento. El sonido del cuerpo al penetrarla fue húmedo y exacto. Agustina soltó un grito corto. Y empezó a empujarse hacia atrás, con las rodillas abiertas, el pelo cubriéndole la cara.
Clara sintió un cosquilleo intenso en el bajo vientre. No podía moverse.
Marco le agarró las caderas, las apretó con ambas manos. Cada embestida era más fuerte que la anterior. Las nalgas de Agustina chocaban contra él con un ritmo frenético. La lámpara de la mesa de luz proyectaba en la pared un espectáculo de sombras orgásmicas: curvas que se abrían, que se unían, que se agitaban. El cuarto era un santuario del deseo.
—Así… cogeme fuerte —susurró Agustina, ronca.
Marco la tomó del cuello y la atrajo hacia él. Desde su ángulo, Clara podía ver cómo él le mordía la espalda, cómo la lengua le recorría la piel mojada de sudor. Agustina gemía con la boca abierta, con el rostro torcido en éxtasis, sin ninguna vergüenza. Clara no podía dejar de mirar. La excitación le latía entre las piernas, en oleadas calientes, húmedas, eléctricas.
Marco la empujó contra el colchón, de espaldas, y se hundió otra vez entre sus piernas abiertas. Agustina lo abrazó con los talones clavados en su espalda. Él la embestía con fuerza. Ella no gritaba: rugía. Como si le sacaran algo ancestral. Como si cada movimiento le vaciara el alma.
—te gusta así, hija de puta—le dijo él.
—Me encanta —jadeó ella—. Me encanta que me cojas así… fuerte… déjala adentro…
Clara apretó las piernas, temblando. Se aferró al marco de la puerta. El cuerpo entero le vibraba. Estaba empapada. El corazón, desbocado. El deseo, una tormenta adentro suyo. El clímax de Agustina llegó como un relámpago: gritos entrecortados, espasmos, lágrimas en los ojos. Marco no paró. Terminó segundos después, enterrado hasta el fondo, gimiendo su descarga entre jadeos.
Silencio.
Los cuerpos quedaron abrazados, pegados, brillantes.
Clara no supo cuánto tiempo estuvo allí, congelada.
Y entonces, un roce leve en su hombro. Succión en el estómago. El sobresalto.
Se dio vuelta.
Fabián.
La miraba con una expresión serena, oscura. Sin sorpresa. Sin juicio. Solo deseo. En su mirada había fuego. Y algo más peligroso: permiso.
—Vení —dijo, apenas en un susurro—. Vamos a la otra habitación.
Ella no dijo nada.
Pero lo siguió.
YA SABEN SI COMENTAN Y DEJAN PUNTOS ME MOTIVAN A SEGUIR ESCRIBIENDO.
Parte 5
http://m.poringa.net/posts/relatos/5952679/Yoga-con-la-mami-del-jardin-5.html
parte 2
http://m.poringa.net/posts/relatos/5949734/Yoga-con-la-mami-del-jardin-2.html
parte 3
http://m.poringa.net/posts/relatos/5951102/Yoga-con-la-mami-del-jardin-3.html
Fabián fue el primero en agitar el grupo de WhatsApp que compartían desde hacía años, al que llamaban —a modo de chiste interno— La Hermandad. Esa mañana, con un entusiasmo apenas contenido, escribió:
“Gente, se picó. El jefe me presta su casa en el Tigre para el finde largo. Tiene pileta, parrilla, muelle… todo. ¿Quién se prende?”
Las respuestas llegaron rápido. Carolina, práctica como siempre, preguntó:
“¿Es con pibes o sin pibes?”
Fabián aclaró que como quisieran, pero que avisaran para organizar las habitaciones. La casa era cómoda, aunque no infinita. El clima se sentía ya veraniego.
Clara respondió al toque, como si la propuesta hubiera estado esperando en la puerta:
“Nosotros vamos. Sin chicos. Se van con los scouts justo este finde.”
Marco sumó:
“Confirmado. Fin de semana sin hijos. Por fin.”
Pero las bajas empezaron a caer una tras otra.
Verónica, apretada por compromisos familiares, lamentó:
“Cumple de mi cuñado. No zafamos. La próxima sí o sí.”
Marcela, seca, casi sin culpa:
“Paso. Laburo el sábado. Imposible.”
Fabián, exagerando una decepción, escribió:
“Uff… tantas bajas. Le puedo preguntar a mi jefe para ir otro finde pero no lo garantizo.”
Y ahí intervino Clara. No de forma directa, pero con una claridad que a Fabián le dejó todo dicho:
“No me hagas eso, Fabi. Ya me había ilusionado. Hay planes que no se suspenden.”
Agustina apareció en el chat como quien ya estaba empacando la valija:
“Con Fabián vamos. Obviamente. Sin hijos, sin culpas y con muchas ganas. Todos invitadisimos, los que puedan los re esperamos ”
Fabián contestó solo a ella, con complicidad:
“vamos con todo entonces 😏”
Marco, cerrando el ida y vuelta, escribió:
“La vamos a pasar increíble.”
Y nadie más dijo nada.
La ruta serpenteaba entre árboles y casas bajas, bordeando el río como una promesa. El sol de la tarde caía oblicuo sobre el parabrisas, tiñendo todo de un dorado lento y calmo. Clara se acomodó en el asiento del acompañante del auto de Agustina. Detrás, entre los asientos, iban las mochilas, la heladerita portátil y un par de botellas de vino envueltas en una toalla. La radio sonaba bajito, un tema instrumental que se perdía entre los ruidos del motor y el murmullo del viento.
En el otro auto, unos metros más atrás, iban Marco y Fabián, charlando relajados, sin apuros.
—¿Estás segura de que estás bien con que vayamos así, separadas? —preguntó Agustina sin girar del todo, con una sonrisa tranquila.
—Más que bien —respondió Clara, sonriendo también—. Me gusta charlar con vos sin tanto ruido. Además… tengo curiosidad.
Agustina le lanzó una mirada de costado, entre cómplice y provocadora.
—¿Curiosidad de qué?
Clara tardó un segundo en contestar. Miró por la ventana, como si se preparara.
—De lo que dijiste en el bar. Lo del… intercambio.
Agustina soltó una carcajada breve, contagiosa, casi burlona pero sin malicia.
—¡No pensé que me lo ibas a preguntar tan directo!
—¿Fue en serio? —insistió Clara, bajando apenas la voz.
—Más en serio de lo que parece —dijo Agustina—. Fue con una pareja amiga. Varios años atrás. Estábamos de viaje. Playa, ron, poca ropa… ya sabés cómo es.
Clara asintió, con los labios entreabiertos.
—¿Y cómo fue?
Agustina sonrió de un modo distinto. Más hondo. Como si volviera, por un instante, a aquel viaje.
—Explosivo. Pero no solo por lo físico. Fue algo… liberador. Como sacarte una mochila de encima. Con Fabián siempre tuvimos una complicidad rara, ¿viste? No de celos, sino de juego.
Clara la miraba fascinada, como si escuchara una historia imposible.
—¿Y después? ¿No hubo celos? ¿Vergüenza?
—Claro que hubo cosas. Pero lo que quedó fue más fuerte: confianza, morbo compartido… Nos mirábamos diferente después. Mejor. Más... deseados.
Clara tragó saliva. Se humedeció los labios sin darse cuenta.
—No sé si podría… pero… me atrae. Pensar en eso. Ver a Marco con otra. Sentir que yo también…
—¿Que vos también qué?
—Que yo también lo valgo. Que puedo… calentar a alguien más.
Agustina le apoyó la mano en la pierna, firme, con la seguridad de quien no duda. No era un gesto torpe, ni un intento de consuelo. Era una afirmación.
—Creeme, Clara —le dijo con voz baja, segura—. Vale la pena. Y además… te sobra con qué.
Clara sintió una corriente que le subía desde el vientre. Una parte de ella quería desviar la mirada. Otra, la más nueva, la más viva, quería quedarse ahí.
Un silencio denso, cargado de electricidad, ocupó el habitáculo del auto mientras seguían avanzando. Afuera, un cartel verde anunciaba: “Bienvenidos al Delta”.
Adentro, otra bienvenida se gestaba. Una entrada lenta pero inevitable a un deseo nuevo. Más salvaje. Más peligroso. Más real.
El calor se sentía espeso, como una sábana húmeda que se pegaba a la piel y al aire. Las cigarras no habían dejado de cantar en todo el día, y el sol, bajo y naranja, seguía golpeando con fuerza, como si no pensara rendirse. El río, quieto y marrón, se movía apenas, rendido también ante el clima denso del Delta.
Las dos parejas ya estaban en malla, el cuerpo rendido al calor y al juego. La pileta, un rectángulo azul perfecto incrustado entre el pasto recién cortado, ofrecía un oasis breve. Sobre la mesa de plástico, los vasos con hielo transpiraban. Reían, se tiraban agua, jugaban. Pero la risa era apenas eso: una superficie. Debajo, hervía otra cosa.

Marco se había tirado al agua con un salto torpe, haciendo un chapoteo exagerado. Clara lo había seguido detrás, entrando con una brazada lenta, acariciando el agua más que nadándola. Agustina, en cambio, había bajado por la escalerita de metal con una lentitud medida, felina, como si cada peldaño marcara un compás. Fabián ya estaba dentro, sumergido hasta el pecho, con una cerveza en la mano, mirando la escena como desde una película que ya conocía.
—No puedo más del calor —había dicho Clara, sacudiendo el pelo hacia atrás, salpicando a todos sin culpa.
—Yo tampoco —respondió Agustina, y se dejó hundir por completo. Al emerger, el agua le escurrió entre los pechos, bajando por su vientre hasta la bombacha de su bikini. Marco la miró. Bajó la mirada enseguida. Pero ya era tarde.
Fabián se acercó desde atrás y la abrazó por la cintura, con la naturalidad de quien no pide permiso. Ella no se apartó. Se apoyó en él, relajada. Fabián le mordió suavemente el lóbulo de la oreja. Un segundo. Dos. Clara lo vio todo. Marco también.
—¡Ey, ey! ¡Esto es una pileta pública! —bromeó Clara, con un tono que intentaba ser ligero, pero sonó más alto de lo necesario.
—¡Perdón! —dijo Agustina, soltando una risa cristalina mientras se despegaba de Fabián—. Es que el calor nos deja tontos…
—Tontos y calientes —agregó Fabián, con esa sonrisa suya que siempre dejaba algo más colgando.
Clara rió, aunque su risa sonó distinta. No miró a Fabián, sino a Marco. Y lo encontró mirando todavía a Agustina, medio segundo más de lo prudente.
Entonces, como si nada hubiera pasado, Agustina nadó tranquila hacia el borde.
—¿Trajimos limas? Podríamos hacer unas caipis —preguntó al llegar a las escaleras.
—Creo que sí —respondió Clara, rebuscando entre sus recuerdos, como si ahí se escondiera otra cosa.
El ambiente cambió de golpe. La tensión se escondió detrás de lo banal, como suele hacer cuando la incomodidad empieza a asomar. Marco se quedó flotando boca arriba, con los ojos cerrados y el sol dándole de lleno en la cara. Parecía tranquilo. Pero no lo estaba.
Agustina lo miró de reojo mientras se secaba el cabello con una toalla blanca. No dijo nada. No necesitaba.
Lo sabía.
Todos lo sabían.
Y eso apenas era el comienzo.
La cena había transcurrido en una mesa larga, bajo el alero de madera que daba a la arboleda. Farolitos tenues colgaban del techo como luciérnagas inmóviles. Las velas altas derramaban cera lenta, y los grillos componían su canto persistente en el fondo. Fabián se había lucido en la parrilla: carnes jugosas, vegetales asados, panes calientes que aún humeaban. El vino blanco circulaba frío en copas altas, y los cuerpos, bronceados, descalzos y brillantes por el calor, se habían ido soltando.
Clara reía con la cabeza hacia atrás, un poco más alto de lo habitual. Llevaba un vestido suelto, de esos que se pegan al cuerpo con la humedad. Había tomado ya tres copas y se servía una cuarta sin esperar. Marco estaba a su lado, con el codo apoyado hacia ella, pero su mirada se desviaba —una y otra vez— hacia Agustina, que lo observaba con la quietud de quien descifra algo complejo y excitante.
Agustina vestía una túnica blanca, casi transparente a contraluz. Debajo, el bikini negro, aún húmedo, se pegaba a su piel morena. Se abanicaba con la servilleta como quien se distrae, pero todo en ella era intencional. Fabián le acariciaba la nuca sin mirarla, mientras charlaba con Clara sobre vinos orgánicos.
—Es impresionante esta casa —comentó Clara, con el tono ligeramente arrastrado por el alcohol—. ¿Tu jefe viene mucho?
—Casi nunca —respondió Fabián—. Por eso me la presta sin problemas. Sabe que la cuidamos… aunque no siempre con prudencia.
La risa fue general, pero Clara sintió que había un doble sentido del que no quería preguntar demasiado. Cruzó las piernas despacio, notando —sin querer— cómo los ojos de Fabián se deslizaban por el borde de su muslo. Marco le sirvió más vino. Agustina lo dejó hacer, sin quitarle la vista de encima, ni por un segundo.
—¿Y? —preguntó Agustina, con esa voz que siempre parecía esconder algo—. ¿Sienten que esto es como… una vacación clandestina?
—¿Clandestina? —dijo Marco, divertido—. Solo falta el delito.
—¿Y si ya lo estamos cometiendo? —susurró Agustina, apenas audible.
El silencio cayó como un paño húmedo sobre la mesa. Clara mordió un pedazo de pan lentamente, como si eso pudiera llenar el espacio. Fabián bebió de su copa sin apuro. Nadie respondió.
La música del parlante cambió sin que nadie lo notara. Una canción suave, en francés, empezó a sonar. Todo se volvió más lento. Más denso.
Agustina se levantó. El vestido se movía con ella, como una prolongación de su cuerpo. Caminó hacia el muelle y bajó por las escaleras hasta quedar sentada en el borde, con los pies en el agua. Marco la siguió con la mirada, fijo, sin disimular. Clara también la miró, pero lo hizo con una mezcla de admiración y angustia.
El vino le quemaba la boca del estómago. Había perdido la cuenta de cuántas copas llevaba. Se sentía flotando, pero al mismo tiempo demasiado consciente.
—Voy por hielo —dijo Fabián, parándose con una calma extraña.
Clara y Marco quedaron solos unos segundos. El murmullo de las hojas, la música suave, el chapoteo del río. Clara tragó saliva. Le temblaba apenas una mano. Buscó la de Marco debajo de la mesa y la apretó con fuerza.
—Esto va a explotar —le susurró, sin mirarlo.
Marco no respondió.
Solo le apretó los dedos.
Y eso bastó.
Agustina apareció al ratito cambiada y bañada, con un mat en cada brazo, descalza, el pelo suelto, todavía húmedo por la ducha. Llevaba un short blanco y una remera ancha sin corpiño. En la penumbra, parecía flotar.
—¿Y si hacemos algo distinto? —propuso con suavidad, pero con algo en la voz que se clavó como una uña en la piel—. Algo lento… una sesión de yoga restaurativo. Y un poco de tantra. Para relajar. Para conectar.
Marco la miró sin decir nada. Clara asintió antes de pensarlo. Fabián, ya en cuclillas, apoyaba su vaso al lado del mat.
La música que sonó desde el parlante era mínima: cuencos, respiraciones, tambores lejanos. Estaban en semicírculo, rodeados por la noche tibia del Delta. Afuera, el río quieto. Adentro, un silencio tenso.
Agustina se sentó en el centro, con la espalda recta, la mirada lenta. Se notaba en control. Se notaba peligrosa.
—Cerrá los ojos —dijo—. Dejá que el cuerpo diga lo que la mente no se atreve…
Su voz era una caricia con filo. Nadie hablaba. Nadie se atrevía.
—Sentí tu base… ahí donde guardás todo lo que no decís… todo lo que callás por miedo… por costumbre…
Clara respiró hondo. El vino todavía le quemaba en la garganta. Tenía calor. La tela del vestido liviano se le había pegado entre las piernas.
—Sentí esa energía atrapada. Ese deseo que se esconde cuando alguien entra a la habitación. Esa parte tuya que quiere tocar sin pedir permiso.
Marco tragó saliva. Tenía las palmas abiertas sobre las rodillas, pero los dedos crispados.
—Dejá que suba… ese fuego… lento… como una mano que conoce el camino… que no pregunta… solo encuentra.
Clara gimió. Apenas. Un hilo de voz. El cuerpo se le arqueó lo justo. Marco no la miró. Fabián, sí.
—Sube por tu vientre, por tu pecho… hasta el cuello… hasta la boca… esa boca que besa menos de lo que imagina…
Fabián tenía los ojos entrecerrados, el pecho agitado. Agustina lo vio, lo supo. Y siguió.
—Sentí cómo vibra eso que querés y no te animás a decir. Sentí el deseo de ese otro cuerpo… cerca… adentro…
Clara se estremeció. Los músculos le temblaban en silencio. Fue un orgasmo interno, sin escándalo. Una descarga caliente, privada, que le aflojó la mandíbula y le dejó los ojos húmedos.
—Y ahora… —dijo Agustina, bajando la voz hasta volverla suspiro—… soltá todo. Acostate sobre el mat. Dejá que el cuerpo se rinda. Nada que hacer. Nada que pensar.
Los tres obedecieron. Marco con los puños cerrados. Fabián con el pecho todavía agitado. Clara se dejó caer hacia atrás, como quien se abandona a algo inevitable.
La música seguía. Agustina los recorrió con la mirada como si los estuviera desnudando uno por uno. Después apagó las luces bajas, dejó sólo una vela encendida y se alejó en puntas de pie.
Clara, hundida en su mat, exhaló una vez más. Los párpados le pesaban. El alcohol, el calor, el temblor reciente… todo la venció.
Se durmió ahí mismo. Con una sonrisa vaga. Como quien acaba de vivir un sueño que no se atreve a contar.
Clara despertó desorientada. El cuerpo le pesaba, la boca seca, una sensación tibia y pegajosa en la piel, como si el aire se le hubiera pegado encima durante horas. La brisa nocturna apenas se filtraba por las ventanas. La tela del vestido le rozaba los pezones, endurecidos. Estaba sola sobre el mat, en el living. La casa en penumbras, envuelta en un silencio artificial, casi teatral.
Pero no era completo.
Un sonido leve, rítmico, casi imperceptible, quebraba esa calma. Como un golpeteo húmedo, acompasado. Después, un gemido ahogado, alargado, femenino.
Agustina.
Clara se incorporó despacio. El corazón empezó a latirle fuerte sin que entendiera por qué. Caminó sin hacer ruido, descalza, con los pies aún torpes por el vino. El pasillo parecía más largo de lo que era. La puerta del cuarto principal estaba entreabierta. Desde el umbral salía una luz tenue, cálida, que proyectaba sombras móviles.
Clara apoyó una mano en la pared.
Y miró.
La escena la golpeó como una ola caliente, directa en el pecho.
Marco estaba de pie al borde de la cama, completamente desnudo, el cuerpo tenso, la puja erecta y brillosa, agarrando por el pelo a Agustina, que estaba arrodillada entre sus piernas. La boca abierta, profunda, tomada por él con una entrega cruda. La mano de ella se apoyaba en el muslo, la otra le rozaba los testículos. Lo devoraba. Lo poseía con la boca. Con una voracidad perfecta. Clara nunca había visto así, quizás en algún video porno. Pero esto era real.
Marco soltó un gruñido, la retiró con delicadeza brutal y la hizo girar. Agustina se dejó hacer. Subió a la cama a cuatro patas, como si ya supiera qué venía. Él se acomodó detrás y la montó de un solo movimiento. El sonido del cuerpo al penetrarla fue húmedo y exacto. Agustina soltó un grito corto. Y empezó a empujarse hacia atrás, con las rodillas abiertas, el pelo cubriéndole la cara.
Clara sintió un cosquilleo intenso en el bajo vientre. No podía moverse.
Marco le agarró las caderas, las apretó con ambas manos. Cada embestida era más fuerte que la anterior. Las nalgas de Agustina chocaban contra él con un ritmo frenético. La lámpara de la mesa de luz proyectaba en la pared un espectáculo de sombras orgásmicas: curvas que se abrían, que se unían, que se agitaban. El cuarto era un santuario del deseo.
—Así… cogeme fuerte —susurró Agustina, ronca.
Marco la tomó del cuello y la atrajo hacia él. Desde su ángulo, Clara podía ver cómo él le mordía la espalda, cómo la lengua le recorría la piel mojada de sudor. Agustina gemía con la boca abierta, con el rostro torcido en éxtasis, sin ninguna vergüenza. Clara no podía dejar de mirar. La excitación le latía entre las piernas, en oleadas calientes, húmedas, eléctricas.
Marco la empujó contra el colchón, de espaldas, y se hundió otra vez entre sus piernas abiertas. Agustina lo abrazó con los talones clavados en su espalda. Él la embestía con fuerza. Ella no gritaba: rugía. Como si le sacaran algo ancestral. Como si cada movimiento le vaciara el alma.
—te gusta así, hija de puta—le dijo él.
—Me encanta —jadeó ella—. Me encanta que me cojas así… fuerte… déjala adentro…
Clara apretó las piernas, temblando. Se aferró al marco de la puerta. El cuerpo entero le vibraba. Estaba empapada. El corazón, desbocado. El deseo, una tormenta adentro suyo. El clímax de Agustina llegó como un relámpago: gritos entrecortados, espasmos, lágrimas en los ojos. Marco no paró. Terminó segundos después, enterrado hasta el fondo, gimiendo su descarga entre jadeos.
Silencio.
Los cuerpos quedaron abrazados, pegados, brillantes.
Clara no supo cuánto tiempo estuvo allí, congelada.
Y entonces, un roce leve en su hombro. Succión en el estómago. El sobresalto.
Se dio vuelta.
Fabián.
La miraba con una expresión serena, oscura. Sin sorpresa. Sin juicio. Solo deseo. En su mirada había fuego. Y algo más peligroso: permiso.
—Vení —dijo, apenas en un susurro—. Vamos a la otra habitación.
Ella no dijo nada.
Pero lo siguió.
YA SABEN SI COMENTAN Y DEJAN PUNTOS ME MOTIVAN A SEGUIR ESCRIBIENDO.
Parte 5
http://m.poringa.net/posts/relatos/5952679/Yoga-con-la-mami-del-jardin-5.html
2 comentarios - Yoga con la mami del jardín (4)