Capítulo: La Noche del 24
Las fiestas siempre traían esa mezcla de nostalgia y caos organizado que, de alguna manera, terminaba siendo perfecta. En mi casa, la Navidad no era una locura de esas que se ven en las películas, con mesas desbordadas de comida y musica a todo volumen, pero tenía su encanto. Era más bien una reunión íntima, con risas, charlas que se alargaban y el olor a asado impregnando el aire. Ese 24 de diciembre, mis padres decidieron invitar a Nico a pasar la noche con nosotros. No era la primera vez que venía a casa, pero algo en su presencia siempre me ponía un poco nerviosa, como si todavía estuviéramos en esa etapa de conocernos, aunque lleváramos meses juntos.Desde temprano, la casa estaba en movimiento. Mi viejo, con su delantal de “Parrillero Oficial” que usaba con orgullo irónico, preparaba el fuego en el patio trasero, mientras Nico, con una cerveza en la mano, se ofrecía a ayudarlo. Los veía desde la ventana de la cocina: mi papá gesticulando con un tenedor en la mano, contando alguna anécdota de su juventud, y Nico riendo, atento, como si de verdad le interesara. Había algo encantador en cómo se llevaban, y me gustaba verlo así, relajado, integrado a mi mundo.Adentro, la cocina era territorio de mi mamá, mis tías y un par de primas a las que apenas veía una vez al año. Entre el ruido de las ollas, las risas y los chismes sobre vecinos que no conocía, me sentía un poco fuera de lugar. Estaba ayudando a cortar tomates para la ensalada, pero mi mente divagaba. Pensaba en lo raro que era estar todos juntos, fingiendo que el tiempo no pasaba, que éramos los mismos de siempre. Mis primas, con sus uñas perfectamente pintadas y sus historias de viajes a Europa, me hacían sentir como si mi vida fuera demasiado ordinaria. Pero, en el fondo, no me importaba tanto. Estaba contenta, o al menos eso creía.Entonces, mi celular vibró en el bolsillo trasero de mis jeans. Lo saqué con disimulo, esperando un mensaje de alguna amiga o un meme navideño de esos que inundan los grupos de WhatsApp. Pero no. Era Matías. Mi corazón dio un pequeño vuelco, no de emoción, sino de esa mezcla de adrenalina y culpa que siempre aparecía con él. El mensaje era directo, sin rodeos: “Cómo me gustaría darte el regalito hoy, putita”.Me quedé congelada, con el cuchillo en la mano y un tomate a medio cortar. Sentí un calor subiéndome por el cuello, y no era solo por el bochorno de la cocina. Era el tono, la audacia, el descaro de escribirme algo así en medio de una reunión familiar. Mis ojos recorrieron rápido la pantalla, asegurándome de que nadie estuviera mirando. Mi mamá estaba ocupada contándole a mi tía algo sobre una receta, y mis primas seguían en su burbuja de selfies y risitas. Nadie notó que, por un segundo, mi mundo se había detenido.Intenté ignorar la sensación que me recorría el cuerpo, ese cosquilleo que no quería admitir. Tecleé una respuesta rápida, con los dedos temblando un poco: “No me escribas si no te escribo, boludo. Ahora no estoy con Nico cerca, pero puede pasar. ¿Y encima me ponés eso?”. Quería sonar firme, molesta, pero una parte de mí sabía que no era del todo sincera. Matías tenía esa habilidad de meterse bajo mi piel, de hacerme dudar de mí misma con solo unas palabras.Su respuesta llegó casi de inmediato: “Estoy con unos amigos, tranqui. Te paso a buscar en el auto, te doy el regalito y volvemos. Nadie se entera”. Me reí por lo bajo, más por nervios que por gracia. ¿Estaba loco? ¿De verdad pensaba que iba a salir corriendo de mi casa, en plena Nochebuena, para subirme a su auto y quién sabe qué? “Estás loco, eso no va a pasar”, respondí, tratando de ponerle un punto final. Pero él no se rendía. “Entonces mándame unas fotitos de cómo estás. Pero ya sabés qué quiero ver”.Ese mensaje me golpeó como un balde de agua fría. Nunca me había pedido algo así. Matías siempre había sido directo, sí, pero esto era nuevo. Supuse que estaba borracho, o al menos lo bastante desinhibido como para cruzar esa línea. Mi primer impulso fue rechazarlo de plano. * “‘No, boludo. Eso lo podés ver en vivo y en directo otro día”*, escribí, intentando sonar segura, como si tuviera todo bajo control. Pero mientras lo hacía, algo cambió. Era como si el morbo, ese juego peligroso al que siempre le había dicho que no, empezara a ganar terreno.Miré a mi alrededor. La cocina seguía siendo un caos de risas y charlas. Nico, mi papá y mi el esposo de mi tía estaban afuera, probablemente discutiendo si la carne estaba a punto o no. Nadie me prestaba atención. Y, sin saber bien por qué, me encontré caminando hacia el baño del pasillo, con el corazón latiendo tan fuerte que podía sentirlo en la garganta. Cerré la puerta con llave, me apoyé contra el lavabo y respiré hondo. ¿Qué estaba haciendo? Esto era una locura. Pero la idea de desafiarlo, de tomar el control de esa situación, me atraía de una manera que no podía explicar.Me miré en el espejo. Llevaba un vestido negro sencillo, de esos que son cómodos pero te hacen ver arreglada sin esfuerzo. La tanga que había elegido esa mañana era roja, un detalle que ahora parecía casi profético. Con las manos temblando, me subí el vestido hasta la cintura, giré un poco para ver mi reflejo y saqué el celular. No lo pensé demasiado; si lo hacía, sabía que me iba a arrepentir. Ajusté el ángulo, asegurándome de que la foto mostrara justo lo que él quería ver: mi cola, la curva de la tanga marcándose contra mi piel. Hice clic. La imagen apareció en la pantalla, nítida, audaz, más de lo que esperaba. Por un segundo, dudé. Podía borrarla, fingir que esto nunca había pasado. Pero no lo hice.Presioné “Enviar”.El silencio que siguió fue ensordecedor. No había vuelta atrás. Me bajé el vestido, me lavé las manos como si eso pudiera limpiar lo que acababa de hacer, y volví a la cocina con una sonrisa forzada. Nadie notó nada. Mi mamá me pidió que trajera más servilletas, y mis primas seguían hablando de no sé qué. Pero yo ya no estaba ahí del todo. Una parte de mí seguía en ese baño, en esa foto, en la espera de lo que Matías diría. Y, aunque no quería admitirlo, una parte de mí estaba deseando saberlo.
Las fiestas siempre traían esa mezcla de nostalgia y caos organizado que, de alguna manera, terminaba siendo perfecta. En mi casa, la Navidad no era una locura de esas que se ven en las películas, con mesas desbordadas de comida y musica a todo volumen, pero tenía su encanto. Era más bien una reunión íntima, con risas, charlas que se alargaban y el olor a asado impregnando el aire. Ese 24 de diciembre, mis padres decidieron invitar a Nico a pasar la noche con nosotros. No era la primera vez que venía a casa, pero algo en su presencia siempre me ponía un poco nerviosa, como si todavía estuviéramos en esa etapa de conocernos, aunque lleváramos meses juntos.Desde temprano, la casa estaba en movimiento. Mi viejo, con su delantal de “Parrillero Oficial” que usaba con orgullo irónico, preparaba el fuego en el patio trasero, mientras Nico, con una cerveza en la mano, se ofrecía a ayudarlo. Los veía desde la ventana de la cocina: mi papá gesticulando con un tenedor en la mano, contando alguna anécdota de su juventud, y Nico riendo, atento, como si de verdad le interesara. Había algo encantador en cómo se llevaban, y me gustaba verlo así, relajado, integrado a mi mundo.Adentro, la cocina era territorio de mi mamá, mis tías y un par de primas a las que apenas veía una vez al año. Entre el ruido de las ollas, las risas y los chismes sobre vecinos que no conocía, me sentía un poco fuera de lugar. Estaba ayudando a cortar tomates para la ensalada, pero mi mente divagaba. Pensaba en lo raro que era estar todos juntos, fingiendo que el tiempo no pasaba, que éramos los mismos de siempre. Mis primas, con sus uñas perfectamente pintadas y sus historias de viajes a Europa, me hacían sentir como si mi vida fuera demasiado ordinaria. Pero, en el fondo, no me importaba tanto. Estaba contenta, o al menos eso creía.Entonces, mi celular vibró en el bolsillo trasero de mis jeans. Lo saqué con disimulo, esperando un mensaje de alguna amiga o un meme navideño de esos que inundan los grupos de WhatsApp. Pero no. Era Matías. Mi corazón dio un pequeño vuelco, no de emoción, sino de esa mezcla de adrenalina y culpa que siempre aparecía con él. El mensaje era directo, sin rodeos: “Cómo me gustaría darte el regalito hoy, putita”.Me quedé congelada, con el cuchillo en la mano y un tomate a medio cortar. Sentí un calor subiéndome por el cuello, y no era solo por el bochorno de la cocina. Era el tono, la audacia, el descaro de escribirme algo así en medio de una reunión familiar. Mis ojos recorrieron rápido la pantalla, asegurándome de que nadie estuviera mirando. Mi mamá estaba ocupada contándole a mi tía algo sobre una receta, y mis primas seguían en su burbuja de selfies y risitas. Nadie notó que, por un segundo, mi mundo se había detenido.Intenté ignorar la sensación que me recorría el cuerpo, ese cosquilleo que no quería admitir. Tecleé una respuesta rápida, con los dedos temblando un poco: “No me escribas si no te escribo, boludo. Ahora no estoy con Nico cerca, pero puede pasar. ¿Y encima me ponés eso?”. Quería sonar firme, molesta, pero una parte de mí sabía que no era del todo sincera. Matías tenía esa habilidad de meterse bajo mi piel, de hacerme dudar de mí misma con solo unas palabras.Su respuesta llegó casi de inmediato: “Estoy con unos amigos, tranqui. Te paso a buscar en el auto, te doy el regalito y volvemos. Nadie se entera”. Me reí por lo bajo, más por nervios que por gracia. ¿Estaba loco? ¿De verdad pensaba que iba a salir corriendo de mi casa, en plena Nochebuena, para subirme a su auto y quién sabe qué? “Estás loco, eso no va a pasar”, respondí, tratando de ponerle un punto final. Pero él no se rendía. “Entonces mándame unas fotitos de cómo estás. Pero ya sabés qué quiero ver”.Ese mensaje me golpeó como un balde de agua fría. Nunca me había pedido algo así. Matías siempre había sido directo, sí, pero esto era nuevo. Supuse que estaba borracho, o al menos lo bastante desinhibido como para cruzar esa línea. Mi primer impulso fue rechazarlo de plano. * “‘No, boludo. Eso lo podés ver en vivo y en directo otro día”*, escribí, intentando sonar segura, como si tuviera todo bajo control. Pero mientras lo hacía, algo cambió. Era como si el morbo, ese juego peligroso al que siempre le había dicho que no, empezara a ganar terreno.Miré a mi alrededor. La cocina seguía siendo un caos de risas y charlas. Nico, mi papá y mi el esposo de mi tía estaban afuera, probablemente discutiendo si la carne estaba a punto o no. Nadie me prestaba atención. Y, sin saber bien por qué, me encontré caminando hacia el baño del pasillo, con el corazón latiendo tan fuerte que podía sentirlo en la garganta. Cerré la puerta con llave, me apoyé contra el lavabo y respiré hondo. ¿Qué estaba haciendo? Esto era una locura. Pero la idea de desafiarlo, de tomar el control de esa situación, me atraía de una manera que no podía explicar.Me miré en el espejo. Llevaba un vestido negro sencillo, de esos que son cómodos pero te hacen ver arreglada sin esfuerzo. La tanga que había elegido esa mañana era roja, un detalle que ahora parecía casi profético. Con las manos temblando, me subí el vestido hasta la cintura, giré un poco para ver mi reflejo y saqué el celular. No lo pensé demasiado; si lo hacía, sabía que me iba a arrepentir. Ajusté el ángulo, asegurándome de que la foto mostrara justo lo que él quería ver: mi cola, la curva de la tanga marcándose contra mi piel. Hice clic. La imagen apareció en la pantalla, nítida, audaz, más de lo que esperaba. Por un segundo, dudé. Podía borrarla, fingir que esto nunca había pasado. Pero no lo hice.Presioné “Enviar”.El silencio que siguió fue ensordecedor. No había vuelta atrás. Me bajé el vestido, me lavé las manos como si eso pudiera limpiar lo que acababa de hacer, y volví a la cocina con una sonrisa forzada. Nadie notó nada. Mi mamá me pidió que trajera más servilletas, y mis primas seguían hablando de no sé qué. Pero yo ya no estaba ahí del todo. Una parte de mí seguía en ese baño, en esa foto, en la espera de lo que Matías diría. Y, aunque no quería admitirlo, una parte de mí estaba deseando saberlo.
1 comentarios - Capítulo 31: La Noche del 24