
Rosa: Noche de Carne y Electricidad
Aquella noche Rosa no llevaba bragas.
Había salido del herbolario con la piel ardiendo, envuelta solo en un vestido de seda negra que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. No necesitaba más. Su coño, depilado solo en los labios, quedaba perfectamente enmarcado por el vello púbico natural, recortado con arte. Sabía lo que hacía. Sabía que alguien la vería subir las escaleras del Sideral y se correría de solo imaginar lo que ocultaba aquel vestido.
Tom la esperaba en la cabina, con un whisky en la mano y las pupilas dilatadas.
—¿Vienes sola? —preguntó él, mirándole los pezones marcados como dos piedrecitas duras.
—No. Esta noche me traigo a mí misma. Y tengo ganas de guerra.
Se sentó sobre él a horcajadas. No hubo saludo. Lo besó profundo, mojado, mordiéndole el labio. Le bajó la cremallera del pantalón y sacó su polla, ya dura, gruesa, caliente. Sin mirarlo, comenzó a masturbarlo, apretando con fuerza, como si midiera el poder de la noche en sus manos.
Luego, sin dejar de mirarlo, se escupió en la mano y se frotó el clítoris. Sabía cómo hacerlo. Sabía cómo mover la cadera en círculos, cómo rozar apenas los labios internos con la yema de los dedos. En menos de un minuto, ya estaba empapada.
—Vas a follarme aquí. Pero no me quites el vestido.
Se subió sobre él y se deslizó lentamente en su polla, hasta que la sintió entera, golpeando su cérvix. Gimió al oído:
—Me duele un poco. Me encanta que duela.
Se movió despacio al principio, dejando que cada centímetro entrara con precisión, mientras se acariciaba los pezones por encima del vestido. Luego fue más rápido. Sus nalgas chocaban con los muslos de Tom como un tambor de guerra.
Una chica que bailaba cerca los vio. La miraba sin apartar la vista, mordiéndose el labio. Rosa la llamó con la mirada.
—¿Te excita esto? Ven. Métete debajo de la mesa.
La chica obedeció, como hipnotizada. Se arrodilló y comenzó a lamer los huevos de Tom mientras Rosa cabalgaba como una puta poseída.
—Lámele también el culo, zorrita —ordenó Rosa, jadeando—. Hoy te vamos a llenar como a una copa vacía.
La lengua subió hasta el ano de Tom, que gemía con los ojos cerrados. Rosa se inclinó hacia atrás, exponiendo su clítoris palpitante, y la chica aprovechó para chuparlo con devoción.
—Sí, así, puta. Chúpame bien el coño mientras me lo follan.
De pronto, Rosa se levantó. Tom estaba a punto de correrse.
—No aún. —le dijo ella. Luego miró a la chica—. Tú te lo tragas entero.
Y sin más, le metió la polla de Tom hasta la garganta. Ella tosió, pero no se apartó. Rosa la sujetó del pelo y la hizo bajar hasta que la lengua tocó los huevos.
—Traga —ordenó.
Cuando Tom se vino, lo hizo como un disparo. La chica no se lo esperaba y se atragantó un poco, pero tragó todo. Rosa le dio una bofetada suave.
—Ahora, límpiala con la lengua.
La chica obedeció, temblando de deseo.
Rosa se agachó, le abrió las piernas y le metió dos dedos de golpe. La chica gritó, pero no de dolor.
—Estás empapada… Venga, sácame la lengua —le dijo mientras se la follaba con fuerza—. Vas a correrte encima de mis dedos, y después me vas a pedir más.
Y eso hizo.


Rosa: El Ritual de Medianoche
Eran las tres de la mañana. Rosa estaba completamente desnuda.
Su vestido había sido arrancado por dos desconocidos que la habían llevado en volandas desde la cabina del club a una habitación trasera, apartada, iluminada solo por luces rojas. No puso resistencia. Lo había buscado. Se había mostrado. Se había ofrecido.
Sobre la mesa había una bandeja con rayas de cocaína y un frasco con gotas psicodélicas que alguien le vertió directamente en la lengua. Rosa abrió la boca como una felina y las gotas la encendieron desde dentro. Su cuerpo se arqueó. Todo vibraba.
—Quiero que me folléis por todos lados —dijo sin pudor, con los ojos encendidos—. Quiero que me abráis como una puta flor.
Ben ya tenía la polla dura otra vez. Uno de los chicos la tomó de la cintura y la colocó a cuatro patas sobre un sofá pegajoso. Le separó las nalgas y escupió directamente sobre su ano.
—¿Te gusta por detrás?
—Mételo ya, cabrón. ¡Rómpeme!
La penetración fue brutal. Sin compasión. Rosa gritó, se agarró al sofá y empujó hacia atrás, como si quisiera que le desgarraran el alma por el culo. El otro tipo se puso delante y le metió su polla en la boca sin avisar. Ella la tragó entera, babosa, profunda, mientras el otro se la follaba por detrás a ritmo de tambores tribales.
Los golpes eran violentos. Rosa se corría sin parar, cada embestida era como una descarga eléctrica. Su coño goteaba. El sonido de la carne chocando era obsceno. La habitación olía a sexo, a sudor, a saliva, a perfume caro, a humo de porros.
Se giró de pronto y se sentó con una polla en cada mano.
—Os quiero dentro. Los dos. A la vez.
Los chicos dudaron, pero Rosa los miró como una diosa impaciente.
—¡Vamos! Uno en el coño, el otro en el culo. Me vais a follar como si fuerais demonios.
Se tumbó con las piernas abiertas. Uno la penetró mientras ella se abría el ano con los dedos. El segundo, más bestia, escupió y empujó.
—¡Sí! —gritó Rosa, con una sonrisa sucia— ¡Agujero doble! ¡Más, más, más!
Ambos entraban y salían en ritmo. Rosa estaba ida, totalmente poseída. Su cuerpo se sacudía, jadeaba, se mordía el brazo para no gritar más fuerte. Luego vino el orgasmo múltiple. Uno, dos, tres… y los chicos no podían más. Se corrieron dentro. Sin condón. Sin pedir permiso. Rosa lo quiso así.
Cuando todo acabó, ella se limpió los muslos con una camiseta ajena. Se rió, con el maquillaje corrido y el cuerpo cubierto de semen y sudor.
—¿Dónde está la siguiente fiesta?
Rosa: La Isla de los Pecados
El jet privado aterrizó en Ibiza al atardecer. Rosa bajó con gafas de sol, sin ropa interior, solo un vestido transparente que dejaba ver su cuerpo entero, como una diosa andrógina bajada de una galaxia sexual.
La esperaba un coche negro. Dentro, tres modelos, todos desnudos: dos mujeres con curvas perfectas y un chico rubio con el torso tatuado y un collar de pinchos.
—¿Eres Rosa?
—Soy el pecado que esperabais.
Durante el trayecto le ofrecieron una copa con MDMA disuelta, una calada de un porro que olía a miel, y una mano que le acarició el muslo hasta deslizarse entre sus piernas. No dijo nada. Abrió más las piernas y cerró los ojos, dejándose acariciar hasta que le rozaron el clítoris. Entonces soltó un gemido suave.
La villa era una mansión blanca con columnas griegas y piscinas que brillaban en neón. Dentro, la fiesta ya estaba encendida. Cuerpos desnudos por todas partes. Música electrónica con bajos sucios. Un grupo follaba en la terraza, otro se lamía cocaína del culo en un sillón.
Rosa se desnudó sin prisa. Caminó entre los cuerpos como una reina. Un fotógrafo se arrodilló para captarla con su Leica: Rosa de espaldas, el culo firme y perfecto, iluminado por la luna, su vello púbico natural y ordenado, sus pezones erguidos.
—Quiero orgía —dijo, subiendo a una plataforma acolchada—. Quiero cuerpos. Quiero gritos. ¡Quiero ver corridas!
Cinco se acercaron. Cuatro hombres y una mujer. La rodearon, la tocaron, la besaron. Uno le lamió los pezones mientras otro le chupaba el culo. El tercero le metió dos dedos en la boca y ella los chupó como si fuera a devorarlo.
—Quiero veros dentro —ordenó—. Todos. Pero uno primero me la abre bien.
Se puso en posición: culo al aire, piernas abiertas, boca sucia. Uno la penetró por el culo mientras otro le metía la polla en la boca. Rosa jadeaba, reía, se empapaba.
—Más —gritó—. ¡No paréis!
Se la follaron como a una bestia. Por el culo, por la boca, por el coño. Al mismo tiempo. Sin tregua. Con rabia. Uno le eyaculó en la cara. Ella se limpió con la lengua. Otro se corrió en su espalda, otro en su pelo.
—¿Quién queda? ¡Estoy en celo!
La mujer, hermosa, morena, se acercó y le ofreció un plug de cristal. Rosa se lo metió ella misma en el culo mientras gemía. Luego se sentaron juntas, piernas abiertas, y comenzaron a masturbarse frente a todos.
—Esta noche quiero 30 corridas sobre mí —susurró Rosa, jadeando—. En la cara, en la boca, en la espalda, en las tetas, en los pies. ¡Soy vuestra!
Cuando la música paró, Rosa estaba tumbada, con el cuerpo cubierto de semen, de perfume, de marcas de mordiscos. Reía, feliz, salvaje, incontrolable.
Y todavía quedaba otra noche.
Rosa: El Templo del Placer Prohibido
La invitación le llegó por mensaje cifrado:
"Midnight. Villa Margot. Trae solo tu piel."
Rosa se presentó desnuda bajo una túnica de vinilo ajustado, con botas altas y un collar de pinchos. Sus pezones marcaban como cuchillas la tela negra. En la puerta, dos guardias la desnudaron sin preguntar y le colocaron una máscara de cuero con una cremallera sobre la boca. A ella le encantó. Se sintió entregada.
Adentro, todo era rojo. Paredes acolchadas, cadenas colgando, jaulas, camas circulares. La gente ya estaba follando. Una mujer atada boca abajo recibía azotes mientras la hacían lamer el coño de otra. Un hombre era montado como una bestia, con una correa al cuello. Al fondo, una cámara grababa todo: lo que pasaba ahí se vendía caro.
Rosa se acercó a la mesa de rituales. Un maestro de ceremonias —alto, de traje brillante, ojos fríos— la esperaba.
—¿Estás preparada para el Ritual de la Sangre Blanca?
Ella asintió.
—Quiero sentirlo todo. Usadme. Marcadme. Llevadme más allá.
Le ataron las muñecas por encima de la cabeza y la colgaron ligeramente en el aire. Su cuerpo perfecto quedó suspendido, expuesto, ofrecido. Le colocaron pinzas en los pezones, pesadas, que la hacían gemir con cada movimiento. Luego llegó el primer visitante: una mujer vestida de cuero, que comenzó a acariciarle el coño con un látigo de cadenas suaves.
—Mira cómo se abre —susurró al maestro—. Está lista para el agujero negro.
Le metieron un plug grande, con vibración interna, y luego la penetraron por detrás con un dildo doble, mientras un hombre le follaba la boca con violencia.
—No pares —dijo él mientras la sujetaba del pelo—. Traga hasta las lágrimas.
Rosa babeaba, gemía, lloraba, se corría sin pausa. La lengua de la mujer le lamía el ano mientras el dildo vibraba. Los golpes llegaban en forma de cachetadas, latigazos suaves, caricias sucias.
Entonces llegó el momento fuerte: la mesa giró y Rosa quedó boca arriba, atada, con las piernas abiertas, y un tubo conectado a su coño.
—Vamos a recogerte. Vamos a beberte —dijo el maestro—. Tu flujo es elixir.
Mientras la follaban por el culo con una vara de vidrio, el tubo extraía su lubricación, y otro invitado lo bebía en una copa. Rosa se sentía diosa y animal. Elevada. Trascendida.
La cámara grababa todo. El video sería vendido bajo el título “La Sacerdotisa del Orgasmo”.
Cuando terminó, Rosa estaba marcada. Tenía el cuerpo lleno de semen, azotes, mordiscos, sangre leve en los muslos, ojos brillando de droga y éxtasis. El maestro se le acercó.
—Eres una leyenda. Hoy has nacido de nuevo.
Ella sonrió, aún con la máscara abierta.
—Soy Rosa. Y mañana quiero más.
Rosa: El Templo Cibernético
Berlín. Medianoche. Bajo una fábrica abandonada del este, se abre una puerta de metal que conduce al subsuelo. Solo entran elegidos. Rosa baja por una escalera sin fin. El sonido de los latidos de un bajo hipnótico vibra en el suelo. En la entrada, un androide desnudo le escanea el cuerpo.
—Identificada como Rosa. Nivel Omega. Acceso total.
Le colocan un chip temporal en la nuca. Ese chip la conecta al Sistema Orgásmico Unificado. Ahora, cada placer será registrado, amplificado, compartido en tiempo real con los demás participantes. No hay intimidad. Hay comunión.
Rosa entra en la sala principal: cúpulas de vidrio, cuerpos flotando suspendidos por cables, máquinas follando humanos y humanos follando máquinas. Todo es sexo, pero ningún acto es simple. Cada uno es un ritual. Un sacrificio. Un código.
Se le acerca un hombre con piel tatuada de números, completamente desnudo. Le entrega un traje transparente, hecho de filamentos ópticos. Cuando se lo pone, su piel se ilumina con sus impulsos eléctricos. Cada pensamiento sexual la hace brillar.
—Prepárate para el Módulo Kármico —le susurra él.
La llevan a una plataforma. Allí, cinco seres (humanos, andróginos, mitad cyborgs) la rodean. Una voz suena desde el techo:
“Entrega. Sumisión. Reconfiguración.”
Rosa se arrodilla. Una máquina le abre las piernas, le introduce un plug anal que vibra con cada movimiento cerebral. Otro aparato le lame el clítoris con precisión quirúrgica. Una mujer le introduce un brazo cubierto de sensores en la vagina hasta el fondo. Rosa grita, pero no de dolor: el sistema amplifica su placer al 500%. Cada espasmo hace temblar la sala.
—¡Soy un canal! —grita Rosa, arqueada, llena, poseída.
Entonces uno de los cyborgs eyacula sobre su cara un líquido lechoso con feromonas. Rosa lo lame. Lo traga. Le piden que abra el ano. Lo hace. Una sonda entra despacio, y desde una pantalla, otros invitados ven en directo su interior: rojo, húmedo, excitado. El chip traduce sus sensaciones en visuales psicodélicos que se proyectan en el techo.
Rosa es ahora un espectáculo místico.
Uno de los hombres se arrodilla ante ella y le ofrece una daga ceremonial.
—Marca tu carne. Reescribe tu código.
Sin dudarlo, Rosa se talla una línea sobre la pelvis. La sangre es recogida por sensores y enviada a la IA central. De esa herida nace un orgasmo brutal. Se corre a chorros. Gime como una bruja. Llora. Tiembla. La IA lo registra como Orgasmo Total Nivel 12.
Cuando todo termina, Rosa yace desnuda, con la piel cubierta de luces, sudor, sangre y semen sintético. Sonríe.
—¿Hay más? —pregunta.
El androide la mira.
—No ha hecho más que empezar. Has sido elegida para liderar el próximo culto.
Rosa: Sexo Silencioso en la Última Fila
Madrid. Domingo.
Rosa pasea del brazo de su pareja por Lavapiés. Viste un conjunto blanco de lino, va sin maquillaje y lleva el pelo recogido con una pinza. Acaban de visitar a sus padres, que la han recibido con cariño, sin saber nada de sus viajes, ni de las orgías, ni del templo cibernético.
—Estás más guapa que nunca, hija —le ha dicho su madre, sirviéndole una infusión.
—El yoga me ha cambiado la vida —sonrió Rosa, como una virgen iluminada.
Por la tarde fue a su clase de yoga, donde su cuerpo delgado y elegante resaltaba en cada postura. Cerró los ojos en savasana, respirando en silencio… pero en su interior ya se encendía la llama. Sentía el calor entre las piernas. El sudor en su entrepierna era deseo.
Ella lo sabía: esa noche no dormiría tranquila sin correrse.
Después del yoga, su pareja la esperaba afuera. Rosa se le acercó y le mordió el lóbulo.
—Vamos al cine —dijo con una sonrisa inocente—. Tengo ganas de oscuridad.
Eligieron una película cualquiera. Sala pequeña, poca gente. Se sentaron al fondo, última fila, como adolescentes. Rosa se quitó las sandalias y subió los pies al asiento. Su vestido blanco era amplio… y debajo no llevaba nada.
—No me mires así… —le susurró a su pareja—. Pero me estoy poniendo muy cachonda. Es el puto hipertiroidismo, cariño. Me sube la libido a mil.
Su pareja la miró. Ella ya tenía una mano dentro del vestido, acariciándose el coño, húmedo, tibio, abierto.
—Grábame —le dijo al oído, entregándole el móvil.
Él no dudó. Abrió la cámara y la enfocó mientras ella se metía dos dedos. Se mordía el labio para no gemir.
—Me corro en silencio, ¿sabes? —susurró—. Pero por dentro estoy gritando.
Luego se subió sobre él, sin quitarse el vestido, solo echándolo hacia un lado. Él ya tenía la polla dura, lista. Rosa se sentó encima, despacio, tragándosela entera con el coño chorreando.
—No te muevas mucho… o sí. Que se enteren todos.
Mientras cabalgaba en silencio, miraba a cámara. Su mirada era fuego. Se grababan desde varios ángulos. Él la agarraba de las caderas mientras ella se tocaba el clítoris.
—¿Te imaginas que este video lo ven tus padres?
Rosa se vino fuerte. La cara, el cuello, las tetas le temblaban.
—Súbelo a Close Friends —jadeó—. Que sepan que esta yoguini se corre en la fila ocho, asiento K.
Cuando terminó la peli, salieron del cine cogidos de la mano. Nadie sospechaba nada. Rosa sonreía, como una chica buena.
Pero en su móvil quedaba el testimonio de otra noche incendiaria.
Rosa: Secretos entre Flores y Plantas
Lunes. 10:23 a.m.
Rosa entra en El 12 lunas con gafas de sol grandes, el pelo recogido en un moño rápido y ojeras que ni las hierbas del fondo podrían disimular. Huele a jazmín, incienso y cansancio sexual.
—Buenos días, jefa —le saluda desde el mostrador su trabajadora habitual, Raquel, rubia, guapa, siempre puntual. Ya tiene la tienda abierta y la caja hecha.
—¿Dormiste algo anoche? —pregunta con tono pícaro.
Rosa se pone su bata de algodón color turquesa, llena de dibujos de flores medicinales. Pasa al almacén y empieza a revisar botes de valeriana, damiana, raíz de maca, cáñamo.
“Inventario para recuperar la compostura,” se dice a sí misma.
Al rato, empiezan a entrar las clientas de siempre: mujeres del barrio, estudiantes, alguna señora con energía espiritual. Todas la miran con admiración.
—Rosa, qué bien te veo. Estás radiante, como siempre.
—Esas infusiones que preparas son mágicas —dice otra—. Y tú… es que tienes algo, ¿eh? Como... fuerza.
Rosa sonríe, se agacha para coger una bolsa de tila, y siente todavía un leve dolor delicioso en el culo. Aún lleva dentro la última escena grabada de anoche, como si el semen seco le pesara en el alma.
Entonces entra ella: una mujer de unos cuarenta años, atractiva, con mirada inquieta y labios carnosos. Se acerca al mostrador, finge mirar unas cremas y luego, en voz baja, le dice entre risas:
—¿Eres tú… la del video en el cine?
Rosa la mira, tensa.
—¿Qué?
—No te preocupes… —le guiña un ojo—. Te reconocí por el tatuaje en la cadera. Me pareció precioso. Me puso…
Rosa se gira y le pide a Raquel que cubra la caja.
—¿Quieres pasar al despacho un momento?
La mujer asiente. Entran. Rosa cierra la puerta.
—¿Dónde lo viste?
—En una cuenta privada. Una amiga… muy viciosa. Me lo enseñó. Me lo pasé tres veces. Te veías tan… libre.
—¿Y qué piensas?
Ella se encoge de hombros, juguetona.
—Pienso que quiero saber más. No imaginaba que una herbolarista como tú... tuviera esa cara B tan... sucia.
Rosa se sienta en la mesa. La mira a los ojos. Luego se baja lentamente la bata hasta que le enseña un pecho.
—No es una cara B. Es la misma. Solo que hay quienes no están preparados para verla entera.
—¿Y tú… grabas mucho? —pregunta la mujer, con las mejillas coloradas.
—Bastante —responde Rosa—. Lo vendo. Lo comparto. Lo vivo. Hay noches en las que soy solo una flor. Y otras, una tormenta anal.
La mujer la mira, excitada.
—¿Puedo participar algún día?
Rosa sonríe y le toma la mano.
—Si traes una planta que te represente… tal vez te invite.
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