POSESIÓN PROHIBIDA
El aire olía a café recién hechoy a hierbas aromáticas cuando María, de veinte años, se movía entrela cocina y el comedor con esa gracia natural que hacía que hasta el gesto mássencillo —como recoger un mechón rubio que se le escapaba detrás de la oreja—se convirtiera en un espectáculo. Su cabello largo, del color del trigo maduro,caía en ondas sedosas sobre sus hombros, acariciando la piel suave de suescote. Llevaba un vestido ceñido que dibujaba sus curvas sin esfuerzo, y suscaderas se balanceaban con cada paso, como si bailaran al ritmo de una músicaque solo ella escuchaba.
En la mesa, su esposo, Manuel—"Chema"—, de veintiún años, jugueteaba nervioso con suservilleta. Era un hombre delgado, de facciones comunes, con una sonrisa tímidaque rara vez se convertía en carcajada. Sus ojos, aunque cariñosos, carecían deesa chispa de seguridad que tanto atraía a María en otros hombres. Chemano era feo, pero tampoco destacaba. Era… cómodo. Predecible. Y enalgún momento, eso había sido suficiente.
Hasta que llegó Iván.
Chema lo había presentadocomo "mi amigo del gimnasio", pero desde el primermomento, María supo que Iván no era como los demás. Con apenasdieciocho años, el muchacho irradiaba una confianza que hacía que los demáshombres parecieran adolescentes torpes. Más alto que Chema, con hombrosanchos y un torso cincelado —producto de años de lucha grecorromana ydisciplina férrea—, Iván se movía con la elegancia de un depredador conscientede su poder. Su cabello oscuro, siempre ligeramente despeinado, contrastaba consus ojos claros, penetrantes, que parecían ver más de lo que decían.
—"María, este es Iván. Ledije que probara tus enchiladas, dice que las de su mamá son las mejores, peroya verá", dijo Chema, orgulloso de su esposa aunque sin notar cómo lamirada de Iván ya recorría el cuerpo de ella con una intensidad que nodisimulaba del todo.
—"Con ese halago, ahorasí que me pones presión", respondió María, riendo, pero notando cómosu pulso se aceleraba cuando Iván le tomó la mano para saludarla. Susdedos eran callosos, fuertes, y la presión de su agarre fue firme, deliberada.
—"Chema no para de hablarde ti", dijo Iván, soltándole la mano lentamente, como si no quisieradejar ir el contacto. —"Ahora entiendo por qué."
El comentario fue inofensivo,pero la manera en que sus ojos se clavaron en los de ella lo convirtió en algomás. Algo peligroso.
Durante la cena, María no pudoevitar compararlos. Chema, hablando con entusiasmo pero sin gracia,contando historias que Iván escuchaba con una sonrisa indulgente. Iván,en cambio, no necesitaba palabras para llamar la atención. Su posturarelajada pero dominante, sus brazos flexionados sobre la mesa haciendo que lasmangas de su camiseta se tensaran sobre sus bíceps. Cada vez que reía,una vena marcada se dibujaba en su cuello, y María se sorprendía imaginandocómo se sentiría pasar los labios por ahí.
—"¿Quieres másagua?", le preguntó ella en un momento, tratando de disimular eltemblor en su voz.
—"Sí, por favor",respondió Iván, y cuando ella se inclinó para servirle, él no apartó lamirada de su escote. No con lujuria burda, sino con un interéscalculado, como si supiera exactamente el efecto que tenía en ella.
María sintió un calorrepentino entre las piernas y, al mismo tiempo, un golpe deculpa. ¿Qué demonios le pasaba? Era la esposa de Chema. Élla amaba, la cuidaba, jamás la miraría con desconfianza… pero tampoco con elfuego con el que Iván lo hacía ahora.
Y lo peor de todo: a ellale gustaba.
Esa noche, después de que Iván sedespidiera con un "hasta pronto" cargado de promesasno dichas, María se quedó mirando a Chema mientras él se cepillaba losdientes, inconsciente del huracán de deseo que acababa de entrar en sumatrimonio.
—"Iván es buen chico,¿no?", comentó Chema, escupiendo la pasta.
María asintió, pero en su mentesolo repetía una pregunta:
¿Cuánto tiempo pasará antes deque vuelva a verlo? El supermercadoestaba casi vacío cuando María, con el carrito a medio llenar, se detuvo frentea la sección de vinos, indecisa. Chema le había pedido que comprara una botellabarata para una cena aburrida con sus compañeros de trabajo, pero ella, distraída,pasaba los dedos por las etiquetas de cristal sin prestarles atención.
—"Esa no. Es ácida. Túmereces algo más dulce."
La voz, grave y cercana, leerizó la piel antes incluso de girarse. Iván estaba ahí, apoyadocontra el estante con una sonrisa que no pretendía ser casual. Llevaba unacamiseta negra ajustada que dejaba ver cada músculo de su torso, y unos jeansque hacían poco por disimular su confianza.
—"¿Siempre aparecesdonde menos te espero?", preguntó María, tratando de sonardespreocupada, aunque el rubor en sus mejillas la traicionaba.
—"Solo soy buenoencontrando lo que quiero", respondió él, tomando una botella de tintoreserva y pasándole los dedos por el cuello antes de entregársela. —"Pruebaesta. Te va a gustar."
María tragó saliva. Nohablaba del vino.
Cuando salieron del supermercado,la lluvia comenzaba a caer en gruesas gotas. María maldijo mentalmente haberido caminando.
—"Mi auto está aquí",dijo Iván señalando un Audi negro deportivo, lustroso bajo latormenta. —"Te llevo."
Ella debió decir que no. Debióllamar a Chema. Pero el auto, elegante y potente como el hombre que loconducía, era un símbolo de todo lo que su esposo no era: peligroso,sofisticado, excitante.
—"Solo si no tedesvías", murmuró, subiendo al coche.
El interior olía a cuero nuevo ya la colonia amaderada de Iván. El motor rugió al arrancar, yMaría sintió el empuje del asiento contra su espalda, como si el vehículo mismola empujara hacia lo inevitable.
—"¿Siempre conduces asíde rápido?", preguntó, aferrándose al descansabrazos.
Iván ladeó la cabeza, susojos brillando con malicia.
—"Depende. ¿Siempre tesonrojas así cuando estás nerviosa?"
María no respondió. En lugar deeso, apretó los muslos cuando el auto tomó una curva cerrada,sintiendo cómo el calor se acumulaba entre ellos.
Esa misma noche, Chema intentóseducirla.
Fue torpe, como siempre. Besosapresurados, manos que titubeaban antes de tocar. María cerró losojos, tratando de concentrarse, pero en su mente solo veía a Iván: suslabios firmes, sus manos seguras recorriendo su cuerpo sin pedir permiso.
—"Hoy estás...distinta", murmuró Chema, deslizando una mano bajo su camisón.
María contuvo un gemido. Porqueno era la caricia de Chema lo que la hacía mojarse, sino la imagen de Iváninclinándose sobre ella en ese Audi, sus dedos callosos deslizándose bajo sufalda...
—"Es que estoycansada", mintió, dándose la vuelta.
Chema, ingenuo y devoto,la abrazó por detrás y pronto se durmió. María, en cambio, pasó la noche conlos ojos abiertos, ardiendo en silencio.
María se miraba en el espejo delbaño, las yemas de sus dedos recorriendo su propio cuello como si buscara lashuellas de unas manos que no habían llegado a tocarla. Pero lasimaginaba. Grandes, masculinas, con la fuerza justa para sujetarla sinlastimarla. Las manos de Iván.
—"Jamás podría serleinfiel a Chema", se repitió, como un mantra.
Pero la voz en su cabeza, esa quehabía empezado a sonar más fuerte desde que Iván apareció en su vida, lesusurró:
—"¿Y si no fuerainfidelidad? ¿Y si él lo supiera?"
La idea era absurda, losabía. Chema jamás aceptaría compartirla. Era un hombretradicional, inseguro, que la amaba con una devoción casi infantil. Pero ahíestaba el detalle: ¿era amor lo que sentía por ella, o miedo a quedarsesolo?
María cerró los ojos y recordó lanoche anterior, cuando Chema intentó hacer el amor con ella.
—"¿Te gusta?",le había preguntado él, moviéndose con esa torpeza que antes le resultabaentrañable.
Ella había asentido, fingiendo ungemido, pero en su mente solo veía a Iván: su sonrisa desafiante,sus brazos fuertes inmovilizándola contra una pared, su voz áspera en su oídodiciéndole "así es como se hace".
—"Dios, qué estoypensando", murmuró ahora, avergonzada.
Pero el cuerpo no mentía. Entresus piernas, un pulso húmedo la traicionaba.
María siempre se habíaconsiderado una mujer práctica. Se casó con Chema porque eraseguro, porque no la asustaba con dramas ni infidelidades como sus ex. Peroahora entendía que la seguridad tenía un precio: la monotonía.
Iván, en cambio, era todoriesgo. Cada mirada suya era una promesa de pecado, cada palabra, un juegoal que ella no sabía si quería ganar o perder.
—"Si al menos Chema fueramás…", empezó a pensar, pero se detuvo.
¿Más qué? ¿Más como Iván? ¿Másseguro, más apasionado, más… hombre?
Eso sería pedirle que fuera otrapersona. Y si Chema cambiara, ¿seguiría amándolo, o solo lo quería porlo que él podía darle?
Lo que más la aterraba no era laculpa. Era la posibilidad de que, si cedía, descubriera que en el fondonunca había amado a Chema. Que se había casado por comodidad, pormiedo a la soledad, por seguir un guión que la sociedad le había dado.
—"Pero Iván…"
Iván no era un hombre para amar.Era fuego, y el fuego solo duraba lo que tardaba en consumir todo asu paso.
¿Estaba dispuesta a quemarse?
María respiró hondo y tomó unadecisión.
Si algo pasaba con Iván, Chematendría que saberlo. No después. No como una confesiónllorosa, sino como un acuerdo.
Era una locura. Chemajamás aceptaría. Pero al menos, si ella lo intentaba, no estaríatraicionándolo. Solo estaría siendo honesta.
Y si él la dejaba por eso…
—"Quizá es lo quenecesitamos los dos", pensó, mirando su reflejo una última vez antesde salir del baño.
1 semana después:
La velada había comenzado comocualquier otra. Chema, entusiasmado por celebrar su ascenso en el trabajo, sacóuna botella de tequila que guardaba para ocasiones especiales. "¡Hoybrindamos por mí!", anunció con una sonrisa torpe que delataba suinseguridad incluso en su propio triunfo.
María rió, sirviendo las rondascon elegancia. Sus dedos rozaron el vaso de Iván un segundo más de lonecesario cuando le pasó su trago. Él no apartó la mirada—ladesafió.
—"¿Siempre sirves tandespacio?", murmuró Iván, tomando el vaso. Su voz, baja para que Chemano escuchara, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda a María.
—"Solo cuando quieroasegurarme de que… se disfrute cada sorbo", respondió ella,desafiante.
Chema, ajeno al juego,brindó torpemente. —"¡Por los tres!"
Con cada trago, Chema se volviómás ruidoso, más torpe. Su risa era estridente, sus chistes malos, susmovimientos exagerados. Mientras él intentaba contar una anécdotalaboral, Iván y María intercambiaron miradas cómplices.
—"Tu esposo bebe comocolegiala", comentó Iván, fingiendo ajustar su servilleta mientras supierna presionaba la de María bajo la mesa.
Ella no la retiró.
—"Es inofensivo",dijo María, bebiendo de su copa. —"A diferencia de ti."
Iván sonrió, lento,peligroso. —"¿Te gusta que sea peligroso?"
Chema, que había estadotambaleándose hacia la cocina por más hielo, regresó en ese momento. —"¡Oye,no me dejen fuera de la conversación!"
María se recostó en el sillón,fingiendo normalidad. Pero su pulso acelerado y sus mejillas encendidasno eran solo por el alcohol.
Para cuando Chema empezó a hablararrastrando las palabras, ya estaba claro que la noche había terminadopara él.
—"María… eres la mejoresposa del mundo", farfulló, abrazándola con torpeza antes dedesplomarse en el sofá, roncando en cuestión de minutos.
Iván y María se quedaron solos enel silencio. La tensión era palpable, eléctrica.
—"Deberíasacostarlo", dijo Iván, pero no se movió. Sus ojos recorrieronsu cuerpo como si ya la estuviera desvistiendo.
María asintió, pero cuando seinclinó para sacudir a Chema, el escote de su blusa se abrió levemente. Iváncontuvo un gruñido.
Fue entonces cuando ambossupieron que esto ya no era un juego.
El ronquido irregular de Chemallenaba la sala. María se había quedado inmóvil, observando cómo el pecho de suesposo subía y bajaba con pesadez, la boca entreabierta, totalmente ajenoal mundo.
Iván no había esperadopermiso.
Con un paso firme, la cerrócontra la pared del vestíbulo, tan cerca que el calor de su cuerpo la envolvióantes incluso de tocarla. —"Ya no aguanto más", respiró contrasus labios, y entonces—
—el mundo estalló.
Sus bocas se encontraron con unaurgencia animal. Iván no besó—devoró. Una mano se enredó en su pelorubio, tirando con justo la fuerza necesaria para hacerla arquearse. La otrapalma se aplanó contra la pared a un lado de su cabeza, encerrándola. Maríajadeó, y él aprovechó para profundizar el beso, su lengua saboreando cadarincón de su boca como si memorizara su sabor. Tequila, menta y algoúnicamente suyo.
Ella lo sintió todo:
La textura áspera de su barba rozándole la piel demasiado suave. Su torso duro aplastando sus pechos, cada músculo definido incluso a través de la ropa. Y lo más peligroso: la evidente y gruesa erección que presionaba contra su vientre, dejando claro que esto no terminaría con un simple beso.Veinte segundos.
Treinta.
Una eternidad.
Cuando Iván finalmente la soltó,María temblaba. Sus labios estaban hinchados, su respiracióndescontrolada. —"No… no podemos", murmuró, pero su vozsonó quebrada, falsa incluso para sus propios oídos.
Iván sonrió, un destellode dientes blancos y orgullo masculino en la penumbra.
—"Claro que no", mintió, limpiando con el pulgar su rímelcorrido. —"Por eso lo harás de nuevo."
Esa noche, María cerró la puertatras él con manos temblorosas. Chema seguía roncando en el sofá,inocente, confiado.
"Debo contarle",pensó.
"Nunca lo sabrá",decidió.
Cada visita de Iván era unabatalla perdida antes de comenzar.
María lo sabía. Serepetía a sí misma, con los nudillos blancos aferrados al borde del lavaboantes de salir del baño: "Esta vez no. Esta vez me alejo. No voy amirarlo. No voy a sonreírle."
Pero Iván siempre ganaba.
Y así fue que llegó el segundobeso…
Chema había ido por más hielo.María, lavando copas, sintió el calor de un cuerpo detrás de ella antes de oírsu voz:
—"Te quedó mal eldelantal."
Iván tiró del lazo atado a sucintura, girándola como un trompo hasta tenerla contra la nevera. Suboca la silenció antes de que pudiera protestar. Este beso fue máshúmedo, más sucio, su lengua dibujando promesas obscenas mientras una manole apretaba la cadera y la otra se deslizaba bajo su blusa.
"¡No aquí!",quiso gritar, pero en lugar de eso arqueó la espalda, permitiendoque sus dedos callosos encontraran el laceado de su sostén.
Chema regresó en esemomento. —"¿En qué quedamos, rojo o blanco?"
Iván se separó con lentituddeliberada, dejándola jadeando contra los electrodomésticos.
—"Blanco",respondió él, mirándola a ella, no a su esposo. —"Definitivamenteblanco."
Y así llegó el tercer beso…
El Cumpleaños de Chema (ElRegalo que Nunca Vio)
María había planeado evitarlo. Sesentó al otro extremo de la mesa, usó a Chema como escudo humano, bebió soloagua.
Iván esperó.
Cuando Chema, ebrio de cerveza yfelicidad, se durmió con la cabeza sobre la mesa, fue cuestión desegundos.
La arrastró al balcón. Esta vezno hubo beso lento. La mordió. Sus dientes en su labioinferior, sus manos ya no explorando sino reclamando—una en sunuca, la otra hundiéndose en el muslo bajo su vestido.
—"Párate depuntitas", ordenó contra su boca. Cuando ella obedeció, suentrepierna quedó alineada con su rodilla. El roce fue mínimo, perosuficiente para que un gemido le escapara.
—"¡María? ¿Dóndeestás?", la voz de Chema, adormilada, desde el comedor.
Iván la soltó. No corrió.
—"En el balcón, cariño.Sólo… tomando aire."
Su voz sonó demasiadoronca, demasiado culpable.
Y luego el cuarto beso:
"Si nos sentamos en sofásseparados, no pasará nada", pensó.
Iván se acomodó en el piso, apoyadocontra sus piernas.
Chema, entre ambos, nonotó cuando los dedos de Iván treparon por su pantalón como arañas.
Hasta que no hubopantalón que trepar.
Bajo el cobertor compartido, sumano encontró su muslo desnudo. María casi salta. Él escribió con undedo sobre su piel:
*T-U-Y-A*
Cuando Chema fue al baño, Iván latumbó sobre los cojines. Este beso fue silencioso pero brutal, suboca sellando los jadeos que ella no podía controlar. Su mano ya noacariciaba—penetraba, dos dedos moviéndose con precisión militar mientrasella mordía su propio puño para no gritar.
El sonido del inodorodescargándose los separó.
—"¿Te gustó lapelícula?", preguntó Chema al regresar.
María no pudo responder. Sucuerpo aún vibraba.
Y finalmente el quinto:
Fue cuando Iván la atrapó en elrellano de la escalera, su cuerpo una jaula de músculo y deseo.
—"Ya jugamossuficiente", gruñó, mordiendo su cuello como si quisiera dejarmarca. —"La próxima vez, te desnudo."
Sus manos no preguntaron. Lelevantó la falda, encontró la tira de su tanga, la rompió con un tirón.
El sonido de la telarasgándose fue el de su moral desvaneciéndose.
Chema llamó desde abajo: —"¡Iván!¿Te quedaste?"
—"Ya voy",respondió él, pero no antes de pasar un dedo por su centro empapado y pintarlelos labios con su propio arousal. —"Para que recuerdes por qué nopuedes decirme que no."
Un mes después:
Iván no había ido a esa cena parabeber. Había ido a cazar.
Con cada trago que servía, concada brindis fingido, vigilaba cómo el rostro de Chema se enrojecía, cómo suspalabras se embarraban, cómo sus párpados pesaban. Hasta que,finalmente, el esposo de María se desplomó sobre la mesa, inconsciente,intoxicado, derrotado.
María se levantó rápidamente,limpiándose las manos en el delantal.
—"Deberíamos llevarlo ala cama", murmuró, evitando la mirada de Iván.
Pero él ya estaba detrás deella. Sus brazos la envolvieron como cadenas, su aliento caliente en suoído.
—"No."
Esa sola palabra la paralizó.
Iván la giró bruscamente,aplastándola contra la pared. Sus labios no buscaron permiso—exigieronsumisión. María trató de resistir, de recordar quién era, qué estabahaciendo.
—"No, Iván… por favor… yonunca le he sido infiel… es tu amigo, es mi esposo… ¡razona!", suplicóentre besos robados.
Pero Iván no era hombrede razones.
Sus manos ya recorrían su cuerpocon familiaridad, desabrochando, arrancando, descubriendo. Lablusa de María cedió bajo sus dedos, los botones saltando como lágrimas detela. Su sostén siguió, sus pechos libres ahora, expuestos al aire y ala mirada devoradora de Iván.
—"Mírame",ordenó, mientras sus dedos pellizcaban sus pezones hasta hacerla gemir.
María obedeció, sus ojosvidriosos, su respiración entrecortada.
Y entonces lo vio.
Iván se bajó lospantalones, y ahí, liberada, surgió la bestia.
María nunca había vistoalgo así. No en películas, no en revistas, ni siquiera en susfantasías más oscuras.
Una verga gruesa, larga,palpitante. Venas que serpenteaban como cables bajo la piel, el glandehinchado y brillante de precum. Era obscena. Era magnífica.
—"Tócame", gruñóIván.
Ella, como en trance,extendió una mano temblorosa. Apenas podía cerrar los dedos alrededorde aquel tronco ardiente.
—"Ahora, chúpame."
María se arrodilló, susrodillas contra el frío piso de la cocina.
Comenzó con la punta, lengüeteandoel precum como néctar. Iván gruñó, sus manos enredándose en su pelo.
—"Más."
Ella obedeció, deslizandosus labios por la longitud de aquel monstruo. Desde la base hasta lapunta, una y otra vez, saboreando cada centímetro.
—"Como pirulí,puta."
Y ella lo hizo. Su lenguagiró alrededor del glande, luego descendió en espirales, lamiendo, chupando,adorando.
Iván no era paciente. Leempujó la cabeza hacia adelante, ahogándola con su gruesa carne.
—"Así… así… traga."
María tosió, lagrimeó,pero no se detuvo. Sus labios, ahora expertos, aprendieron amanejar aquel monstruo.
10 minutos.
15.
20.
Hasta que, finalmente, Ivánrugió.
—"¡Ahora, perra,ahora!"
Y entonces explotó.
Ríos de semen espeso, caliente,salado, inundaron su boca. María tragó, ahogándose en suesencia, hasta que no quedó nada.
Ella se levantó, tambaleándose, limpiándoselos labios con el dorso de la mano.
—"Ya… ya terminamos",jadeó.
Pero Iván no estaba cercade terminar.
La agarró de la muñeca, susojos brillando con pura lujuria animal.
—"Aún no, preciosa… estoacaba de comenzar."
—"No... Iván, ¡basta!¡Soy una mujer casada!" —gritó, empujando su pecho con manos queya no tenían fuerza.
Pero él no escuchó. O noquiso.
Con un gruñido animal, Iván lalevantó como si pesara nada, sus muslos gruesos aplastándose contra suscaderas. Era fuerte, demasiado fuerte. María sintió el mundodar vueltas cuando su espalda chocó contra la pared, el impacto sacudiéndolelos huesos.
—"¡Iván, por favor!¡Párate! ¡Chema podría—!"
Un sonido gutural le cortó elaliento. El roce brutal de su entrepierna contra la suya, el calor, eltamaño... Dios, el tamaño.
—"¿Así le gritas a tumarido?" —rugió Iván, sus manos agarrando sus nalgas con fuerza,hundiendo los dedos en su carne— "¿Así le pides que pare?"
María sintió el aire escaparse desus pulmones cuando él la empujó más fuerte contra la pared. Yentonces... lo sintió.
Duro. Implacable. Dueño.
—"¡NOO—!"
Un empujón brutal, y su gruesaverga la abrió en dos.
María gritó, un sonido rasgado,desgarrado, mitad dolor, mitad éxtasis. Sus uñas se clavaron en sushombros, buscando anclarse, pero él no se detuvo.
—"¡Así! ¡Así se siente miverga, puta! ¡Así se siente un hombre de verdad!" —Iván laembistió con furia, cada embestida una conquista, cada gemido suyo unavictoria— "¡Dime que no lo quieres! ¡DIME QUE ME ODIAAS!"
Pero María ya no podía mentir.
Su cuerpo la traicionó,arqueándose hacia él, sus piernas apretando su cintura como si temieran que sefuera. El dolor se mezclaba con un placer tan intenso que la mareaba.
—"¡Iván! ¡Dios, Iván!¡Más... más duro!" —aulló, su voz quebrada, su resistencia hechaañicos.
Él rió, un sonido oscuro,triunfal.
—"Sí... así. Grita. Gritacomo la perra que eres." —sus manos se cerraron en su pelo,tirando hacia atrás para exponer su cuello— "Ahora le perteneces aun hombre. Ahora... ¡ERES MÍA!"
Y María lo supo.
Lo supo cuando sus ojos sellenaron de lágrimas.
Lo supo cuando su cuerpocomenzó a convulsionar, una ola de placer quemándola viva.
Lo supo cuando, al final, enlugar de su nombre... gritó el de él.
Chema nunca la había hechogritar así.
Pero esto no terminaba aún.
Iván, como un sementalenloquecido, no estaba satisfecho. Sus manos la agarraron de las caderas confuerza bruta, levantándola del suelo como si fuera un juguete. María apenastuvo tiempo de tragar aire antes de sentir cómo la arrastraba —sin piedad,sin contemplaciones— hacia el comedor.
—"¡No! ¡Aquí no, Iván,por favor! ¡Chema está—!"
—"Sí, ahí está", lecortó él, la voz ronca, los ojos brillando con una mezcla de lujuria ydominio. "Deja que escuche cómo su esposa gime por otro hombre."
La mesa delcomedor, elegante, impecable, se convulsionó cuando Iván la dobló sobreella. Su pecho aplastado contra la madera pulida, sus manos buscandodesesperadamente algo a qué aferrarse mientras él le arrancaba lo que quedabade su ropa interior.
—"Míralo." Letorció el cuello, forzándola a ver a Chema, dormido, borracho,inconsciente, hundido en el sofá a solo metros de distancia. "Míraloy dime que no quieres esto."
María no pudo responder.
Porque en esemomento, Iván la empaló de nuevo.
Más profundo. Más bestial.
—"¡AAAAH—!"
Los platos temblaron, loscubiertos cayeron al suelo, el vino en las copas onduló con cadaembestida salvaje.
—"Así… Así se siente unhombre de verdad, ¿no?" Jadeó Iván, sus manos marcándole las caderas,su cuerpo sudoroso pegándose al de ella. "Así se siente cuandoalguien no te tiene lástima."
María no podía pensar.
Solo podía sentir.
El dolor del roce de la maderacontra su piel.
El sonido húmedo,obsceno, de sus cuerpos chocando.
La vergüenza que seconvertía en placer, el placer que se convertía en adicción.
—"¡Más! ¡Más, Iván, porfavor!"
Él gruñó, satisfecho, yle dio exactamente lo que pedía.
Hasta que, en elclímax, María no supo si estaba gritando… o llorando.
Y Chema, fiel, confiado,inocente Chema, siguió roncando.
Como si nada hubiera pasado.
Iván no estaba cerca determinar.
Con un gruñido bestial, lalevantó de la mesa como si fuera peso pluma, sus músculos tensos bajo la pielsudorosa brillando a la luz de la luna. María apenas podía mantenerse en pie, suspiernas temblorosas, su cuerpo magullado y marcado por sus manos. Pero él no ledio tregua.
—"No has terminado",le susurró al oído, los dientes cerrándose en su lóbulo con un dolordelicioso. —"Todavía no me has hecho venir."
La arrastró hacia el sofá,donde Chema seguía inconsciente, y la sentó sobre su regazo, su grueso miembroaún palpitante dentro de ella.
—"Muévete", ordenó,pero antes de que ella pudiera reaccionar, sus manos —grandes, fuertes,dominantes— se cerraron en sus caderas y comenzaron a manejarla como sifuera una marioneta.
—"¡Iván! ¡Nopuedo—!"
Pero él no escuchaba.
Con movimientos brutales, lahizo rebotar sobre su verga, cada embestida más profunda, más salvaje que laanterior.
—"Míralo", le gruñóal oído, señalando a Chema, que seguía durmiendo a pocos centímetros deellos. —"Míralo y dime que no merece esto. Dime que no merece saberque su esposa es una puta que gime por otro hombre."
María intentó negar, intentóprotestar, pero su cuerpo —su maldito, traicionero cuerpo— respondíaa cada movimiento, cada sacudida, cada brutal embestida.
—"¡Te odio!", gritó,pero el gemido que siguió la delató.
Iván solo rió, un sonidooscuro, victorioso.
—"Miente mejor."
Y siguióusándola, haciéndola suya, hasta que el mundo se desvaneció en blanco yella olvidó hasta su propio nombre.
El sofá crujió bajo sus cuerposcuando Iván la volteó, brusco, posesivo. Ahora María quedaba bajo él, suspiernas abiertas como un libro que solo él sabía leer, sus ojos vidriososclavados en los suyos mientras su verga —dura, implacable— laembestía con una cadencia que ya no era solo lujuria, sino dominiopuro.
Chema seguía ahí, inocente,borracho, abandonado en el mismo sofá, su respiración ronca mezclándose conlos gemidos ahogados de su esposa.
Iván no apartaba la mirada deella. Quería verlo todo.
—"Di mi nombre",ordenó, la voz ronca, las caderas deteniéndose por un segundo, solopara que ella sintiera el peso de lo que estaba a punto de hacer.
María tembló. Sabía lo que esosignificaba. Sabía que él no se retiraría.
—"Iván…", jadeó,pero no fue suficiente.
Un azote brutal en susnalgas, rojas, marcadas.
—"¡DILO!"
Y entonces, como un relámpago,ella estalló.
—"¡IVÁN! ¡IVÁN, DIOS,IVÁN!"
Fue como si esas palabras fueranla señal que él esperaba. Con un gruñido animal, hundió hasta el fondoy se dejó ir.
Caliente. Espeso. Innegable.
Oleadas de semen lallenaron, quemándola por dentro, cada chorro una reclamación, cadagemido de él un recordatorio de quién mandaba ahora.
Y mientras María seretorcía, sobrepasada, inundada, Iván sonrió.
—"Así… Así es como sesiembra una puta", murmuró, pasando un dedo por su vientre, imaginándolohinchado, marcado por él.
Porque sí, claro que podíaconservarla.
Y lo haría.
Iván se vistió con calma, cadamovimiento deliberado, como si disfrutara el espectáculo de María desnuda ytemblorosa frente a él. Sus ojos, antes llenos de fuego salvaje, ahora lamiraban con una ternura que la hacía sentir aún más culpable.
—"No llores",murmuró, acercándose y secando una lágrima con el pulgar antes de inclinarsepara besarla. Pero esta vez no fue un beso de dominación, sino unolento, profundo, casi romántico.
María sintió cómo su corazón seaceleraba de nuevo, odiándose a sí misma por disfrutarlo.
—"Hasta pronto",susurró él contra sus labios antes de soltarla y salir, dejando el aire cargadode su esencia y su pecado.
El rugido del motor del Audidespertó a Chema por un segundo, pero solo murmuró algo incomprensible antes devolver a roncar. María, con las piernas aún temblorosas, se arrastró hasta elbaño y abrió la llave del agua caliente, frotándose la piel como sipudiera limpiar la culpa junto con el sudor y el semen.
Pero bajo el agua, susdedos temblaron al pasar entre sus muslos, recordando el tamaño, la fuerza, elplacer.
—"Dios mío…",jadeó, apoyando la frente contra la pared de azulejos. ¿Qué demonios lehabía pasado?
Al día siguiente, cadapaso le recordaba lo que había hecho.
Sus caderas dolían como si hubiera montado a caballo durante horas. Entre sus piernas ardía, una mezcla de dolor y un extraño hormigueo que la hacía apretar los muslos al caminar. Su cuello estaba marcado con moretones que el maquillaje apenas ocultaba.Chema, siempre distraído,siempre confiado, no notó nada.
—"¿Estás bien? Parecescansada", comentó mientras desayunaban.
—"Sí, solo dormímal", mintió, evitando su mirada.
El teléfono sonó esa tarde. EraIván.
María contuvo el aire cuandoChema contestó, riendo como si nada.
—"¡Claro, hermano! Pasapor nosotros a las ocho", dijo Chema, colgando y volviéndose haciaella con una sonrisa. —"Iván quiere invitarnos a cenar. Qué buenamigo, ¿no?"
María sintió que el suelo semovía bajo sus pies. ¿En qué infierno se había metido?
Esta vez, Iván no fue unanimal.
Chema, otra vez borracho despuésde tres cervezas, se durmió en el sofá. Iván tomó la mano de María y lallevó a su habitación, a su cama matrimonial, como si tuviera todo elderecho del mundo.
Pero en lugar de dominarla, laacostó sobre las sábanas con delicadeza, besando cada marca que él mismohabía dejado el día anterior.
—"Hoy te mereces algodiferente", murmuró, deslizándose dentro de ella con una lentitud quela hizo gemir.
Fue amor lento, intenso, casiromántico.
Sus manos la acariciaron como sifuera valiosa.
Sus labios le susurraron palabrasque nunca había escuchado.
Iván rompió las reglas deljuego.
Sus manos se deslizaron por suespalda con una ternura que paralizó a María.
—"Eres hermosa cuandopierdes el control", murmuró contra su piel, labios rozando lacurva de su hombro como una oración.
María intentó protestar, peroél no la dejó.
—"Mírate..." Letomó la muñeca, guiando su mano hasta donde sus cuerpos se unían. —"Estono es culpa. Esto es verdad."
El aire le quemaba los pulmones.
—"Nadie te ha tocadoasí", jadeó Iván, sus caderas moviéndose ahora en círculoslentos que la enloquecían. —"Nadie sabe que aquí... (unempujón profundo)... sólo tiemblas para mí."
Y entonces, cuando elplacer la arrastró al borde, él selló su boca con un beso y le robóel aliento con tres palabras que nunca debió decir:
—"Te amo depecado."
María se deshizo.
No en gritos, sino enlágrimas.
No por fuerza, sino por rendición.
Y Chema, fiel Chema,siguió durmiendo a dos metros del lugar donde su matrimonio moría.
Y cuando Iván se fue, dejó unbeso en su frente y una promesa:
—"La próxima vez, temuestro otra cosa que sé hacer."
Chema, todavía roncando,nunca sospechó nada.
Y María… María ya no sabía siquería que lo hiciera.
La puerta de Iván se abrió antesde que María tocara. Él estaba allí, apoyado en el marco, con esasonrisa de lobo que le derretía las rodillas.
—"Pensé que novendrías", susurró, arrastrando los dedos por su cintura para jalarlaadentro.
El aroma a madera y coloniaamaderada la envolvió. Culpa y deseo le revolvían el estómago.
—"Vine a que me enseñesesa... otra cosa que sabes hacer", murmuró, evitando sus ojos.
Iván no respondió con palabras.
La tomó de la muñeca y laarrastró escaleras arriba.
La habitación estaba bañada enluz dorada, las cortinas filtrando el sol de la tarde. No hubopreludio.
Iván la empujó contra las sábanasfrías, desnudándola con manos expertas.
—"Mírame",ordenó mientras le mordía el muslo interno. "Mírame cuando te hagaolvidar hasta tu nombre."
Y entonces cumplió.
Se arrastró entre sus piernascomo un hombre sediento. No lamió—adoró. Círculos lentos,luego rápidos, luego succionando su clítoris como si fuera el últimonéctar. María gritó, arqueándose contra su boca, pero élle inmovilizó las caderas.
—"Así... así sabe unaesposa infiel", gruñó contra su piel.
Dos dedos entraron mientras su lengua seguía torturándola. Encontraronese punto que Chema nunca había buscado. —"¡IVÁN!"
—"Repítelo. Grita minombre… ", ordenó, acelerando el ritmo.
Cuando ella estaba alborde, la volteó como a un animal en celo.
—"Así no podráshuir", susurró antes de hundirse hasta el fondo en una solaembestida.
María aulló. Era demasiado—demasiadogrande, demasiado profundo, demasiado bueno.
Iván no tuvo piedad.
—Le mordió la nuca.
—Le retorció los pezones.
—Le jaló el pelo cadavez que intentaba escapar.
—"¿Ves? Esto es lo que tu'buen esposo' nunca te dio", jadeó, sus caderas chocandocontra sus nalgas con un sonido obsceno. "Por esovolviste."
Cuando María sintió el fuego ensu vientre, ya era demasiado tarde.
—"¡Dentro! ¡IVÁN,DENT—!"
Él gruñó, sus uñasclavándose en sus caderas, y la llenó con chorros espesos yabundantes que le quemaron por dentro.
María lloró.
No de dolor.
De vergüenza por lo mucho quele había gustado.
Iván se recostó a su lado, pintándolelos labios con su propio semen.
—"La próxima vez",susurró mientras ella temblaba, "te enseñaré cómo se sienteesto... en tu garganta."
Y María, la esposa fiel, soloasintió.
Porque ya no tenía vueltaatrás.
Un mes había pasado. Un mes deencuentros furtivos, de gemidos ahogados, de mentiras cada vez más elaboradas.Pero ahora, María estaba segura.
Llegó a la casa de Iván con lasmanos temblorosas, el vientre aún plano pero ya marcado por el secreto quecrecía dentro. Él la recibió como siempre, con una sonrisa de lobo y manos queno pedían permiso. Pero esta vez, ella lo detuvo.
—"Estoy embarazada",susurró, las palabras pesadas como plomo en el aire.
Iván se quedó quieto por primeravez en su vida. Luego, rió.
—"¡Por supuesto que loestás!" La levantó en brazos, girándola como si fuera untrofeo. "Y ahora, reina mía, te quedarás aquí. Esta es tu casa. Tupalacio."
Sus labios descendieron sobre losde ella con un beso que sabía a victoria.
Iván no esperó. No habíanada que esperar.
Caminó hasta la casa de Chema conla arrogancia de un conquistador, las botas resonando en el suelo como tamboresde guerra. Cuando Chema abrió la puerta, aún con sueño, aún inocente, Ivánno le dio tiempo a reaccionar.
—"María estáembarazada", dijo, sin preámbulos. "De mí."
Chema palideció. Como sile hubieran arrancado el alma de un golpe.
—"¿Qué...?"
Iván sonrió, cruel,disfrutando cada segundo.
—"Sí, campeón. Mientrastú roncabas como un cerdo, yo le llenaba el vientre a tu esposa. Todos.Los. Días."
Chema no se movió. Nogritó. No lloró.
Simplemente se derrumbó.
Como un árbol podrido, cayó derodillas, los ojos vidriosos, la boca abierta en un grito que nunca salió.
Iván lo miró desde arriba, saboreandosu derrota.
—"No te preocupes",añadió, ajustándose el cinturón con gesto casual. "Le daré el hijoque tú nunca pudiste."
Y con eso, se marchó.
Dejando a Chema roto.
A María dueña de un nuevodestino.
Y a un bebé por venir quejamás llevaría su apellido.
Cuando sus palabras atravesaron aChema como cuchillos, Iván experimentó una sacudida visceral, unéxtasis que le tensó los músculos y le nubló la vista por segundos. No erasexo. Era algo más primitivo:
Cada lágrima no derramada de Chema, cada temblor reprimido, eran la prueba viviente de su supremacía. "Soy todo lo que tú nunca serás", pensó, y el pensamiento le incendió la sangre. Esto no era solo crueldad. Era un sacrificio. Chema, el hombre bueno, el esposo fiel, era el cordero degollado en el altar de su ego. Al anunciar el embarazo, Iván no informaba: consagraba su victoria. Un hijo era su marca de fuego sobre sus vidas. Aún si María volvía con Chema, el niño sería un recordatorio diario de su derrota. "Te obligaré a ver mi rostro en los ojos de tu hijo cada día", fue lo que no dijo, pero ambos lo supieron. Antesde cerrar la puerta, Iván lanzó una mirada final a Chema, ya no un hombre, sino unasombra agónica.
—"Gracias por cuidar deella... hasta que yo llegué", dijo, y su risa resonó en el pasillo como un látigo.
Enese instante, comprendió la verdad:
No había ganado a María.
Había ganado sobre Chema.
Yeso, eso era lo único que siempre había deseado.
María lo esperaba en lacasa de Iván, las palmas sudorosas apoyadas sobre su vientre, donde yacomenzaba a germinar la prueba física de su traición. Las paredes, amplias ylujosas, la rodeaban como una jaula dorada. Una jaula que ella mismahabía elegido.
Dudaba, sí.
¿Sería Iván un buenpadre?
¿O acaso ese niño seríasolo otro trofeo para su ego?
¿Y Chema? PobreChema…
Pero entonces, lapuerta se abrió.
Iván entró con esasonrisa de lobo satisfecho, los ojos brillando con el reflejo de sutriunfo. Y María supo la respuesta a todas sus preguntas.
No importaba si él laamaba.
No importaba si estoera correcto.
Porque cuando sus manosásperas la atraparon contra el sofá, cuando sus labios le arrancaron otrogemido, cuando su cuerpo volvió a someterse al mismo ritmo salvaje de siempre…
Ella recordó por quéhabía caído.
Su futuro sería así:
· Noches donde esa verga que la destrozaba sería solo suya.
· Mañanas en las que despertaría marcada por sus mordiscos.
· Una vida entera pagando el precio de su placer.
Y en medio detodo… ese hijo, concebido entre mentiras y dominación, que algúndía preguntaría por el hombre de la foto que ella escondería en un cajón.
Pero esa noche,mientras Iván la alzaba contra la pared otra vez, María dejó de pensar.
Al fin y al cabo…
Nadie la había hechosentir tan viva como él.

—FIN— O NO?
El aire olía a café recién hechoy a hierbas aromáticas cuando María, de veinte años, se movía entrela cocina y el comedor con esa gracia natural que hacía que hasta el gesto mássencillo —como recoger un mechón rubio que se le escapaba detrás de la oreja—se convirtiera en un espectáculo. Su cabello largo, del color del trigo maduro,caía en ondas sedosas sobre sus hombros, acariciando la piel suave de suescote. Llevaba un vestido ceñido que dibujaba sus curvas sin esfuerzo, y suscaderas se balanceaban con cada paso, como si bailaran al ritmo de una músicaque solo ella escuchaba.
En la mesa, su esposo, Manuel—"Chema"—, de veintiún años, jugueteaba nervioso con suservilleta. Era un hombre delgado, de facciones comunes, con una sonrisa tímidaque rara vez se convertía en carcajada. Sus ojos, aunque cariñosos, carecían deesa chispa de seguridad que tanto atraía a María en otros hombres. Chemano era feo, pero tampoco destacaba. Era… cómodo. Predecible. Y enalgún momento, eso había sido suficiente.
Hasta que llegó Iván.
Chema lo había presentadocomo "mi amigo del gimnasio", pero desde el primermomento, María supo que Iván no era como los demás. Con apenasdieciocho años, el muchacho irradiaba una confianza que hacía que los demáshombres parecieran adolescentes torpes. Más alto que Chema, con hombrosanchos y un torso cincelado —producto de años de lucha grecorromana ydisciplina férrea—, Iván se movía con la elegancia de un depredador conscientede su poder. Su cabello oscuro, siempre ligeramente despeinado, contrastaba consus ojos claros, penetrantes, que parecían ver más de lo que decían.
—"María, este es Iván. Ledije que probara tus enchiladas, dice que las de su mamá son las mejores, peroya verá", dijo Chema, orgulloso de su esposa aunque sin notar cómo lamirada de Iván ya recorría el cuerpo de ella con una intensidad que nodisimulaba del todo.
—"Con ese halago, ahorasí que me pones presión", respondió María, riendo, pero notando cómosu pulso se aceleraba cuando Iván le tomó la mano para saludarla. Susdedos eran callosos, fuertes, y la presión de su agarre fue firme, deliberada.
—"Chema no para de hablarde ti", dijo Iván, soltándole la mano lentamente, como si no quisieradejar ir el contacto. —"Ahora entiendo por qué."
El comentario fue inofensivo,pero la manera en que sus ojos se clavaron en los de ella lo convirtió en algomás. Algo peligroso.
Durante la cena, María no pudoevitar compararlos. Chema, hablando con entusiasmo pero sin gracia,contando historias que Iván escuchaba con una sonrisa indulgente. Iván,en cambio, no necesitaba palabras para llamar la atención. Su posturarelajada pero dominante, sus brazos flexionados sobre la mesa haciendo que lasmangas de su camiseta se tensaran sobre sus bíceps. Cada vez que reía,una vena marcada se dibujaba en su cuello, y María se sorprendía imaginandocómo se sentiría pasar los labios por ahí.
—"¿Quieres másagua?", le preguntó ella en un momento, tratando de disimular eltemblor en su voz.
—"Sí, por favor",respondió Iván, y cuando ella se inclinó para servirle, él no apartó lamirada de su escote. No con lujuria burda, sino con un interéscalculado, como si supiera exactamente el efecto que tenía en ella.
María sintió un calorrepentino entre las piernas y, al mismo tiempo, un golpe deculpa. ¿Qué demonios le pasaba? Era la esposa de Chema. Élla amaba, la cuidaba, jamás la miraría con desconfianza… pero tampoco con elfuego con el que Iván lo hacía ahora.
Y lo peor de todo: a ellale gustaba.
Esa noche, después de que Iván sedespidiera con un "hasta pronto" cargado de promesasno dichas, María se quedó mirando a Chema mientras él se cepillaba losdientes, inconsciente del huracán de deseo que acababa de entrar en sumatrimonio.
—"Iván es buen chico,¿no?", comentó Chema, escupiendo la pasta.
María asintió, pero en su mentesolo repetía una pregunta:
¿Cuánto tiempo pasará antes deque vuelva a verlo? El supermercadoestaba casi vacío cuando María, con el carrito a medio llenar, se detuvo frentea la sección de vinos, indecisa. Chema le había pedido que comprara una botellabarata para una cena aburrida con sus compañeros de trabajo, pero ella, distraída,pasaba los dedos por las etiquetas de cristal sin prestarles atención.
—"Esa no. Es ácida. Túmereces algo más dulce."
La voz, grave y cercana, leerizó la piel antes incluso de girarse. Iván estaba ahí, apoyadocontra el estante con una sonrisa que no pretendía ser casual. Llevaba unacamiseta negra ajustada que dejaba ver cada músculo de su torso, y unos jeansque hacían poco por disimular su confianza.
—"¿Siempre aparecesdonde menos te espero?", preguntó María, tratando de sonardespreocupada, aunque el rubor en sus mejillas la traicionaba.
—"Solo soy buenoencontrando lo que quiero", respondió él, tomando una botella de tintoreserva y pasándole los dedos por el cuello antes de entregársela. —"Pruebaesta. Te va a gustar."
María tragó saliva. Nohablaba del vino.
Cuando salieron del supermercado,la lluvia comenzaba a caer en gruesas gotas. María maldijo mentalmente haberido caminando.
—"Mi auto está aquí",dijo Iván señalando un Audi negro deportivo, lustroso bajo latormenta. —"Te llevo."
Ella debió decir que no. Debióllamar a Chema. Pero el auto, elegante y potente como el hombre que loconducía, era un símbolo de todo lo que su esposo no era: peligroso,sofisticado, excitante.
—"Solo si no tedesvías", murmuró, subiendo al coche.
El interior olía a cuero nuevo ya la colonia amaderada de Iván. El motor rugió al arrancar, yMaría sintió el empuje del asiento contra su espalda, como si el vehículo mismola empujara hacia lo inevitable.
—"¿Siempre conduces asíde rápido?", preguntó, aferrándose al descansabrazos.
Iván ladeó la cabeza, susojos brillando con malicia.
—"Depende. ¿Siempre tesonrojas así cuando estás nerviosa?"
María no respondió. En lugar deeso, apretó los muslos cuando el auto tomó una curva cerrada,sintiendo cómo el calor se acumulaba entre ellos.
Esa misma noche, Chema intentóseducirla.
Fue torpe, como siempre. Besosapresurados, manos que titubeaban antes de tocar. María cerró losojos, tratando de concentrarse, pero en su mente solo veía a Iván: suslabios firmes, sus manos seguras recorriendo su cuerpo sin pedir permiso.
—"Hoy estás...distinta", murmuró Chema, deslizando una mano bajo su camisón.
María contuvo un gemido. Porqueno era la caricia de Chema lo que la hacía mojarse, sino la imagen de Iváninclinándose sobre ella en ese Audi, sus dedos callosos deslizándose bajo sufalda...
—"Es que estoycansada", mintió, dándose la vuelta.
Chema, ingenuo y devoto,la abrazó por detrás y pronto se durmió. María, en cambio, pasó la noche conlos ojos abiertos, ardiendo en silencio.
María se miraba en el espejo delbaño, las yemas de sus dedos recorriendo su propio cuello como si buscara lashuellas de unas manos que no habían llegado a tocarla. Pero lasimaginaba. Grandes, masculinas, con la fuerza justa para sujetarla sinlastimarla. Las manos de Iván.
—"Jamás podría serleinfiel a Chema", se repitió, como un mantra.
Pero la voz en su cabeza, esa quehabía empezado a sonar más fuerte desde que Iván apareció en su vida, lesusurró:
—"¿Y si no fuerainfidelidad? ¿Y si él lo supiera?"
La idea era absurda, losabía. Chema jamás aceptaría compartirla. Era un hombretradicional, inseguro, que la amaba con una devoción casi infantil. Pero ahíestaba el detalle: ¿era amor lo que sentía por ella, o miedo a quedarsesolo?
María cerró los ojos y recordó lanoche anterior, cuando Chema intentó hacer el amor con ella.
—"¿Te gusta?",le había preguntado él, moviéndose con esa torpeza que antes le resultabaentrañable.
Ella había asentido, fingiendo ungemido, pero en su mente solo veía a Iván: su sonrisa desafiante,sus brazos fuertes inmovilizándola contra una pared, su voz áspera en su oídodiciéndole "así es como se hace".
—"Dios, qué estoypensando", murmuró ahora, avergonzada.
Pero el cuerpo no mentía. Entresus piernas, un pulso húmedo la traicionaba.
María siempre se habíaconsiderado una mujer práctica. Se casó con Chema porque eraseguro, porque no la asustaba con dramas ni infidelidades como sus ex. Peroahora entendía que la seguridad tenía un precio: la monotonía.
Iván, en cambio, era todoriesgo. Cada mirada suya era una promesa de pecado, cada palabra, un juegoal que ella no sabía si quería ganar o perder.
—"Si al menos Chema fueramás…", empezó a pensar, pero se detuvo.
¿Más qué? ¿Más como Iván? ¿Másseguro, más apasionado, más… hombre?
Eso sería pedirle que fuera otrapersona. Y si Chema cambiara, ¿seguiría amándolo, o solo lo quería porlo que él podía darle?
Lo que más la aterraba no era laculpa. Era la posibilidad de que, si cedía, descubriera que en el fondonunca había amado a Chema. Que se había casado por comodidad, pormiedo a la soledad, por seguir un guión que la sociedad le había dado.
—"Pero Iván…"
Iván no era un hombre para amar.Era fuego, y el fuego solo duraba lo que tardaba en consumir todo asu paso.
¿Estaba dispuesta a quemarse?
María respiró hondo y tomó unadecisión.
Si algo pasaba con Iván, Chematendría que saberlo. No después. No como una confesiónllorosa, sino como un acuerdo.
Era una locura. Chemajamás aceptaría. Pero al menos, si ella lo intentaba, no estaríatraicionándolo. Solo estaría siendo honesta.
Y si él la dejaba por eso…
—"Quizá es lo quenecesitamos los dos", pensó, mirando su reflejo una última vez antesde salir del baño.
1 semana después:
La velada había comenzado comocualquier otra. Chema, entusiasmado por celebrar su ascenso en el trabajo, sacóuna botella de tequila que guardaba para ocasiones especiales. "¡Hoybrindamos por mí!", anunció con una sonrisa torpe que delataba suinseguridad incluso en su propio triunfo.
María rió, sirviendo las rondascon elegancia. Sus dedos rozaron el vaso de Iván un segundo más de lonecesario cuando le pasó su trago. Él no apartó la mirada—ladesafió.
—"¿Siempre sirves tandespacio?", murmuró Iván, tomando el vaso. Su voz, baja para que Chemano escuchara, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda a María.
—"Solo cuando quieroasegurarme de que… se disfrute cada sorbo", respondió ella,desafiante.
Chema, ajeno al juego,brindó torpemente. —"¡Por los tres!"
Con cada trago, Chema se volviómás ruidoso, más torpe. Su risa era estridente, sus chistes malos, susmovimientos exagerados. Mientras él intentaba contar una anécdotalaboral, Iván y María intercambiaron miradas cómplices.
—"Tu esposo bebe comocolegiala", comentó Iván, fingiendo ajustar su servilleta mientras supierna presionaba la de María bajo la mesa.
Ella no la retiró.
—"Es inofensivo",dijo María, bebiendo de su copa. —"A diferencia de ti."
Iván sonrió, lento,peligroso. —"¿Te gusta que sea peligroso?"
Chema, que había estadotambaleándose hacia la cocina por más hielo, regresó en ese momento. —"¡Oye,no me dejen fuera de la conversación!"
María se recostó en el sillón,fingiendo normalidad. Pero su pulso acelerado y sus mejillas encendidasno eran solo por el alcohol.
Para cuando Chema empezó a hablararrastrando las palabras, ya estaba claro que la noche había terminadopara él.
—"María… eres la mejoresposa del mundo", farfulló, abrazándola con torpeza antes dedesplomarse en el sofá, roncando en cuestión de minutos.
Iván y María se quedaron solos enel silencio. La tensión era palpable, eléctrica.
—"Deberíasacostarlo", dijo Iván, pero no se movió. Sus ojos recorrieronsu cuerpo como si ya la estuviera desvistiendo.
María asintió, pero cuando seinclinó para sacudir a Chema, el escote de su blusa se abrió levemente. Iváncontuvo un gruñido.
Fue entonces cuando ambossupieron que esto ya no era un juego.
El ronquido irregular de Chemallenaba la sala. María se había quedado inmóvil, observando cómo el pecho de suesposo subía y bajaba con pesadez, la boca entreabierta, totalmente ajenoal mundo.
Iván no había esperadopermiso.
Con un paso firme, la cerrócontra la pared del vestíbulo, tan cerca que el calor de su cuerpo la envolvióantes incluso de tocarla. —"Ya no aguanto más", respiró contrasus labios, y entonces—
—el mundo estalló.
Sus bocas se encontraron con unaurgencia animal. Iván no besó—devoró. Una mano se enredó en su pelorubio, tirando con justo la fuerza necesaria para hacerla arquearse. La otrapalma se aplanó contra la pared a un lado de su cabeza, encerrándola. Maríajadeó, y él aprovechó para profundizar el beso, su lengua saboreando cadarincón de su boca como si memorizara su sabor. Tequila, menta y algoúnicamente suyo.
Ella lo sintió todo:
La textura áspera de su barba rozándole la piel demasiado suave. Su torso duro aplastando sus pechos, cada músculo definido incluso a través de la ropa. Y lo más peligroso: la evidente y gruesa erección que presionaba contra su vientre, dejando claro que esto no terminaría con un simple beso.Veinte segundos.
Treinta.
Una eternidad.
Cuando Iván finalmente la soltó,María temblaba. Sus labios estaban hinchados, su respiracióndescontrolada. —"No… no podemos", murmuró, pero su vozsonó quebrada, falsa incluso para sus propios oídos.
Iván sonrió, un destellode dientes blancos y orgullo masculino en la penumbra.
—"Claro que no", mintió, limpiando con el pulgar su rímelcorrido. —"Por eso lo harás de nuevo."
Esa noche, María cerró la puertatras él con manos temblorosas. Chema seguía roncando en el sofá,inocente, confiado.
"Debo contarle",pensó.
"Nunca lo sabrá",decidió.
Cada visita de Iván era unabatalla perdida antes de comenzar.
María lo sabía. Serepetía a sí misma, con los nudillos blancos aferrados al borde del lavaboantes de salir del baño: "Esta vez no. Esta vez me alejo. No voy amirarlo. No voy a sonreírle."
Pero Iván siempre ganaba.
Y así fue que llegó el segundobeso…
Chema había ido por más hielo.María, lavando copas, sintió el calor de un cuerpo detrás de ella antes de oírsu voz:
—"Te quedó mal eldelantal."
Iván tiró del lazo atado a sucintura, girándola como un trompo hasta tenerla contra la nevera. Suboca la silenció antes de que pudiera protestar. Este beso fue máshúmedo, más sucio, su lengua dibujando promesas obscenas mientras una manole apretaba la cadera y la otra se deslizaba bajo su blusa.
"¡No aquí!",quiso gritar, pero en lugar de eso arqueó la espalda, permitiendoque sus dedos callosos encontraran el laceado de su sostén.
Chema regresó en esemomento. —"¿En qué quedamos, rojo o blanco?"
Iván se separó con lentituddeliberada, dejándola jadeando contra los electrodomésticos.
—"Blanco",respondió él, mirándola a ella, no a su esposo. —"Definitivamenteblanco."
Y así llegó el tercer beso…
El Cumpleaños de Chema (ElRegalo que Nunca Vio)
María había planeado evitarlo. Sesentó al otro extremo de la mesa, usó a Chema como escudo humano, bebió soloagua.
Iván esperó.
Cuando Chema, ebrio de cerveza yfelicidad, se durmió con la cabeza sobre la mesa, fue cuestión desegundos.
La arrastró al balcón. Esta vezno hubo beso lento. La mordió. Sus dientes en su labioinferior, sus manos ya no explorando sino reclamando—una en sunuca, la otra hundiéndose en el muslo bajo su vestido.
—"Párate depuntitas", ordenó contra su boca. Cuando ella obedeció, suentrepierna quedó alineada con su rodilla. El roce fue mínimo, perosuficiente para que un gemido le escapara.
—"¡María? ¿Dóndeestás?", la voz de Chema, adormilada, desde el comedor.
Iván la soltó. No corrió.
—"En el balcón, cariño.Sólo… tomando aire."
Su voz sonó demasiadoronca, demasiado culpable.
Y luego el cuarto beso:
"Si nos sentamos en sofásseparados, no pasará nada", pensó.
Iván se acomodó en el piso, apoyadocontra sus piernas.
Chema, entre ambos, nonotó cuando los dedos de Iván treparon por su pantalón como arañas.
Hasta que no hubopantalón que trepar.
Bajo el cobertor compartido, sumano encontró su muslo desnudo. María casi salta. Él escribió con undedo sobre su piel:
*T-U-Y-A*
Cuando Chema fue al baño, Iván latumbó sobre los cojines. Este beso fue silencioso pero brutal, suboca sellando los jadeos que ella no podía controlar. Su mano ya noacariciaba—penetraba, dos dedos moviéndose con precisión militar mientrasella mordía su propio puño para no gritar.
El sonido del inodorodescargándose los separó.
—"¿Te gustó lapelícula?", preguntó Chema al regresar.
María no pudo responder. Sucuerpo aún vibraba.
Y finalmente el quinto:
Fue cuando Iván la atrapó en elrellano de la escalera, su cuerpo una jaula de músculo y deseo.
—"Ya jugamossuficiente", gruñó, mordiendo su cuello como si quisiera dejarmarca. —"La próxima vez, te desnudo."
Sus manos no preguntaron. Lelevantó la falda, encontró la tira de su tanga, la rompió con un tirón.
El sonido de la telarasgándose fue el de su moral desvaneciéndose.
Chema llamó desde abajo: —"¡Iván!¿Te quedaste?"
—"Ya voy",respondió él, pero no antes de pasar un dedo por su centro empapado y pintarlelos labios con su propio arousal. —"Para que recuerdes por qué nopuedes decirme que no."
Un mes después:
Iván no había ido a esa cena parabeber. Había ido a cazar.
Con cada trago que servía, concada brindis fingido, vigilaba cómo el rostro de Chema se enrojecía, cómo suspalabras se embarraban, cómo sus párpados pesaban. Hasta que,finalmente, el esposo de María se desplomó sobre la mesa, inconsciente,intoxicado, derrotado.
María se levantó rápidamente,limpiándose las manos en el delantal.
—"Deberíamos llevarlo ala cama", murmuró, evitando la mirada de Iván.
Pero él ya estaba detrás deella. Sus brazos la envolvieron como cadenas, su aliento caliente en suoído.
—"No."
Esa sola palabra la paralizó.
Iván la giró bruscamente,aplastándola contra la pared. Sus labios no buscaron permiso—exigieronsumisión. María trató de resistir, de recordar quién era, qué estabahaciendo.
—"No, Iván… por favor… yonunca le he sido infiel… es tu amigo, es mi esposo… ¡razona!", suplicóentre besos robados.
Pero Iván no era hombrede razones.
Sus manos ya recorrían su cuerpocon familiaridad, desabrochando, arrancando, descubriendo. Lablusa de María cedió bajo sus dedos, los botones saltando como lágrimas detela. Su sostén siguió, sus pechos libres ahora, expuestos al aire y ala mirada devoradora de Iván.
—"Mírame",ordenó, mientras sus dedos pellizcaban sus pezones hasta hacerla gemir.
María obedeció, sus ojosvidriosos, su respiración entrecortada.
Y entonces lo vio.
Iván se bajó lospantalones, y ahí, liberada, surgió la bestia.
María nunca había vistoalgo así. No en películas, no en revistas, ni siquiera en susfantasías más oscuras.
Una verga gruesa, larga,palpitante. Venas que serpenteaban como cables bajo la piel, el glandehinchado y brillante de precum. Era obscena. Era magnífica.
—"Tócame", gruñóIván.
Ella, como en trance,extendió una mano temblorosa. Apenas podía cerrar los dedos alrededorde aquel tronco ardiente.
—"Ahora, chúpame."
María se arrodilló, susrodillas contra el frío piso de la cocina.
Comenzó con la punta, lengüeteandoel precum como néctar. Iván gruñó, sus manos enredándose en su pelo.
—"Más."
Ella obedeció, deslizandosus labios por la longitud de aquel monstruo. Desde la base hasta lapunta, una y otra vez, saboreando cada centímetro.
—"Como pirulí,puta."
Y ella lo hizo. Su lenguagiró alrededor del glande, luego descendió en espirales, lamiendo, chupando,adorando.
Iván no era paciente. Leempujó la cabeza hacia adelante, ahogándola con su gruesa carne.
—"Así… así… traga."
María tosió, lagrimeó,pero no se detuvo. Sus labios, ahora expertos, aprendieron amanejar aquel monstruo.
10 minutos.
15.
20.
Hasta que, finalmente, Ivánrugió.
—"¡Ahora, perra,ahora!"
Y entonces explotó.
Ríos de semen espeso, caliente,salado, inundaron su boca. María tragó, ahogándose en suesencia, hasta que no quedó nada.
Ella se levantó, tambaleándose, limpiándoselos labios con el dorso de la mano.
—"Ya… ya terminamos",jadeó.
Pero Iván no estaba cercade terminar.
La agarró de la muñeca, susojos brillando con pura lujuria animal.
—"Aún no, preciosa… estoacaba de comenzar."
—"No... Iván, ¡basta!¡Soy una mujer casada!" —gritó, empujando su pecho con manos queya no tenían fuerza.
Pero él no escuchó. O noquiso.
Con un gruñido animal, Iván lalevantó como si pesara nada, sus muslos gruesos aplastándose contra suscaderas. Era fuerte, demasiado fuerte. María sintió el mundodar vueltas cuando su espalda chocó contra la pared, el impacto sacudiéndolelos huesos.
—"¡Iván, por favor!¡Párate! ¡Chema podría—!"
Un sonido gutural le cortó elaliento. El roce brutal de su entrepierna contra la suya, el calor, eltamaño... Dios, el tamaño.
—"¿Así le gritas a tumarido?" —rugió Iván, sus manos agarrando sus nalgas con fuerza,hundiendo los dedos en su carne— "¿Así le pides que pare?"
María sintió el aire escaparse desus pulmones cuando él la empujó más fuerte contra la pared. Yentonces... lo sintió.
Duro. Implacable. Dueño.
—"¡NOO—!"
Un empujón brutal, y su gruesaverga la abrió en dos.
María gritó, un sonido rasgado,desgarrado, mitad dolor, mitad éxtasis. Sus uñas se clavaron en sushombros, buscando anclarse, pero él no se detuvo.
—"¡Así! ¡Así se siente miverga, puta! ¡Así se siente un hombre de verdad!" —Iván laembistió con furia, cada embestida una conquista, cada gemido suyo unavictoria— "¡Dime que no lo quieres! ¡DIME QUE ME ODIAAS!"
Pero María ya no podía mentir.
Su cuerpo la traicionó,arqueándose hacia él, sus piernas apretando su cintura como si temieran que sefuera. El dolor se mezclaba con un placer tan intenso que la mareaba.
—"¡Iván! ¡Dios, Iván!¡Más... más duro!" —aulló, su voz quebrada, su resistencia hechaañicos.
Él rió, un sonido oscuro,triunfal.
—"Sí... así. Grita. Gritacomo la perra que eres." —sus manos se cerraron en su pelo,tirando hacia atrás para exponer su cuello— "Ahora le perteneces aun hombre. Ahora... ¡ERES MÍA!"
Y María lo supo.
Lo supo cuando sus ojos sellenaron de lágrimas.
Lo supo cuando su cuerpocomenzó a convulsionar, una ola de placer quemándola viva.
Lo supo cuando, al final, enlugar de su nombre... gritó el de él.
Chema nunca la había hechogritar así.
Pero esto no terminaba aún.
Iván, como un sementalenloquecido, no estaba satisfecho. Sus manos la agarraron de las caderas confuerza bruta, levantándola del suelo como si fuera un juguete. María apenastuvo tiempo de tragar aire antes de sentir cómo la arrastraba —sin piedad,sin contemplaciones— hacia el comedor.
—"¡No! ¡Aquí no, Iván,por favor! ¡Chema está—!"
—"Sí, ahí está", lecortó él, la voz ronca, los ojos brillando con una mezcla de lujuria ydominio. "Deja que escuche cómo su esposa gime por otro hombre."
La mesa delcomedor, elegante, impecable, se convulsionó cuando Iván la dobló sobreella. Su pecho aplastado contra la madera pulida, sus manos buscandodesesperadamente algo a qué aferrarse mientras él le arrancaba lo que quedabade su ropa interior.
—"Míralo." Letorció el cuello, forzándola a ver a Chema, dormido, borracho,inconsciente, hundido en el sofá a solo metros de distancia. "Míraloy dime que no quieres esto."
María no pudo responder.
Porque en esemomento, Iván la empaló de nuevo.
Más profundo. Más bestial.
—"¡AAAAH—!"
Los platos temblaron, loscubiertos cayeron al suelo, el vino en las copas onduló con cadaembestida salvaje.
—"Así… Así se siente unhombre de verdad, ¿no?" Jadeó Iván, sus manos marcándole las caderas,su cuerpo sudoroso pegándose al de ella. "Así se siente cuandoalguien no te tiene lástima."
María no podía pensar.
Solo podía sentir.
El dolor del roce de la maderacontra su piel.
El sonido húmedo,obsceno, de sus cuerpos chocando.
La vergüenza que seconvertía en placer, el placer que se convertía en adicción.
—"¡Más! ¡Más, Iván, porfavor!"
Él gruñó, satisfecho, yle dio exactamente lo que pedía.
Hasta que, en elclímax, María no supo si estaba gritando… o llorando.
Y Chema, fiel, confiado,inocente Chema, siguió roncando.
Como si nada hubiera pasado.
Iván no estaba cerca determinar.
Con un gruñido bestial, lalevantó de la mesa como si fuera peso pluma, sus músculos tensos bajo la pielsudorosa brillando a la luz de la luna. María apenas podía mantenerse en pie, suspiernas temblorosas, su cuerpo magullado y marcado por sus manos. Pero él no ledio tregua.
—"No has terminado",le susurró al oído, los dientes cerrándose en su lóbulo con un dolordelicioso. —"Todavía no me has hecho venir."
La arrastró hacia el sofá,donde Chema seguía inconsciente, y la sentó sobre su regazo, su grueso miembroaún palpitante dentro de ella.
—"Muévete", ordenó,pero antes de que ella pudiera reaccionar, sus manos —grandes, fuertes,dominantes— se cerraron en sus caderas y comenzaron a manejarla como sifuera una marioneta.
—"¡Iván! ¡Nopuedo—!"
Pero él no escuchaba.
Con movimientos brutales, lahizo rebotar sobre su verga, cada embestida más profunda, más salvaje que laanterior.
—"Míralo", le gruñóal oído, señalando a Chema, que seguía durmiendo a pocos centímetros deellos. —"Míralo y dime que no merece esto. Dime que no merece saberque su esposa es una puta que gime por otro hombre."
María intentó negar, intentóprotestar, pero su cuerpo —su maldito, traicionero cuerpo— respondíaa cada movimiento, cada sacudida, cada brutal embestida.
—"¡Te odio!", gritó,pero el gemido que siguió la delató.
Iván solo rió, un sonidooscuro, victorioso.
—"Miente mejor."
Y siguióusándola, haciéndola suya, hasta que el mundo se desvaneció en blanco yella olvidó hasta su propio nombre.
El sofá crujió bajo sus cuerposcuando Iván la volteó, brusco, posesivo. Ahora María quedaba bajo él, suspiernas abiertas como un libro que solo él sabía leer, sus ojos vidriososclavados en los suyos mientras su verga —dura, implacable— laembestía con una cadencia que ya no era solo lujuria, sino dominiopuro.
Chema seguía ahí, inocente,borracho, abandonado en el mismo sofá, su respiración ronca mezclándose conlos gemidos ahogados de su esposa.
Iván no apartaba la mirada deella. Quería verlo todo.
—"Di mi nombre",ordenó, la voz ronca, las caderas deteniéndose por un segundo, solopara que ella sintiera el peso de lo que estaba a punto de hacer.
María tembló. Sabía lo que esosignificaba. Sabía que él no se retiraría.
—"Iván…", jadeó,pero no fue suficiente.
Un azote brutal en susnalgas, rojas, marcadas.
—"¡DILO!"
Y entonces, como un relámpago,ella estalló.
—"¡IVÁN! ¡IVÁN, DIOS,IVÁN!"
Fue como si esas palabras fueranla señal que él esperaba. Con un gruñido animal, hundió hasta el fondoy se dejó ir.
Caliente. Espeso. Innegable.
Oleadas de semen lallenaron, quemándola por dentro, cada chorro una reclamación, cadagemido de él un recordatorio de quién mandaba ahora.
Y mientras María seretorcía, sobrepasada, inundada, Iván sonrió.
—"Así… Así es como sesiembra una puta", murmuró, pasando un dedo por su vientre, imaginándolohinchado, marcado por él.
Porque sí, claro que podíaconservarla.
Y lo haría.
Iván se vistió con calma, cadamovimiento deliberado, como si disfrutara el espectáculo de María desnuda ytemblorosa frente a él. Sus ojos, antes llenos de fuego salvaje, ahora lamiraban con una ternura que la hacía sentir aún más culpable.
—"No llores",murmuró, acercándose y secando una lágrima con el pulgar antes de inclinarsepara besarla. Pero esta vez no fue un beso de dominación, sino unolento, profundo, casi romántico.
María sintió cómo su corazón seaceleraba de nuevo, odiándose a sí misma por disfrutarlo.
—"Hasta pronto",susurró él contra sus labios antes de soltarla y salir, dejando el aire cargadode su esencia y su pecado.
El rugido del motor del Audidespertó a Chema por un segundo, pero solo murmuró algo incomprensible antes devolver a roncar. María, con las piernas aún temblorosas, se arrastró hasta elbaño y abrió la llave del agua caliente, frotándose la piel como sipudiera limpiar la culpa junto con el sudor y el semen.
Pero bajo el agua, susdedos temblaron al pasar entre sus muslos, recordando el tamaño, la fuerza, elplacer.
—"Dios mío…",jadeó, apoyando la frente contra la pared de azulejos. ¿Qué demonios lehabía pasado?
Al día siguiente, cadapaso le recordaba lo que había hecho.
Sus caderas dolían como si hubiera montado a caballo durante horas. Entre sus piernas ardía, una mezcla de dolor y un extraño hormigueo que la hacía apretar los muslos al caminar. Su cuello estaba marcado con moretones que el maquillaje apenas ocultaba.Chema, siempre distraído,siempre confiado, no notó nada.
—"¿Estás bien? Parecescansada", comentó mientras desayunaban.
—"Sí, solo dormímal", mintió, evitando su mirada.
El teléfono sonó esa tarde. EraIván.
María contuvo el aire cuandoChema contestó, riendo como si nada.
—"¡Claro, hermano! Pasapor nosotros a las ocho", dijo Chema, colgando y volviéndose haciaella con una sonrisa. —"Iván quiere invitarnos a cenar. Qué buenamigo, ¿no?"
María sintió que el suelo semovía bajo sus pies. ¿En qué infierno se había metido?
Esta vez, Iván no fue unanimal.
Chema, otra vez borracho despuésde tres cervezas, se durmió en el sofá. Iván tomó la mano de María y lallevó a su habitación, a su cama matrimonial, como si tuviera todo elderecho del mundo.
Pero en lugar de dominarla, laacostó sobre las sábanas con delicadeza, besando cada marca que él mismohabía dejado el día anterior.
—"Hoy te mereces algodiferente", murmuró, deslizándose dentro de ella con una lentitud quela hizo gemir.
Fue amor lento, intenso, casiromántico.
Sus manos la acariciaron como sifuera valiosa.
Sus labios le susurraron palabrasque nunca había escuchado.
Iván rompió las reglas deljuego.
Sus manos se deslizaron por suespalda con una ternura que paralizó a María.
—"Eres hermosa cuandopierdes el control", murmuró contra su piel, labios rozando lacurva de su hombro como una oración.
María intentó protestar, peroél no la dejó.
—"Mírate..." Letomó la muñeca, guiando su mano hasta donde sus cuerpos se unían. —"Estono es culpa. Esto es verdad."
El aire le quemaba los pulmones.
—"Nadie te ha tocadoasí", jadeó Iván, sus caderas moviéndose ahora en círculoslentos que la enloquecían. —"Nadie sabe que aquí... (unempujón profundo)... sólo tiemblas para mí."
Y entonces, cuando elplacer la arrastró al borde, él selló su boca con un beso y le robóel aliento con tres palabras que nunca debió decir:
—"Te amo depecado."
María se deshizo.
No en gritos, sino enlágrimas.
No por fuerza, sino por rendición.
Y Chema, fiel Chema,siguió durmiendo a dos metros del lugar donde su matrimonio moría.
Y cuando Iván se fue, dejó unbeso en su frente y una promesa:
—"La próxima vez, temuestro otra cosa que sé hacer."
Chema, todavía roncando,nunca sospechó nada.
Y María… María ya no sabía siquería que lo hiciera.
La puerta de Iván se abrió antesde que María tocara. Él estaba allí, apoyado en el marco, con esasonrisa de lobo que le derretía las rodillas.
—"Pensé que novendrías", susurró, arrastrando los dedos por su cintura para jalarlaadentro.
El aroma a madera y coloniaamaderada la envolvió. Culpa y deseo le revolvían el estómago.
—"Vine a que me enseñesesa... otra cosa que sabes hacer", murmuró, evitando sus ojos.
Iván no respondió con palabras.
La tomó de la muñeca y laarrastró escaleras arriba.
La habitación estaba bañada enluz dorada, las cortinas filtrando el sol de la tarde. No hubopreludio.
Iván la empujó contra las sábanasfrías, desnudándola con manos expertas.
—"Mírame",ordenó mientras le mordía el muslo interno. "Mírame cuando te hagaolvidar hasta tu nombre."
Y entonces cumplió.
Se arrastró entre sus piernascomo un hombre sediento. No lamió—adoró. Círculos lentos,luego rápidos, luego succionando su clítoris como si fuera el últimonéctar. María gritó, arqueándose contra su boca, pero élle inmovilizó las caderas.
—"Así... así sabe unaesposa infiel", gruñó contra su piel.
Dos dedos entraron mientras su lengua seguía torturándola. Encontraronese punto que Chema nunca había buscado. —"¡IVÁN!"
—"Repítelo. Grita minombre… ", ordenó, acelerando el ritmo.
Cuando ella estaba alborde, la volteó como a un animal en celo.
—"Así no podráshuir", susurró antes de hundirse hasta el fondo en una solaembestida.
María aulló. Era demasiado—demasiadogrande, demasiado profundo, demasiado bueno.
Iván no tuvo piedad.
—Le mordió la nuca.
—Le retorció los pezones.
—Le jaló el pelo cadavez que intentaba escapar.
—"¿Ves? Esto es lo que tu'buen esposo' nunca te dio", jadeó, sus caderas chocandocontra sus nalgas con un sonido obsceno. "Por esovolviste."
Cuando María sintió el fuego ensu vientre, ya era demasiado tarde.
—"¡Dentro! ¡IVÁN,DENT—!"
Él gruñó, sus uñasclavándose en sus caderas, y la llenó con chorros espesos yabundantes que le quemaron por dentro.
María lloró.
No de dolor.
De vergüenza por lo mucho quele había gustado.
Iván se recostó a su lado, pintándolelos labios con su propio semen.
—"La próxima vez",susurró mientras ella temblaba, "te enseñaré cómo se sienteesto... en tu garganta."
Y María, la esposa fiel, soloasintió.
Porque ya no tenía vueltaatrás.
Un mes había pasado. Un mes deencuentros furtivos, de gemidos ahogados, de mentiras cada vez más elaboradas.Pero ahora, María estaba segura.
Llegó a la casa de Iván con lasmanos temblorosas, el vientre aún plano pero ya marcado por el secreto quecrecía dentro. Él la recibió como siempre, con una sonrisa de lobo y manos queno pedían permiso. Pero esta vez, ella lo detuvo.
—"Estoy embarazada",susurró, las palabras pesadas como plomo en el aire.
Iván se quedó quieto por primeravez en su vida. Luego, rió.
—"¡Por supuesto que loestás!" La levantó en brazos, girándola como si fuera untrofeo. "Y ahora, reina mía, te quedarás aquí. Esta es tu casa. Tupalacio."
Sus labios descendieron sobre losde ella con un beso que sabía a victoria.
Iván no esperó. No habíanada que esperar.
Caminó hasta la casa de Chema conla arrogancia de un conquistador, las botas resonando en el suelo como tamboresde guerra. Cuando Chema abrió la puerta, aún con sueño, aún inocente, Ivánno le dio tiempo a reaccionar.
—"María estáembarazada", dijo, sin preámbulos. "De mí."
Chema palideció. Como sile hubieran arrancado el alma de un golpe.
—"¿Qué...?"
Iván sonrió, cruel,disfrutando cada segundo.
—"Sí, campeón. Mientrastú roncabas como un cerdo, yo le llenaba el vientre a tu esposa. Todos.Los. Días."
Chema no se movió. Nogritó. No lloró.
Simplemente se derrumbó.
Como un árbol podrido, cayó derodillas, los ojos vidriosos, la boca abierta en un grito que nunca salió.
Iván lo miró desde arriba, saboreandosu derrota.
—"No te preocupes",añadió, ajustándose el cinturón con gesto casual. "Le daré el hijoque tú nunca pudiste."
Y con eso, se marchó.
Dejando a Chema roto.
A María dueña de un nuevodestino.
Y a un bebé por venir quejamás llevaría su apellido.
Cuando sus palabras atravesaron aChema como cuchillos, Iván experimentó una sacudida visceral, unéxtasis que le tensó los músculos y le nubló la vista por segundos. No erasexo. Era algo más primitivo:
Cada lágrima no derramada de Chema, cada temblor reprimido, eran la prueba viviente de su supremacía. "Soy todo lo que tú nunca serás", pensó, y el pensamiento le incendió la sangre. Esto no era solo crueldad. Era un sacrificio. Chema, el hombre bueno, el esposo fiel, era el cordero degollado en el altar de su ego. Al anunciar el embarazo, Iván no informaba: consagraba su victoria. Un hijo era su marca de fuego sobre sus vidas. Aún si María volvía con Chema, el niño sería un recordatorio diario de su derrota. "Te obligaré a ver mi rostro en los ojos de tu hijo cada día", fue lo que no dijo, pero ambos lo supieron. Antesde cerrar la puerta, Iván lanzó una mirada final a Chema, ya no un hombre, sino unasombra agónica.
—"Gracias por cuidar deella... hasta que yo llegué", dijo, y su risa resonó en el pasillo como un látigo.
Enese instante, comprendió la verdad:
No había ganado a María.
Había ganado sobre Chema.
Yeso, eso era lo único que siempre había deseado.
María lo esperaba en lacasa de Iván, las palmas sudorosas apoyadas sobre su vientre, donde yacomenzaba a germinar la prueba física de su traición. Las paredes, amplias ylujosas, la rodeaban como una jaula dorada. Una jaula que ella mismahabía elegido.
Dudaba, sí.
¿Sería Iván un buenpadre?
¿O acaso ese niño seríasolo otro trofeo para su ego?
¿Y Chema? PobreChema…
Pero entonces, lapuerta se abrió.
Iván entró con esasonrisa de lobo satisfecho, los ojos brillando con el reflejo de sutriunfo. Y María supo la respuesta a todas sus preguntas.
No importaba si él laamaba.
No importaba si estoera correcto.
Porque cuando sus manosásperas la atraparon contra el sofá, cuando sus labios le arrancaron otrogemido, cuando su cuerpo volvió a someterse al mismo ritmo salvaje de siempre…
Ella recordó por quéhabía caído.
Su futuro sería así:
· Noches donde esa verga que la destrozaba sería solo suya.
· Mañanas en las que despertaría marcada por sus mordiscos.
· Una vida entera pagando el precio de su placer.
Y en medio detodo… ese hijo, concebido entre mentiras y dominación, que algúndía preguntaría por el hombre de la foto que ella escondería en un cajón.
Pero esa noche,mientras Iván la alzaba contra la pared otra vez, María dejó de pensar.
Al fin y al cabo…
Nadie la había hechosentir tan viva como él.

—FIN— O NO?
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