El fin de semana en la haciendafamiliar prometía ser tranquilo, pero desde el momento en que subí al auto conmi minifalda ajustada y el top que dejaba poco a la imaginación, supe que lascosas podrían complicarse. Mi esposo, Alejandro, conducía mientras nuestro hijoCamilo dormitaba en su sillita. Mis suegros nos seguían en otro vehículo.
—¿Seguro que quieres ir asívestida? —preguntó Alejandro sin apartar los ojos de la carretera, aunque eltono de su voz delataba más curiosidad que reproche.
—Hace calor —respondí, ajustandoel borde de la falda—. Además, no es nada que no haya usado antes.
Él sonrió, pero esa sonrisa sedesvaneció cuando llegamos y su padre, Roberto, me ayudó a bajardel auto. Sus manos callosas se cerraron un segundo de más alrededor de micintura, y su aliento caliente rozó mi oreja cuando murmuró:
—Cuidado con el escalón, mireina.

El sol de la tarde caía a plomosobre la hacienda mientras paseábamos con Camilo entre los árboles frutales.Roberto, con su camisa de lino abierta hasta el esternón, se ofreció aacompañarnos.
—¡Abuelo! —gritó Camilo,corriendo hacia él con los brazos extendidos.
Roberto lo levantó, pero en lugarde entregármelo directamente, se acercó hasta que su pecho rozó el mío.
—Tómalo, hija —dijo,y sentí el calor de sus dedos al deslizarse por mis brazos.
Camilo reía, ajeno al juego de suabuelo, pero yo notaba cómo los ojos de Roberto bajaban hasta mi escote cadavez que me inclinaba para recoger una flor o ajustar la sandalia del niño.
—Mira, mamá, ¡un pájaro! —señalóCamilo, distraído.
—Sí, cariño —respondí, sintiendola mirada de Roberto clavada en mi trasero mientras me alejaba. Era como si susojos pudieran tocar.
Roberto no siempre había sidoasí. Antes del accidente, era un hombre reservado, dedicado a su esposa, Claudia.Pero todo cambió cuando ella quedó postrada en una silla de ruedas después deuna caída en las escaleras de la casa. Diez años de cuidarla, de bañarla, devestirla... y de abstenerse.
Claudia, antes vivaz y coqueta,ahora apenas respondía a sus caricias. El médico lo llamó "traumaemocional"; Roberto lo llamaba condena.
—¿Necesitas algo, amor? —lepreguntaba todas las noches, inclinándose para besarla en la frente.
—Nada, Roberto —susurraba ella,volviendo la mirada hacia la ventana.
Y así, noche tras noche, él seretiraba al baño, donde el sonido del agua corriendo ahogaba sus gemidosahogados. A veces, cuando la frustración era demasiado, salía a correr hasta elamanecer, imaginando que sus piernas podían llevarlo lejos de esa vida.
Pero hoy no corría.
Hoy me tenía a mí.
La cena había terminado con risasy cervezas. Camilo dormía plácidamente junto a su abuela, mientras nosotros nosacomodábamos en la sala. Me senté junto a Ramiro, cruzando las piernas connaturalidad, sintiendo cómo la minifalda se deslizaba unos centímetros másarriba de mis muslos.
—"Qué buenas piernastienes, Ana..." —comentó Roberto desde el sillón frente a mí, susojos recorriéndome como si fueran dedos.
—"Felicidades hijo…" —ledijo a mi esposo, con una sonrisa que pretendía ser casual pero que escondíaalgo más oscuro.
Ramiro rió, pasando un brazo pormis hombros.
—Lo sé, papá —respondió,apretándome contra él.
Pero yo noté cómo la mirada deRoberto se clavaba en mis muslos cada vez que me levantaba a traer máscervezas. La falda se movía conmigo, revelando destellos de la tela diminutaque escondía debajo.
Cuando decidí retirarme, Ramirome detuvo con un beso y una mano que se deslizó sin pudor sobre mi trasero.
—Espérame, princesa —susurrócontra mis labios—. No tardaré.
Al subir las escaleras, sentí dospares de ojos quemándome la espalda. Volteé ligeramente antes de doblar en elpasillo: Ramiro y Roberto seguían sentados, pero ahora en completo silencio,las miradas fijas en mis piernas.
Ramiro llegó media hora después,el aliento espeso a alcohol. Sin preámbulos, arrancó mi camisón y hundió suboca en mis pechos. Sus manos eran bruscas, impacientes.
—Espera, amor —intentéprotestar, pero ya sentía sus dedos abriéndome, su lengua recorriéndome con unaurgencia inusual.
Y entonces, sin aviso, su cuerpose abalanzó sobre el mío.
—¡Ah! —gemí al sentirsu verga entrar de golpe, la sequedad haciendo que el dolor se extendiera comoun corte limpio.
Él no pareció notarlo.
—Dios, qué apretada estás —gruñó,clavándose hasta el fondo con un movimiento brusco.
Mis uñas se enterraron en suespalda. El dolor se mezcló con un placer incipiente, pero justo cuandoempezaba a mojarme, Ramiro se tensó.
—¡Mierda, Ana, no voy aaguantar!
Un gemido ronco escapó de sugarganta mientras su semen caliente llenaba mi interior. Jadeó, derrumbándosesobre mí, pero casi de inmediato rodó hacia un lado y me dio una palmada en eltrasero.
—Ahora tu culo —ordenó,la voz gruesa por el alcohol y la excitación.
Me coloqué en cuatro patas,sintiendo cómo el aceite para bebés goteaba entre mis nalgas. Sus dedos meabrieron, y luego su verga, aún húmeda de mi flujo y su semen, se abrió paso.
—Relájate —murmuró,pero sus caderas ya estaban empujando.
El dolor fue agudo, perofamiliar. Ramiro sabía cómo moverme, cómo encontrar ese punto donde la molestiase convertía en placer. Sus manos me sujetaron por las caderas, y el ritmo sevolvió constante, hipnótico.
—Así… así… —jadeaba,mientras yo arqueaba la espalda, perdida en la sensación.
Fue entonces cuando lo escuché.
Un jadeo ahogado.
No era de Ramiro.
Mis ojos se abrieron de golpe, yallí, en la puerta entreabierta, estaba Roberto.
La luz del pasillo dibujaba susilueta: hombros tensos, una mano aferrada al marco de la puerta, la otrahundida en su propio pantalón. Sus ojos, oscuros como pozos, no parpadeaban.
Me quedé paralizada.
Ramiro, ajeno, seguía empujando,sus gemidos llenando la habitación.
—Dios, Ana, tu culo esincreíble…
Roberto no se movió.
Vi cómo su respiración seaceleraba, cómo su cuerpo se estremecía al compás de los embistes de su hijo.
Y entonces, justo cuando Ramiroalcanzaba su clímax, los dedos de Roberto se cerraron con fuerza alrededor desu propia erección.
Un gruñido sofocado.
Un chorro de semen que salpicó elpiso del pasillo.
Otro.
Y otro.
Como un animal en celo, habíaestado eyaculando en silencio mientras su hijo me poseía.
Cuando Ramiro se derrumbó sobrela cama, exhausto, me acerqué a cerrar la puerta.
El pasillo estaba vacío.
Pero en el suelo, brillando bajola luz tenue, había dos charcos de semen.
Uno, cerca del umbral, fresco yespeso.
El otro, más allá, como sialguien hubiera retrocedido de golpe mientras se corría.
Y en la pared, salpicadurasblancas que trazaban el arco de una erección abandonada a su suerte.
Roberto no solo había mirado.
Había participado.
El domingo amaneció con un calorsofocante. Mientras ayudaba a mi esposo, Ramiro, a empacar para su viaje deregreso a la capital, sentí su mirada en mi espalda.
—¿Seguro que no quieres venirteconmigo? —preguntó Ramiro, abrochándose el cinturón con una sonrisa pícara—. Nome gusta dejarte aquí sola...
—Sola no estaré—respondí, ajustando la minifalda que había elegido para el día—. Además,alguien tiene que cuidar a Camilo.
Su sonrisa se desvaneció unsegundo. Quizá intuyó el doble sentido. Pero solo me dio un beso rápido en lafrente y se marchó.
Esa noche, después de acostar aCamilo y a mi suegra Claudia (que como siempre, se retiró temprano con su dosisde medicamentos), encontré a Roberto en la sala de juegos.
—¿Me das una lección de billar?—pregunté, fingiendo inocencia mientras recorría con los dedos el borde de lamesa—. Nunca he jugado.
—Claro, mi reina —respondió,su voz más ronca de lo habitual—. Pero es un juego de paciencia... y de precisión.
Se acercó por detrás de mí, supecho rozando mi espalda mientras sus manos "guiaban" las mías sobreel taco.
—Así —murmuró, su alientocaliente en mi oreja—. El secreto está en el ángulo... y en la fuerza conque golpeas.
Sus dedos"accidentalmente" rozaron mis senos al ajustar mi postura. Yo dejéescapar una risa nerviosa.
—Don Francisco, ¿así enseña atodas sus alumnas?
—Solo a las que llevan faldastan cortas —susurró, y esta vez no hubo disimulo.
Cuando me incliné para tomar miturno, sabía que mi falda se había levantado más de lo decente. Lo sentí antesde verlo: sus ojos quemándome la piel como brasas.
—Perdóname, Ana... —murmuró depronto.
Antes de que pudiera preguntar,sus manos callosas ya estaban bajo mi falda, arrancándome la tanga con unmovimiento brusco.
—¡Don Francisco! —protestédébilmente, pero mi cuerpo no se movió.
—Dios mío... —susurró él aldescubrir mi desnudez—. Eres... perfecta.
El conflicto me atravesó como uncuchillo: ¿Debía gritar? ¿Empujarlo? ¿O admitir que estaba fantaseandocon esto?
Su lengua respondió por mí.Caliente, húmeda, experta, trazando círculos en mi clítoris hastaque mis piernas temblaron.
—Ahí... —gemí,aferrándome a la mesa—. ¡Justo ahí!
Fue entonces que lo sentí: suverga, gruesa y pulsante, reemplazando sus dedos.
—¿Estás cómoda? —preguntó,sudando.
Asentí, mordiendo mi labio.
El primer empujón me arrancó ungrito ahogado. Era más grande que Ramiro. Más grande que cualquier cosaque hubiera sentido.
—Relájate... —murmuró,hundiéndose lentamente—. Déjame adorarte como mereces.
Los siguientes minutos fueron untorbellino de sensaciones:
Sus manos aferrándose a mis caderas, marcando moretones que después tendría que explicar. El sonido obsceno de nuestra piel chocando. Las bolas de billar (la 2 y la 5) que apretaba como anclas mientras el placer me arrastraba.
—¡Me vengo! —grité,sintiendo el orgasmo estallar como una ola.
Él respondió con un gruñidoanimal, clavándose hasta el fondo:
—Ana... HMMM ¡Gracias!
Su semen quemó mis entrañas,llenándome en oleadas. Cuando por fin se retiró, su verga seguía dura,brillante con nuestros fluidos.
—Perdóname, Ramiro —musité,antes de llevármela a la boca.
El sabor salado me hizo gemir. Lomasturbé con devoción, mirando cómo sus ojos se volvían blancos al venirse denuevo, esta vez sobre mis pechos.
—Esto es tuyo —dijodespués, devolviéndome la tanga arrugada.
Nos miramos, ambos jadeantes,culpables... pero satisfechos.
—Ojalá haya convertido su deseoen realidad, Don Francisco.
—Solo uno —confesó, acariciandomi mejilla—. Anoche, mientras miraba a mi hijo follarte... deseé ser él.
Su honestidad me erizó la piel.
—¿Quiere repetir la escena? —pregunté,guiándolo hacia mi habitación—. Esta vez... usted será el protagonista.
El camino hacia el dormitorio fueuna marcha de lujuria. Don Francisco me empujó contra las paredes del pasillo,sus manos gruesas hundiéndose en mis nalgas mientras su boca devoraba la mía.
—Pinche putita... desde que tevi bajar del auto con esa falda, supe que hoy me la debías— gruñó,mordiendo mi cuello.
Yo sólo reí, bajando mi mano parapalmar su verga a través del pantalón. Dios Santo. Aún dura,aún palpitando.
—¿Y mi esposo?— jadeé,rozando sus labios— ¿No le da remordimiento follar a la mujer de suhijo?
—A Ramiro le faltan huevospara darte lo que necesitas— escupió, abriendo de un tirón mi blusa— Miraestas tetas... mi hijo no merece esta carne.
El colchón crujió cuando mearrojó sobre él. Don Francisco, con sus 52 años, se movía como un toro joven.Arrancó su cinturón y dejó al aire esa verga que me hacíababear: gruesa, venosa, con el glande morado como fruta madura.
—¡No mames!— gemí alcompararla mentalmente con la de Ramiro— ¿Así de grande se la heredó ami marido?
—Ja. A él le tocó la versióninfantil— se rió, frotando su cabeza contra mi chocha empapada— Peroahorita vas a sentir la del hombre.
Y Dios sí que la sentí.
El viejo me penetró de golpe,arrancándome un alarido. Mis piernas se abrieron como puta en noche de pago,invitándolo a hundirse más.
—¡Sí! ¡Así! ¡Métemela toda,suegro!— aullé, clavándole las uñas en la espalda.
Él respondió embistiendo comoanimal en celo:
—Aquí no hay suegro... soy tumacho ahora— rugió— ¡Dime que es más grande que la de Ramiro!
—¡Mil veces más!— mentí,aunque no tanto— ¡Te la chupo mejor que a él!
Y lo demostré. En cuatro patas,mamándosela como si extrajera veneno, mientras él me azotaba las nalgas hastapintarlas de rojo.
Cuando ambos estábamos cubiertosde sudor, semen y mis fluidos, Don Francisco soltó la bomba:
—Vente a vivir aquí—jadeó, chupando mis pezones magullados— Mandamos a Claudia al asilo...a Ramiro lejos con cualquier excusa.
Yo, todavía con su leche goteandoentre mis piernas, solté una risa de zorra.
—¿Y qué gano yo?
Él sonrió, pasando un dedo por mivientre:
—Dinero. Esta hacienda. Y estaverga cada noche... A diferencia de mi hijo, yo sí te llenaré de hijos.
La proposición era pecadopuro. Pero al mirar su miembro, aún erecto y brillante, supe mirespuesta.
—Pues empiece a sembrar, donFrancisco...— susurré, guiándolo de nuevo dentro de mí— Porque estatierra ya está lista.
Y cuando empezó a bombearme denuevo, juré que en el retrato familiar, algún día, yo sería la señorade la casa.
Y cuando comenzó a bombearme denuevo, más lento pero más profundo, juré que algún día, en ese retrato familiarque colgaba sobre la chimenea del salón principal, mi rostro seríael que todos verían al entrar. Mi nombre el que susurraríanlos sirvientes. Mi sangre la que heredaría todo.
Hoy, al cruzar el portónde hierro forjado de la hacienda, lo primero que salta a la vista es miretrato, encargado a un artista italiano.

Y en un rincón del cuadro, casiborrosa, la cuna vacía que algún día ocupará mi siguientehijo... el verdadero heredero.
Sobra decir queClaudia murió "de pena" en un asilo... y que Ramiro nunca regresó pormí de ese "viaje”.
Pero esa... esa es otrahistoria.
—¿Seguro que quieres ir asívestida? —preguntó Alejandro sin apartar los ojos de la carretera, aunque eltono de su voz delataba más curiosidad que reproche.
—Hace calor —respondí, ajustandoel borde de la falda—. Además, no es nada que no haya usado antes.
Él sonrió, pero esa sonrisa sedesvaneció cuando llegamos y su padre, Roberto, me ayudó a bajardel auto. Sus manos callosas se cerraron un segundo de más alrededor de micintura, y su aliento caliente rozó mi oreja cuando murmuró:
—Cuidado con el escalón, mireina.

El sol de la tarde caía a plomosobre la hacienda mientras paseábamos con Camilo entre los árboles frutales.Roberto, con su camisa de lino abierta hasta el esternón, se ofreció aacompañarnos.
—¡Abuelo! —gritó Camilo,corriendo hacia él con los brazos extendidos.
Roberto lo levantó, pero en lugarde entregármelo directamente, se acercó hasta que su pecho rozó el mío.
—Tómalo, hija —dijo,y sentí el calor de sus dedos al deslizarse por mis brazos.
Camilo reía, ajeno al juego de suabuelo, pero yo notaba cómo los ojos de Roberto bajaban hasta mi escote cadavez que me inclinaba para recoger una flor o ajustar la sandalia del niño.
—Mira, mamá, ¡un pájaro! —señalóCamilo, distraído.
—Sí, cariño —respondí, sintiendola mirada de Roberto clavada en mi trasero mientras me alejaba. Era como si susojos pudieran tocar.
Roberto no siempre había sidoasí. Antes del accidente, era un hombre reservado, dedicado a su esposa, Claudia.Pero todo cambió cuando ella quedó postrada en una silla de ruedas después deuna caída en las escaleras de la casa. Diez años de cuidarla, de bañarla, devestirla... y de abstenerse.
Claudia, antes vivaz y coqueta,ahora apenas respondía a sus caricias. El médico lo llamó "traumaemocional"; Roberto lo llamaba condena.
—¿Necesitas algo, amor? —lepreguntaba todas las noches, inclinándose para besarla en la frente.
—Nada, Roberto —susurraba ella,volviendo la mirada hacia la ventana.
Y así, noche tras noche, él seretiraba al baño, donde el sonido del agua corriendo ahogaba sus gemidosahogados. A veces, cuando la frustración era demasiado, salía a correr hasta elamanecer, imaginando que sus piernas podían llevarlo lejos de esa vida.
Pero hoy no corría.
Hoy me tenía a mí.
La cena había terminado con risasy cervezas. Camilo dormía plácidamente junto a su abuela, mientras nosotros nosacomodábamos en la sala. Me senté junto a Ramiro, cruzando las piernas connaturalidad, sintiendo cómo la minifalda se deslizaba unos centímetros másarriba de mis muslos.
—"Qué buenas piernastienes, Ana..." —comentó Roberto desde el sillón frente a mí, susojos recorriéndome como si fueran dedos.
—"Felicidades hijo…" —ledijo a mi esposo, con una sonrisa que pretendía ser casual pero que escondíaalgo más oscuro.
Ramiro rió, pasando un brazo pormis hombros.
—Lo sé, papá —respondió,apretándome contra él.
Pero yo noté cómo la mirada deRoberto se clavaba en mis muslos cada vez que me levantaba a traer máscervezas. La falda se movía conmigo, revelando destellos de la tela diminutaque escondía debajo.
Cuando decidí retirarme, Ramirome detuvo con un beso y una mano que se deslizó sin pudor sobre mi trasero.
—Espérame, princesa —susurrócontra mis labios—. No tardaré.
Al subir las escaleras, sentí dospares de ojos quemándome la espalda. Volteé ligeramente antes de doblar en elpasillo: Ramiro y Roberto seguían sentados, pero ahora en completo silencio,las miradas fijas en mis piernas.
Ramiro llegó media hora después,el aliento espeso a alcohol. Sin preámbulos, arrancó mi camisón y hundió suboca en mis pechos. Sus manos eran bruscas, impacientes.
—Espera, amor —intentéprotestar, pero ya sentía sus dedos abriéndome, su lengua recorriéndome con unaurgencia inusual.
Y entonces, sin aviso, su cuerpose abalanzó sobre el mío.
—¡Ah! —gemí al sentirsu verga entrar de golpe, la sequedad haciendo que el dolor se extendiera comoun corte limpio.
Él no pareció notarlo.
—Dios, qué apretada estás —gruñó,clavándose hasta el fondo con un movimiento brusco.
Mis uñas se enterraron en suespalda. El dolor se mezcló con un placer incipiente, pero justo cuandoempezaba a mojarme, Ramiro se tensó.
—¡Mierda, Ana, no voy aaguantar!
Un gemido ronco escapó de sugarganta mientras su semen caliente llenaba mi interior. Jadeó, derrumbándosesobre mí, pero casi de inmediato rodó hacia un lado y me dio una palmada en eltrasero.
—Ahora tu culo —ordenó,la voz gruesa por el alcohol y la excitación.
Me coloqué en cuatro patas,sintiendo cómo el aceite para bebés goteaba entre mis nalgas. Sus dedos meabrieron, y luego su verga, aún húmeda de mi flujo y su semen, se abrió paso.
—Relájate —murmuró,pero sus caderas ya estaban empujando.
El dolor fue agudo, perofamiliar. Ramiro sabía cómo moverme, cómo encontrar ese punto donde la molestiase convertía en placer. Sus manos me sujetaron por las caderas, y el ritmo sevolvió constante, hipnótico.
—Así… así… —jadeaba,mientras yo arqueaba la espalda, perdida en la sensación.
Fue entonces cuando lo escuché.
Un jadeo ahogado.
No era de Ramiro.
Mis ojos se abrieron de golpe, yallí, en la puerta entreabierta, estaba Roberto.
La luz del pasillo dibujaba susilueta: hombros tensos, una mano aferrada al marco de la puerta, la otrahundida en su propio pantalón. Sus ojos, oscuros como pozos, no parpadeaban.
Me quedé paralizada.
Ramiro, ajeno, seguía empujando,sus gemidos llenando la habitación.
—Dios, Ana, tu culo esincreíble…
Roberto no se movió.
Vi cómo su respiración seaceleraba, cómo su cuerpo se estremecía al compás de los embistes de su hijo.
Y entonces, justo cuando Ramiroalcanzaba su clímax, los dedos de Roberto se cerraron con fuerza alrededor desu propia erección.
Un gruñido sofocado.
Un chorro de semen que salpicó elpiso del pasillo.
Otro.
Y otro.
Como un animal en celo, habíaestado eyaculando en silencio mientras su hijo me poseía.
Cuando Ramiro se derrumbó sobrela cama, exhausto, me acerqué a cerrar la puerta.
El pasillo estaba vacío.
Pero en el suelo, brillando bajola luz tenue, había dos charcos de semen.
Uno, cerca del umbral, fresco yespeso.
El otro, más allá, como sialguien hubiera retrocedido de golpe mientras se corría.
Y en la pared, salpicadurasblancas que trazaban el arco de una erección abandonada a su suerte.
Roberto no solo había mirado.
Había participado.
El domingo amaneció con un calorsofocante. Mientras ayudaba a mi esposo, Ramiro, a empacar para su viaje deregreso a la capital, sentí su mirada en mi espalda.
—¿Seguro que no quieres venirteconmigo? —preguntó Ramiro, abrochándose el cinturón con una sonrisa pícara—. Nome gusta dejarte aquí sola...
—Sola no estaré—respondí, ajustando la minifalda que había elegido para el día—. Además,alguien tiene que cuidar a Camilo.
Su sonrisa se desvaneció unsegundo. Quizá intuyó el doble sentido. Pero solo me dio un beso rápido en lafrente y se marchó.
Esa noche, después de acostar aCamilo y a mi suegra Claudia (que como siempre, se retiró temprano con su dosisde medicamentos), encontré a Roberto en la sala de juegos.
—¿Me das una lección de billar?—pregunté, fingiendo inocencia mientras recorría con los dedos el borde de lamesa—. Nunca he jugado.
—Claro, mi reina —respondió,su voz más ronca de lo habitual—. Pero es un juego de paciencia... y de precisión.
Se acercó por detrás de mí, supecho rozando mi espalda mientras sus manos "guiaban" las mías sobreel taco.
—Así —murmuró, su alientocaliente en mi oreja—. El secreto está en el ángulo... y en la fuerza conque golpeas.
Sus dedos"accidentalmente" rozaron mis senos al ajustar mi postura. Yo dejéescapar una risa nerviosa.
—Don Francisco, ¿así enseña atodas sus alumnas?
—Solo a las que llevan faldastan cortas —susurró, y esta vez no hubo disimulo.
Cuando me incliné para tomar miturno, sabía que mi falda se había levantado más de lo decente. Lo sentí antesde verlo: sus ojos quemándome la piel como brasas.
—Perdóname, Ana... —murmuró depronto.
Antes de que pudiera preguntar,sus manos callosas ya estaban bajo mi falda, arrancándome la tanga con unmovimiento brusco.
—¡Don Francisco! —protestédébilmente, pero mi cuerpo no se movió.
—Dios mío... —susurró él aldescubrir mi desnudez—. Eres... perfecta.
El conflicto me atravesó como uncuchillo: ¿Debía gritar? ¿Empujarlo? ¿O admitir que estaba fantaseandocon esto?
Su lengua respondió por mí.Caliente, húmeda, experta, trazando círculos en mi clítoris hastaque mis piernas temblaron.
—Ahí... —gemí,aferrándome a la mesa—. ¡Justo ahí!
Fue entonces que lo sentí: suverga, gruesa y pulsante, reemplazando sus dedos.
—¿Estás cómoda? —preguntó,sudando.
Asentí, mordiendo mi labio.
El primer empujón me arrancó ungrito ahogado. Era más grande que Ramiro. Más grande que cualquier cosaque hubiera sentido.
—Relájate... —murmuró,hundiéndose lentamente—. Déjame adorarte como mereces.
Los siguientes minutos fueron untorbellino de sensaciones:
Sus manos aferrándose a mis caderas, marcando moretones que después tendría que explicar. El sonido obsceno de nuestra piel chocando. Las bolas de billar (la 2 y la 5) que apretaba como anclas mientras el placer me arrastraba.
—¡Me vengo! —grité,sintiendo el orgasmo estallar como una ola.
Él respondió con un gruñidoanimal, clavándose hasta el fondo:
—Ana... HMMM ¡Gracias!
Su semen quemó mis entrañas,llenándome en oleadas. Cuando por fin se retiró, su verga seguía dura,brillante con nuestros fluidos.
—Perdóname, Ramiro —musité,antes de llevármela a la boca.
El sabor salado me hizo gemir. Lomasturbé con devoción, mirando cómo sus ojos se volvían blancos al venirse denuevo, esta vez sobre mis pechos.
—Esto es tuyo —dijodespués, devolviéndome la tanga arrugada.
Nos miramos, ambos jadeantes,culpables... pero satisfechos.
—Ojalá haya convertido su deseoen realidad, Don Francisco.
—Solo uno —confesó, acariciandomi mejilla—. Anoche, mientras miraba a mi hijo follarte... deseé ser él.
Su honestidad me erizó la piel.
—¿Quiere repetir la escena? —pregunté,guiándolo hacia mi habitación—. Esta vez... usted será el protagonista.
El camino hacia el dormitorio fueuna marcha de lujuria. Don Francisco me empujó contra las paredes del pasillo,sus manos gruesas hundiéndose en mis nalgas mientras su boca devoraba la mía.
—Pinche putita... desde que tevi bajar del auto con esa falda, supe que hoy me la debías— gruñó,mordiendo mi cuello.
Yo sólo reí, bajando mi mano parapalmar su verga a través del pantalón. Dios Santo. Aún dura,aún palpitando.
—¿Y mi esposo?— jadeé,rozando sus labios— ¿No le da remordimiento follar a la mujer de suhijo?
—A Ramiro le faltan huevospara darte lo que necesitas— escupió, abriendo de un tirón mi blusa— Miraestas tetas... mi hijo no merece esta carne.
El colchón crujió cuando mearrojó sobre él. Don Francisco, con sus 52 años, se movía como un toro joven.Arrancó su cinturón y dejó al aire esa verga que me hacíababear: gruesa, venosa, con el glande morado como fruta madura.
—¡No mames!— gemí alcompararla mentalmente con la de Ramiro— ¿Así de grande se la heredó ami marido?
—Ja. A él le tocó la versióninfantil— se rió, frotando su cabeza contra mi chocha empapada— Peroahorita vas a sentir la del hombre.
Y Dios sí que la sentí.
El viejo me penetró de golpe,arrancándome un alarido. Mis piernas se abrieron como puta en noche de pago,invitándolo a hundirse más.
—¡Sí! ¡Así! ¡Métemela toda,suegro!— aullé, clavándole las uñas en la espalda.
Él respondió embistiendo comoanimal en celo:
—Aquí no hay suegro... soy tumacho ahora— rugió— ¡Dime que es más grande que la de Ramiro!
—¡Mil veces más!— mentí,aunque no tanto— ¡Te la chupo mejor que a él!
Y lo demostré. En cuatro patas,mamándosela como si extrajera veneno, mientras él me azotaba las nalgas hastapintarlas de rojo.
Cuando ambos estábamos cubiertosde sudor, semen y mis fluidos, Don Francisco soltó la bomba:
—Vente a vivir aquí—jadeó, chupando mis pezones magullados— Mandamos a Claudia al asilo...a Ramiro lejos con cualquier excusa.
Yo, todavía con su leche goteandoentre mis piernas, solté una risa de zorra.
—¿Y qué gano yo?
Él sonrió, pasando un dedo por mivientre:
—Dinero. Esta hacienda. Y estaverga cada noche... A diferencia de mi hijo, yo sí te llenaré de hijos.
La proposición era pecadopuro. Pero al mirar su miembro, aún erecto y brillante, supe mirespuesta.
—Pues empiece a sembrar, donFrancisco...— susurré, guiándolo de nuevo dentro de mí— Porque estatierra ya está lista.
Y cuando empezó a bombearme denuevo, juré que en el retrato familiar, algún día, yo sería la señorade la casa.
Y cuando comenzó a bombearme denuevo, más lento pero más profundo, juré que algún día, en ese retrato familiarque colgaba sobre la chimenea del salón principal, mi rostro seríael que todos verían al entrar. Mi nombre el que susurraríanlos sirvientes. Mi sangre la que heredaría todo.
Hoy, al cruzar el portónde hierro forjado de la hacienda, lo primero que salta a la vista es miretrato, encargado a un artista italiano.

Y en un rincón del cuadro, casiborrosa, la cuna vacía que algún día ocupará mi siguientehijo... el verdadero heredero.
Sobra decir queClaudia murió "de pena" en un asilo... y que Ramiro nunca regresó pormí de ese "viaje”.
Pero esa... esa es otrahistoria.
1 comentarios - La nuera que jugó al billar con el suegro