El bulín estaba a media luz, con esa penumbra que hace todo más prohibido. La ventana abierta dejaba entrar el murmullo de la noche de Palermo, pero nosotros ya estábamos en otro mundo. Ella, descalza, con una remera mía que le quedaba grande y dejaba asomar justo lo necesario, me miraba desde el sillón como si me estuviera desafiando. “¿Qué, guacho? ¿Te vas a quedar ahí parado?”, me tiró, con esa voz que era puro fuego, mientras se mordía el labio.
No hizo falta más. Me acerqué en dos pasos, y ella se levantó, pegándose a mí como si el espacio entre nosotros fuera un delito. Sus manos, rápidas y descaradas, se metieron bajo mi camisa, arañándome la espalda mientras me besaba con una hambre que me desarmó. Era un beso de esos que no piden permiso, que te roban el aire y te hacen olvidar hasta cómo te llamás. La levanté, y sus piernas se enroscaron en mi cintura como si siempre hubieran pertenecido ahí.
La tiré suave sobre la cama, y ella se rió, pícara, mientras se sacaba la remera con un movimiento que era pura provocación. Su piel brillaba bajo la luz tenue, y yo, boludo, me quedé un segundo hipnotizado por las curvas que prometían perderme. “Vení, no te hagas el gil”, susurró, tirándome del cinturón. Le seguí el juego, desabrochándole el jean con dedos torpes de tanto apuro. Cuando por fin la tuve desnuda, fue como si el tiempo se frenara. Sus jadeos llenaban el cuarto mientras mis manos exploraban cada centímetro de su cuerpo, deteniéndose en esos lugares que la hacían arquearse y soltar un gemido que me volvía loco.
Me incliné, besándole el cuello, bajando por su pecho, hasta que mis labios encontraron el calor entre sus piernas. Ella se estremeció, enredando los dedos en mi pelo, guiándome con un “sí, así, no pares” que me prendió fuego. Cada movimiento de mi lengua la hacía temblar, y sus caderas se movían contra mí, buscando más, exigiendo todo. Cuando levantó la cabeza, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta, supe que estaba al borde. “Ahora, por favor”, gimió, y no hubo vuelta atrás. Me subí sobre ella, y cuando nuestros cuerpos se encontraron, fue como si el mundo explotara. Cada embestida era un grito ahogado, un roce desesperado, hasta que los dos nos perdimos en un clímax que nos dejó temblando, abrazados, con la respiración entrecortada y el corazón a mil.
La noche seguía afuera, pero nosotros ya no éramos de este planeta.
No hizo falta más. Me acerqué en dos pasos, y ella se levantó, pegándose a mí como si el espacio entre nosotros fuera un delito. Sus manos, rápidas y descaradas, se metieron bajo mi camisa, arañándome la espalda mientras me besaba con una hambre que me desarmó. Era un beso de esos que no piden permiso, que te roban el aire y te hacen olvidar hasta cómo te llamás. La levanté, y sus piernas se enroscaron en mi cintura como si siempre hubieran pertenecido ahí.
La tiré suave sobre la cama, y ella se rió, pícara, mientras se sacaba la remera con un movimiento que era pura provocación. Su piel brillaba bajo la luz tenue, y yo, boludo, me quedé un segundo hipnotizado por las curvas que prometían perderme. “Vení, no te hagas el gil”, susurró, tirándome del cinturón. Le seguí el juego, desabrochándole el jean con dedos torpes de tanto apuro. Cuando por fin la tuve desnuda, fue como si el tiempo se frenara. Sus jadeos llenaban el cuarto mientras mis manos exploraban cada centímetro de su cuerpo, deteniéndose en esos lugares que la hacían arquearse y soltar un gemido que me volvía loco.
Me incliné, besándole el cuello, bajando por su pecho, hasta que mis labios encontraron el calor entre sus piernas. Ella se estremeció, enredando los dedos en mi pelo, guiándome con un “sí, así, no pares” que me prendió fuego. Cada movimiento de mi lengua la hacía temblar, y sus caderas se movían contra mí, buscando más, exigiendo todo. Cuando levantó la cabeza, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta, supe que estaba al borde. “Ahora, por favor”, gimió, y no hubo vuelta atrás. Me subí sobre ella, y cuando nuestros cuerpos se encontraron, fue como si el mundo explotara. Cada embestida era un grito ahogado, un roce desesperado, hasta que los dos nos perdimos en un clímax que nos dejó temblando, abrazados, con la respiración entrecortada y el corazón a mil.
La noche seguía afuera, pero nosotros ya no éramos de este planeta.
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