
Es Diego! —susurró Elena, el pánico encendiéndose en su pecho.
Ambos se miraron por un segundo, desnudos, envueltos en el aroma tibio de su amor prohibido. Andrés reaccionó primero: recogió su ropa a toda prisa mientras Elena se envolvía torpemente en la sábana.
—Ve al baño —le indicó en un susurro urgente, señalando la puerta contigua de su habitación.
Andrés obedeció, pero antes de entrar, se detuvo un instante, acercándose a ella. La tomó por la nuca y la besó con fuerza, un beso cargado de deseo insatisfecho y urgencia. Un beso que le dejó el corazón tamborileando en el pecho cuando se escondió tras la puerta.

Elena apenas logró alisar su cabello y deslizarse un vestido sobre la piel aún temblorosa cuando escuchó la voz de su hijo en la sala.
—¡Mamá, ya llegué! ¿Dónde estás?
—¡En mi cuarto! —respondió ella, esforzándose por sonar casual, aunque sus piernas apenas la sostenían.
Diego apareció en la puerta con su mochila colgando de un hombro, lanzándole una sonrisa despreocupada.
Elena se obligó a sonreír también, rezando por que su rostro no delatara la tempestad que la agitaba por dentro.
Conversaron unos minutos. Diego, como siempre, distraído con su teléfono, sin sospechar nada.
Desde el baño, Andrés podía oír cada palabra, cada movimiento. La adrenalina hervía en sus venas: el peligro, el deseo inconcluso, el eco de los gemidos que aún resonaban en su mente.
Y Elena… sentía su cuerpo aún vibrando, su intimidad palpitando en un anhelo imposible de apagar. La sola idea de que Andrés estaba desnudo, a solo metros de ella, escondido, la hacía estremecerse de un modo inconfesable.
Un susurro en su oído la hizo cerrar los ojos: era el recuerdo de su voz, la promesa implícita en su último beso.
Finalmente, Diego anunció que saldría de nuevo. Apenas escucharon el clic de la puerta principal, Andrés emergió del baño.
La miró fijamente, como un lobo que olfateara el peligro... y el premio.
Elena no dijo una palabra.
Tampoco él.
En un parpadeo, Andrés la acorraló contra la pared, sus labios reclamando los suyos, sus manos deslizándose bajo el vestido improvisado.
Esta vez, el encuentro fue salvaje, urgente, alimentado por la adrenalina, por el temor a ser descubiertos, por el deseo que no había sido satisfecho del todo.

La puerta aún se tambaleaba en su marco cuando Andrés volvió a tomarla.
Esta vez no hubo dulzura, ni palabras. Solo necesidad.
Elena apenas alcanzó a soltar un gemido ahogado cuando Andrés la empujó suavemente contra la pared, atrapándola entre sus brazos.
Su cuerpo duro contra el de ella, la mano firme en su cadera, la respiración acelerada chocando contra su oído.
—Tanto tiempo reprimiéndonos… —murmuró, su voz ronca, casi animal.
Elena sintió cómo la fuerza contenida en él vibraba en cada caricia que no era suave, sino exigente. Andrés la alzó de un solo movimiento, haciéndola rodearlo con las piernas, la espalda apretada contra la pared fría.
La fricción de sus cuerpos, la presión, el peligro... todo se mezclaba en un cóctel intoxicante.

Su vestido subió hasta su cintura con un tirón desesperado.
Andrés buscó su piel desnuda, sus dedos rudos, urgentes, deslizándose entre sus muslos ya humedecidos por la expectativa.
Elena ahogó un jadeo, mordiéndose el labio, sintiendo cómo el placer punzaba en su vientre con cada roce.
—Dime que me quieres —susurró Andrés, su boca besando su cuello, su clavícula, marcándola como si quisiera dejar constancia de que era suya.
—Te quiero… —logró susurrar Elena, temblando entre sus brazos.
Sin esperar más, él la penetró con un solo movimiento firme, haciéndola arquear la espalda y enterrar las uñas en sus hombros.

El sonido de sus cuerpos chocando llenó la habitación, mientras Andrés la embestía contra la pared, una y otra vez, cada vez más profundo, más salvaje.
Era deseo crudo, prohibido, desatado sin pudor.
Los gemidos de Elena, entrecortados, escapaban de su garganta, mezclándose con los gruñidos contenidos de Andrés, con el golpe sordo de la madera, con la respiración pesada que parecía devorar el aire mismo.
Era oscuro.
Era peligroso.
Era tan intenso que dolía... y al mismo tiempo era glorioso.
Él la amaba con fuerza, sin freno, hasta que Elena sintió cómo su cuerpo explotaba en mil fragmentos, el orgasmo arrollándola como una ola salvaje.
Andrés la siguió, hundiéndose en ella una última vez, estremeciéndose, jadeando su nombre contra su piel.
Cuando terminaron, permanecieron abrazados, sudorosos, temblando, sus corazones golpeando desbocados en sus pechos.
Elena sabía que habían cruzado un umbral del que ya no podrían volver.
Sabía que eso que había entre ellos no era simplemente deseo: era algo más profundo, más peligroso… algo que los consumiría si no tenían cuidado.

Cuando terminaron, permanecieron abrazados, sudorosos, temblando, sus corazones golpeando desbocados en sus pechos.
Elena sabía que habían cruzado un umbral del que ya no podrían volver.
Sabía que eso que había entre ellos no era simplemente deseo: era algo más profundo, más peligroso… algo que los consumiría si no tenían cuidado.
Pero en ese momento, no le importaba.
Porque por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva.
Y aunque el precio fuera el infierno mismo... estaba dispuesta a pagarlo.

Hasta aquí está parte espero que les haya gustado
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