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arena y sol

El sol me pega en la nuca mientras camino por el sendero de tierra, con los yuyos altos rozándome las piernas. Sofi va adelante, con ese short de jean gastado que me mata y una remerita suelta que se le mueve con el viento. Cada tanto, me tira una mirada de reojo, de esas que me hacen hervir la sangre. El ruido del mar se siente más cerca, y mis ojotas hacen flap-flap contra el suelo.
—Che, boludo, qué calor, ¿no? —dice ella, parando de golpe al lado de un arbusto, justo donde el sendero se abre a una playa re desierta.
—Calor sos vos, Sofi —le tiro, con una sonrisa canchera, mientras me acerco, sin poder sacarle los ojos de encima.
Nos miramos un segundo, y es como si el aire se pusiera más espeso. Ella se muerde el labio, apoyándose contra un árbol finito, y yo no me aguanto más. Le pongo una mano en la cintura, la atraigo despacito, y ella me clava esos ojos que me queman. Me acerco y le planto un beso, primero suave, pero en dos segundos ya estamos a full, como si no hubiera nadie más en el mundo.
—Pará, ¿y si pasa alguien? —susurra, pero por cómo me mira, sé que le chupa un huevo.
—Que pasen, loca, esto es nuestro —le digo, medio en joda, mientras le deslizo una mano por la espalda, levantándole apenas la remera.
El ruido de las olas rompiendo en la playa me llega clarito. Sofi se aprieta más contra mí, y siento el calor de su piel, el latido acelerado de su pecho. Le beso el cuello, despacito, y ella suelta un gemidito que me prende fuego. Sus manos se meten por abajo de mis bermudas, y yo, entre risas y urgencia, la alzo un poquito contra el árbol, justo cuando una brisa salada nos pega en la cara.
—Sos terrible, eh —me dice, entre risas y jadeos, mientras nos dejamos llevar, ahí, a metros de la playa, con el mar como único testigo

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