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Un relato desde el alma quebrantada.

Me llamo María Antonieta, y desde que me bauticé a los 18 años, he intentado con todo mi corazón ser una sierva fiel de Jehová. Quiero ser una buena esposa para Javier, un hermano que siempre ha sido un pilar en nuestra familia, y una madre que guíe a mi Antonella, mi hija de 16 años, por el camino de la verdad. Pero hay algo dentro de mí, un secreto que me roe el alma, un deseo que me hace sentir como si estuviera traicionando todo lo que amo. Ese deseo es el hermano Esteban, un anciano de 57 años en nuestra congregación. Es un hombre recto, con una voz que calma cuando habla desde la plataforma, pero sus ojos… esos ojos oscuros me miran de una manera que me hace olvidar las Escrituras.

No sé cómo empezó. Tal vez fue en una asamblea, cuando nuestras miradas se cruzaron mientras él daba un discurso sobre la paciencia. O quizás en una reunión, cuando me pasó un folleto y sus dedos rozaron los míos. Cada vez que estamos en el Salón del Reino, siento su presencia como un imán. Él también lo siente, estoy segura. Lo veo en cómo se aclara la garganta cuando me habla, en el modo en que sus manos aprietan la Biblia un poco más fuerte cuando estoy cerca. Pero esto está mal, tan mal. Estoy casada, y Antonella está saliendo con Daniel, el hijo de Esteban, un noviazgo puro bajo los ojos de Jehová. Todo debería ser perfecto, pero mi corazón está enredado en un pecado que no puedo confesar.

Hoy es la Conmemoración de la Muerte de Cristo, el día más importante para nosotros. El Salón del Reino está lleno, y todos llevamos ropa elegante pero sencilla, como nos enseña la organización. Yo me puse un vestido floreado que me llega un poco debajo de las rodillas, con un suéter rosa que me hace sentir arreglada pero modesta. Llevo pantimedias color carne y tacones bajos que hacen un suave clic-clac en el suelo. Debajo, mis panties son de algodón blanco, grandes y nada sensuales, como corresponde a una hermana que quiere agradar a Jehová. Durante la ceremonia, Esteban está en la plataforma, explicando el significado del pan sin levadura y el vino. Intento enfocarme en sus palabras, pero mis ojos lo buscan, y cuando me mira, mi estómago se aprieta como si hubiera hecho algo malo.

Cuando todo termina, los hermanos empiezan a irse, pero yo digo que me quedaré a limpiar. “Es una forma de mostrar gratitud a Jehová”, digo, aunque mi voz suena rara, como si no fuera mía. Esteban también se queda, diciendo que necesita revisar los informes de asistencia. Pronto, el Salón está vacío, y el silencio es tan grande que puedo escuchar mi propio corazón. Recojo los himnarios, pero mis manos no paran de temblar. Siento que él está cerca antes de verlo, como un calor que se cuela por mi espalda. “Hermana María Antonieta”, dice, y su voz es baja, casi un susurro.

Me giro, y ahí está, a un paso de mí. Sus ojos me recorren, y por un segundo, me olvido de quién soy. “No deberíamos estar solos”, dice, pero no se aleja. Yo tampoco. Mi pecho sube y baja rápido, y sin pensar, mi mano toca su brazo. Él respira hondo, como si mi toque lo lastimara. “Jehová nos ve”, murmura, pero sus dedos encuentran mi cintura, y un sonido suave, casi un gemido, se me escapa. Es como si algo dentro de mí se rompiera, y ya no puedo parar.

Me giro hacia la mesa donde están el pan y el vino, los emblemas que representan el sacrificio de Cristo. Mis manos tiemblan mientras levanto mi vestido, sintiendo la tela deslizarse por mis piernas. Con dedos torpes, bajo mis pantimedias, que se enrollan en mis tobillos, y luego mis panties, húmedas y pegajosas por mi propia excitación. El algodón blanco cae al suelo, junto a las pantimedias, un montón arrugado que parece gritar mi vergüenza. Me inclino sobre la mesa, mis manos apoyadas en la madera fría, y empino mi cuerpo, abriendo mis nalgas con un movimiento lento, casi inconsciente. Mis piernas tiemblan por la posición, los músculos tensos, y siento un leve dolor en las rodillas mientras trato de mantenerme firme. Mi intimidad queda expuesta, húmeda y peluda, y el aire fresco del Salón me hace estremecer. Huelo mi propia excitación, un aroma fuerte y terrenal que se mezcla con el olor a cera del suelo y el leve rastro de vino en la mesa. Estoy vulnerable, abierta, y aunque mi cabeza me grita que pare, mi cuerpo lo pide a gritos.

Escucho su respiración, rápida y entrecortada, y luego siento sus manos en mis caderas, ásperas pero cálidas. “Perdóname, Jehová”, susurra, pero no se detiene. Oigo el roce de su cinturón, el sonido de su ropa cayendo, y entonces siento su miembro contra mí, caliente y duro. Cuando me penetra, un sonido húmedo y suave llena el aire, como un chasquido íntimo que me hace cerrar los ojos. Mi vagina, cálida y resbaladiza, lo recibe, y un gemido largo sale de mi garganta, resonando en el Salón. Él empuja con fuerza, cada movimiento sacudiendo la mesa. Mis piernas tiemblan más, apenas sosteniéndome, y la madera cruje bajo mi peso. El pan sin levadura rueda y se desmorona, las copas de vino caen al suelo con un estallido, el líquido rojo salpicando como una acusación. Mis dedos se clavan en la mesa, y el placer me envuelve, un calor que sube desde mi centro y me hace olvidar las promesas que hice.

“Esteban…”, digo su nombre en un susurro, sabiendo que está mal. Él gruñe, sus manos apretando mis nalgas, abriéndolas más mientras me toma con una urgencia que me quema. El sonido de nuestros cuerpos es rítmico, húmedo, y cada embestida me empuja más lejos de la verdad. Cuando siento que no aguanto más, mi cuerpo se tensa, y un grito se me escapa, rebotando en las paredes donde tantas veces he orado.
Él se retira, jadeando, y yo, con las piernas aún temblando, me arrodillo frente a él. Su miembro está ahí, erecto, brillante con mi propia humedad. Lo miro un segundo, mi pecho subiendo y bajando rápido, y luego lo tomo en mi boca. Mis labios se cierran alrededor de él, cálido y firme, y mis mejillas se hunden por la succión, creando un sonido húmedo, como un sorbo suave pero constante. Mi lengua recorre su piel, saboreando la mezcla salada de nuestros cuerpos, y algo en mí se pierde en el acto. Mis ojos se cierran, mi frente se arruga un poco por la concentración, y mi rostro debe verse entregado, casi desesperado, mientras chupo con más fuerza. El sonido de mi boca es claro en el silencio, un chasquido rítmico que me avergüenza y me excita al mismo tiempo. Cuando él llega al clímax, un calor espeso llena mi boca, y no me detengo. El semen es salado, abundante, y chorrea por la comisura de mis labios, deslizándose por mi barbilla en gotas cálidas. Lo trago con avidez, mi lengua recogiendo cada rastro, y mis dedos limpian lo que queda en mi rostro, llevándolo a mi boca como si no quisiera desperdiciar nada. El sabor se queda conmigo, un recordatorio de lo que he hecho.

El silencio después es como un golpe. Nos miramos, con la cara roja y el alma desnuda. Me pongo de pie, mis piernas aún débiles, y aliso mi vestido con manos que tiemblan. Las pantimedias y las panties siguen enrolladas en el suelo, y las recojo rápido, metiéndolas en mi bolso porque no puedo ponérmelas ahora. Ajusto mi suéter rosa, tratando de parecer normal, pero sé que no lo soy. Sin decir nada, salgo del Salón, y el aire de la noche me pega en la cara como un reproche.

Camino a casa sintiendo cada paso, la humedad entre mis piernas, el sabor que aún tengo en la boca. Cuando llego, Javier me abraza, sonriendo como siempre, y Antonella está en la cocina, hablando de cómo Daniel la invitó a predicar mañana. Yo asiento, sonrío, pero por dentro estoy rota. He profanado el Salón, he ensuciado los emblemas, he traicionado a mi esposo y a Jehová. Intento orar esa noche, pero las palabras se me atoran. Solo pienso en Esteban, en su calor, en cómo me hizo sentir viva por un momento. Sé que debo confesar, hablar con los ancianos, pero una parte de mí, una parte que me asusta, quiere volver a verlo. Que Jehová me ayude, porque no sé si voy a poder parar...

2 comentarios - Un relato desde el alma quebrantada.

nukissy1882
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metalchono
Apuesto que "el tratar a otros como a ti mismo" no aplica para Javier: pobre de él si yace junto a otra hermana... preferentemente viuda, necesitada de compañía masculina.