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Clases privadas virtuales

Desde el principio supe que esa clase iba a ser distinta. No porque el tema fuera interesante —de hecho, era un curso virtual de comunicación empresarial durante la pandemia— sino por ella. Su nombre era Tatiana, profesora llanera, madura, segura de sí misma, con una voz pausada, dulce pero firme, y una manera de mirar por cámara que te dejaba inquieto, como si realmente te estuviera viendo por dentro. Desde el primer módulo, su forma de hablar me dejaba tocado… no sé cómo explicarlo, pero cada vez que decía mi nombre en voz alta, sentía como si me acariciara el ego… y otra cosita más.

Yo andaba en ese tiempo con pocas ganas de estudiar, pero esa mujer me tenía ahí, conectado puntual. No era una modelo ni nada de eso, pero tenía ese no sé qué que a veces enciende más que cualquier cuerpo perfecto. Sus blusas elegantes, ese maquillaje sutil, el acento sabrosito cuando decía "mi amor" sin pensarlo, o soltaba un "carajito" con picardía cuando alguien se equivocaba. Y lo peor es que era seria… o lo mejor, porque eso me ponía más. Porque el deseo crece más cuando se reprime, ¿no?

Pasaron semanas y yo me portaba bien, le hacía las tareas, participaba, pero por dentro ya me la imaginaba diciéndome esas mismas cosas al oído… bajito… mientras yo le respondía con las manos y no con palabras.

Un día, ya casi terminando el curso, se me ocurrió escribirle por WhatsApp con la excusa de una duda de un taller. La verdad, solo quería oír su voz por fuera del aula virtual. Me respondió como siempre, amable pero cortante. Me mandó un audio, con ese tonito que a mí me volvía mierda por dentro.

Y fue ahí, en ese momento, que me ganó la calentura.

Me inventé que no entendía una pregunta, que si me podía explicar mejor por mensaje. Me respondió que sí. Que me tranquilizara, que no era tan complicado, que si quería le mandara foto de lo que había hecho en el taller.

Y lo hice. Pero entre las imágenes del celular, dejé por "accidente" una donde se me veía el pipí medio parado, desde la cama, tapado con una sábana fina, como casual, pero se notaba la forma.

Me quedé viendo la pantalla mientras se enviaba, con el corazón en la garganta.

"¡Ay, Andrés! ¿Y esa foto?" — respondió rápido.

Me hice el bobo. Le dije que no sé qué pasó, que eso fue sin querer, que seguro se fue de otra conversación, que disculpara.

"Bueno… cosas que pasan", me respondió con un emoji serio.

Ahí pensé: "me la tiré". Pero a los dos minutos escribió de nuevo:

—Por cierto… no sé si fue mi impresión, pero... estás muy relajado en tu cama.

Yo sentí que me hervía el cuerpo. Le puse una carita avergonzada.

—¿Le molestó, profe?

—No... solo que no me esperaba ver eso. Digamos que... fue algo sorpresivo.

Desde ese día, el trato cambió un poquito. Ella seguía siendo seria, profesional, pero ya en los audios sonaba más lenta, como con esa coquetería velada. Me empezó a decir "mi Andrés", o a veces "usted sí que es travieso". En las clases me hacía preguntas directas, me ponía a leer en voz alta, y se quedaba callada como si me escuchara con otros oídos. Yo, por mi parte, me aseguraba de estar siempre bien vestido —pero sin ropa interior— por si había algún descuido frente a la cámara.

Las semanas pasaron y empezamos a hablar por fuera del horario. Le conté que estaba pensando en ir a Bogotá por una capacitación y ella me dijo que si pasaba por allá, podíamos tomar un café.

Yo le puse:
—¿Un café sin fotos accidentales, profe?

Y ella me respondió:
—No prometo nada. Uno nunca sabe con usted.

Ahí supe que esa mujer tenía algo guardado también. Algo que había despertado en esas clases aburridas, entre diapositivas y tareas, y que ahora solo pedía pista para salir.

Después de ese cruce de mensajes, nada volvió a ser igual.

Las clases seguían siendo formales, claro, pero entre los dos ya había un lenguaje escondido que solo nosotros entendíamos. Un silencio más largo de lo normal, una miradita sostenida desde la pantalla, un “Andrés, ¿todo claro?” con tono suave, como si supiera que yo estaba claro en otra cosa.

Por WhatsApp hablábamos casi a diario. Ella mantenía su postura de profe, pero cada vez respondía más con emojis, con puntos suspensivos, con indirectas que no eran tan indirectas. Yo seguía con mis “accidentes” bien pensados: una foto mía con el pantalón marcando, un audio con la voz ronca al despertar, un mensaje tipo “profe… me levanté con la cabeza pesada… la de abajo”.

Ella respondía como madre al principio, pero con el tiempo ya no disimulaba tanto.

—Andrés… ¿usted no se cansa de calentarme la cabeza? —me escribió una noche.

Yo:
—¿Solo la cabeza, profe?

Ella dejó el visto por cinco minutos. Luego mandó un audio que me puso duro sin tocarme.

—Mire… no me busque porque me va a encontrar. Y no sé si le conviene.

Le respondí con voz lenta:
—Hace rato estoy perdido, profe… búsqueme usted.


---

Un día, en clase, me pidió que leyera un texto. Yo lo hice tranquilo, pero cuando terminé, ella se quedó callada y soltó:

—Esa voz suya me tiene como en otra sintonía hoy… disculpen.

Los demás se rieron, yo también, pero por dentro sentí cómo me crecía el ego… y el pipí también.

Esa noche hablamos por llamada. Estaba tomando vino, sola en su apartamento. Me confesó que no dormía bien desde hacía días, que mi voz la perseguía. Que a veces se imaginaba cosas que no debía.

—Tatiana… —le dije por primera vez sin decirle profe— si le dijera lo que yo me imagino cuando la escucho…

—Dígalo… ¿qué se imagina?

—Que está aquí conmigo. Sentada al lado mío. Hablando bajito… o sin hablar.

Silencio.

—Usted está jugando con fuego, Andrés.

—Y usted tiene cara de que no le teme al fuego.


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Después de eso, la confianza subió de nivel. Los mensajes ya eran de madrugada. Me mandó una foto suya en pijama, con una copa de vino, viendo una serie. Nada vulgar… pero se le notaba el sostén firme, y el escote, y esa cara de mujer que sabe lo que provoca.

Le mandé una mía en toalla, recién salido de la ducha. Se notaba la forma de mi verga debajo.

Ella:
—Dios mío, Andrés… ¿usted cree que yo soy de piedra?

Yo:
—No, profe… por eso le mando estas cosas, pa’ que se derrita poquito a poco.


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Una noche, ya pasadas las 11, me escribió sin que yo la buscara.

—Estoy pensando cosas que no debo…

—¿Como qué?

—Como cómo sabrá usted…

—¿Sabré a qué?

—A ganas.

Me quedé tieso. Esa palabra me atravesó el cuerpo. Me la imaginé desnuda, acostada boca arriba, con el celular entre las manos, tocándose mientras me escribía eso.

Le puse:
—Yo sí me muero por saborearla. Sin prisa. Viéndola retorcerse.

Silencio largo. Luego mandó audio:

—Me tocaste el punto débil… yo también soy de las que disfrutan sin prisa.


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Así estuvimos días. Hasta que ella escribió:

—Andrés… tengo libre el viernes. Si todavía estás con la idea de venir a Bogotá, podríamos… no sé… tomarnos ese café pendiente.

—¿Con o sin accidentes?

—Esta vez… sin accidentes. Todo intencional.

Me reí solo. Le puse:

—Entonces esta vez sí voy preparado… pa’ que no se me quede nada por mostrar.

Ella:
—Y yo para que no se me quede nada por probar.

Y ahí supe que todo ese juego ya no era virtual. El cuerpo me lo pedía. Y el de ella también.

El viernes llegó. Desde que me bajé del avión, el corazón me latía con fuerza. No solo por verla, sino porque sabía que esta vez no había pantalla de por medio… solo ella, yo, y todo lo que habíamos ido sembrando con mensajes, fotos y confesiones.

Quedamos de vernos en su apartamento. Me dijo que no quería cafés ni bares. Que prefería algo más tranquilo. Más nuestro.

Toqué el timbre y abrió la puerta en bata. Suelta, blanca, con el cabello recogido y una mirada que no dejaba dudas. Me sonrió con esa boca que ya me había robado más de una erección virtual.

—Hola, Andrés… pasá, que ya serví el vinito.

Su acento llanero me erizó todo.

Entré. El lugar olía a limpio, a incienso suave. El ambiente estaba tibio, acogedor. La luz tenue. En la mesa, dos copas y la botella de vino abierta. Se sentó en el mueble y me hizo seña para que me acercara.

—Así que por fin, ¿no? —me dijo, cruzando las piernas. Esa bata corta no dejaba mucho a la imaginación.

—Por fin, profe… aunque ya ni sé si llamarla así.

—No. Hoy soy solo Tatiana… y usted, mi alumno descarado.

Le sonreí. Brindamos. Tomamos un sorbo. Me miró de reojo y preguntó:

—¿Y vos... digo, tú, todavía tenés esa erección que no se te iba?

Me reí.

—Hace rato volvió… desde que abriste la puerta.

Se mordió el labio. Se acercó y con el dedo índice lo pasó por mi muslo.

—¿Me la vas a mostrar otra vez… por “accidente”?

Me paré frente a ella. Me desabotoné el pantalón despacio, sin quitarle la mirada. Mi verga saltó, gruesa, caliente, dura como nunca.

Ella no dijo nada. Solo se mordió el labio y murmuró:

—Mamita… con razón no podías estudiar…

Se inclinó y le pasó la lengua por el tronco, despacito, saboreando cada milímetro como si fuera un postre prohibido. Me agarró con una mano fuerte, mientras con la otra se abría la bata. No tenía nada debajo.

Sus tetas eran grandes, firmes, con los pezones duros, rosados y sabrosos. Me incliné, se los besé con hambre, mientras ella me masturbaba suave, con un ritmo hipnótico. Su lengua bajó otra vez. Me lo metió en la boca despacio, y yo cerré los ojos de puro placer.

—Uy, Tati… eso está demasiado bueno…

Ella soltó un gemido bajito, me lo chupaba lento, húmedo, profundo. Se notaba que disfrutaba cada lamida.

—Quiero que te vengas en mi boca —me dijo— pero no todavía.

Se paró, se quitó la bata por completo. Quedó desnuda frente a mí, con esas caderas anchas, esa piel suave y un olor a mujer madura, deliciosa, que me enloquecía. Su vulva rasurada brillaba húmeda. Se acostó en el sofá, abrió las piernas y me dijo:

—Probame, alumno… hacé la tarea completa.

Me agaché. Le abrí los labios con los dedos y le metí la lengua como si fuera la última vez que iba a probar algo tan rico. Le lamí el clítoris lento, luego más rápido. Ella se retorcía, me agarraba del cabello, gemía bajito.

—Así… así, papi… no pares…

Su sabor me tenía embriagado. Le metí dos dedos mientras le chupaba, y su cuerpo se arqueó con fuerza.

—¡Me voy a venir… no pares!

Y sí… se vino con fuerza, empapándome la cara con ese jugo caliente, espeso, que me hizo querer más.

Me monté encima de ella y sin pensarlo se la metí toda. Despacio, sintiendo cómo su cuerpo lo recibía con ganas.

—¡Qué rico me llenás, Andrés! Ay, mijo… eso no me lo imaginaba tan bueno…

El polvo fue lento, húmedo, profundo. Cambiamos de posición. Me senté y ella se montó. Sus tetas rebotaban frente a mí. Me besaba con pasión, con deseo real. No era solo sexo, era una conexión intensa, madura, atrevida.

Cuando sentí que iba a venirme, ella me lo sacó, se arrodilló otra vez y me miró con esos ojos llenos de deseo.

—Veníte en mi boca como prometiste…

No aguanté. Le solté todo adentro, caliente, espeso, con un gemido ahogado. Ella se lo tragó sin miedo, relamiéndose los labios después.

Quedamos sudados, desnudos, abrazados en el mueble.

—¿Y ahora qué? —le pregunté.

—Ahora… me das más clases vos a mí.

Sonreí.

—Con gusto, profe. Tengo harto material.

Y así, la clase virtual se convirtió en algo real. En una conexión sabrosa, inesperada… y necesaria.

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