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dia de oficina

El aire de la oficina está pesado, cargado de ese olor a café quemado y papelerío viejo. Estoy sentado en mi silla, con la camisa medio desabotonada porque el aire acondicionado lleva dos días roto. Frente a mí, mi jefa, Valeria, está apoyada contra el escritorio, con esa pollera negra que se le pega al cuerpo como si fuera una segunda piel. Me mira fijo, con esos ojos que parecen decir "te voy a comer vivo".
—¿Qué pasa, pibe? ¿Te quedaste duro o qué? —suelta, con una sonrisa filosa, mientras se cruza de brazos, haciendo que la blusa se le tense sobre el pecho.
—Nada, Val, estoy tranqui —miento, porque la verdad es que se me está yendo la cabeza a cualquier lado menos al balance que me pidió hace una hora.
Se ríe, corta, como si supiera algo que yo no. Se da vuelta, apoya las manos en el escritorio y se inclina un toque, lo justo para que la pollera se le suba un par de centímetros.
—Vení, boludo, ayudame con esto —dice, señalando unos papeles que, la verdad, no podrían importarme menos.
Me levanto, medio torpe, y me paro atrás de ella. El escritorio está lleno de carpetas, pero no hay nada que necesite mi ayuda. Lo sé, ella lo sabe. Y cuando se da vuelta, quedamos a centímetros. Su perfume me pega como un cachetazo, dulce y pesado.
—¿Qué hacés, Val? —murmuro, pero ya siento la sangre corriendo a lugares que no debería.
—¿Qué hago? Lo que vos querés, pelotudo —responde, y antes de que pueda procesarlo, me agarra de la camisa y me tira contra ella. Su boca choca con la mía, un beso bruto, de esos que no piden permiso. Sabe a menta y a algo más, algo que me prende fuego.
La empujo contra el escritorio, y ella se sube de un salto, abriendo las piernas para que me meta entre ellas. La pollera se le arremanga hasta las caderas, y veo el encaje negro de su ropa interior.
—Sos una loca, ¿eh? —le digo, mientras mis manos ya están desabrochándole la blusa. Los botones saltan, y ella se ríe, echando la cabeza para atrás.
—Y vos un calentón, no te hagas el santo —me contesta, tirándome del cinturón. En dos segundos, mi pantalón está por los tobillos, y ella me agarra con una mano, apretando justo lo suficiente para hacerme soltar un gruñido.
La oficina está en silencio, salvo por el zumbido del ventilador y nuestros jadeos. La levanto un poco, y ella misma se baja la ropa interior, tirándola al piso.
—Dale, no te hagas el lento ahora —me apura, y no hace falta que me lo diga dos veces. La agarro de las caderas y la penetro de una, fuerte, haciendo que el escritorio cruja bajo nuestro peso. Ella suelta un gemido que seguro se escucha hasta el pasillo, pero a esta altura me chupa un huevo.
—Más, boludo, más —me pide, clavándome las uñas en la espalda. El escritorio tiembla, los papeles se caen al piso, y un mate se vuelca, pero no paramos. Su cuerpo se mueve contra el mío, caliente, sudoroso, y cada embestida me saca un poco más de cordura.
—Val, la puta madre, sos demasiado —le digo entre dientes, sintiendo que estoy al límite. Ella se ríe, pero el sonido se corta cuando le doy más rápido, más fuerte, hasta que sus piernas tiemblan y me aprieta con todo el cuerpo.
—¡Sí, carajo, sí! —grita, y eso me termina de romper. Me vengo con ella, los dos jadeando como si hubiéramos corrido una maratón. Nos quedamos ahí, pegados, con el desastre de la oficina alrededor nuestro, el mate en el piso y los papeles hechos un bollo.
—Sos un peligro, pibe —me dice, todavía respirando agitada, mientras se baja del escritorio y se arregla la pollera como si nada.
—Y vos una jefa de mierda —le contesto, riéndome, mientras trato de subirme el pantalón antes de que alguien entre y nos cague la vida.

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