Ese día estaba solo en casa. Había llovido fuerte toda la tarde y el clima se había puesto raro… pesado, como si todo el cuerpo sintiera un cosquilleo por dentro. Yo estaba con una calentura absurda, no por alguien en particular, sino por una mezcla de aburrimiento, deseo acumulado y esos pensamientos que llegan cuando uno menos los espera. Me había tocado un par de veces durante el día, pero esa última erección no se me bajaba por nada del mundo.
Ahí fue cuando se me vino a la cabeza Mariela.
Ella era una amiga de la familia, de esas mujeres que siempre estaban cerca, que uno veía en reuniones o visitando a mi mamá. Tenía como unos cincuenta y pico, pero bien llevados. Su cuerpo no era de gimnasio, pero tenía curvas marcadas, brazos fuertes de mujer activa, y una mirada tranquila, de esas que dan confianza… aunque yo desde pelado había notado que me generaba otra cosa. Había algo en su forma de hablarme, ese tono entre cariñoso y directo, que se me metía bajo la piel. Además, me acordaba que una vez, cuando tenía como 17, ella me vio saliendo apurado del baño, justo después de hacerme la paja. Yo me puse rojo, pero ella solo me sonrió con complicidad y no dijo nada. Esa mirada me quedó marcada.
Con toda esa imagen dándome vueltas, le escribí. Era una locura, pero algo dentro de mí quería tentar esa línea, ver si ella entraba en el juego, así fuera solo hablando. Le puse:
—Hola Mari, disculpa lo raro de este mensaje, pero estoy como inquieto… es que tengo una erección que no se me baja y no sé qué hacer. Me da pena decírselo a alguien más.
Tardó un poco en responder. Yo ya estaba arrepentido cuando sonó el clic del mensaje:
—¿Y eso, Andrés? Jajaja, pero mijo, relájese… ¿ha estado muy estresado o qué? Eso a veces pasa. Respire profundo, distráigase, eso se le baja solo…
Ese tono suyo tan calmado, casi maternal, me sacó una sonrisa… pero yo seguía en mi nota, ya con el pipí en la mano, duro, vibrante. Le contesté:
—Lo he intentado, Mari… pero nada. Me da pena, pero hasta pensé en mostrarle, a ver si usted me daba su opinión…
Me quedé en silencio, mirando el celular, el corazón latiéndome duro. Un minuto… dos… hasta que llegó la respuesta:
—Ay Andrés, no me digas esas cosas… uno ya no está para ver eso… aunque, bueno… no sé. Si eso lo tranquiliza, mándelo pues. Pero no se pase, ¿sí?
Sentí una descarga en el pecho. El permiso, aunque dudoso, estaba dado. Le mandé la foto. Me temblaba la mano, no por miedo, sino por esa mezcla rica entre morbo y adrenalina. En la imagen se me veía bien: el pene erecto, venoso, apuntando hacia arriba. No puse la cara ni nada más.
Mariela demoró más esta vez. Yo pensaba que me iba a dejar en visto… o a bloquear. Pero no. Al rato llegó el mensaje:
—Andrés… la verdad no sé qué decirle. Eso está… fuerte. Qué cosa tan dura. ¿Eso es normal en usted o está exagerado por el momento?
Yo le respondí con una risita:
—A veces se pone así, pero creo que esta vez es por usted.
Pasaron como tres puntos suspensivos largos en su burbuja de chat… y luego:
—No diga esas cosas… aunque se me subieron los colores. Me dejaste pensando cosas que no debería…
Y ahí empezó la otra conversación. Ella al principio seguía con ese tono suave, pero ya había algo en sus palabras, como si el deseo se le colara sin querer. Me preguntó si yo me tocaba mucho, si pensaba en ella a veces… Yo fui honesto. Le dije que sí, que incluso desde pelado había tenido fantasías con ella. Que siempre me pareció rica, diferente… que había algo en ella que me movía por dentro.
No quedamos en nada esa noche, pero la semilla estaba sembrada. Durante los días siguientes, volvimos a hablar, ya sin tanta pena. Me preguntaba cosas, me hacía bromas con doble sentido, y a veces me mandaba fotos suyas normales, en la casa, en bata o sentada con los pies descalzos… pero yo les encontraba un encanto distinto. Empecé a notar que lo hacía con intención.
Una semana después, me escribió que iba a estar sola todo el sábado. Que si quería pasar a tomar café. No lo dudé. Me bañé, me arreglé bien y me fui para allá, nervioso pero decidido.
Cuando llegué, Mariela me abrió con una sonrisa tranquila. Tenía una blusa de algodón que le marcaba los senos y una falda sencilla, suelta, pero que se le subía un poco cuando se sentaba. Me ofreció café, galletas, y hablamos como si nada… pero la tensión se respiraba.
Yo me paré a mirar unos cuadros que tenía en la pared, y ella se me acercó por detrás, tocándome el hombro.
—¿Y entonces, Andrés… esa cosa rebelde ya está más calmada? —dijo en tono burlón.
Me reí, y sin pensarlo, me volteé y me acerqué.
—Si te soy sincero… desde que llegué estoy peor.
Se le fueron los ojos hacia abajo, y me los volvió a clavar, esta vez distinta. Me miró largo… y dijo:
—Esto está mal… pero no puedo negar que me has tenido pensando mucho.
Nos quedamos en silencio unos segundos, cerquita. Yo la tomé de la cintura y ella no se quitó. Le besé la comisura de los labios primero, suave… y luego la boca. Se dejó, se entregó. Sus labios sabían a café y deseo viejo guardado.
—Hace años te vi tocándote en el baño… ¿te acordás? —me susurró entre beso y beso.
—Claro que sí… me quedé con esa mirada tuya en la cabeza —le dije, apretándola más.
Nos fuimos al cuarto. Todo era lento, íntimo. Mariela se quitó la ropa despacio, sin poses. Tenía el cuerpo de una mujer real: caderas llenas, barriga suave, senos algo caídos pero naturales. Y entre las piernas, esa cuquita peluda que me enloqueció. No era una mata salvaje, pero sí tenía suficiente como para olerla, besarla, perderme ahí.
Le besé el vientre, las piernas, los muslos… y cuando bajé más, me dijo con voz ronca:
—Hace años soñaba con esto… nunca pensé que me ibas a buscar así.
La hice venirse con la lengua, con los dedos, con todo. Y luego me pidió que me lo metiera, suave, despacio. Y así fue. La cogí con cariño, con deseo, con ese respeto que solo se le tiene a quien uno admira. Y después, mientras me apretaba fuerte, me dijo al oído:
—Te esperé más de lo que crees…
Y ahí entendí que no era solo sexo. Era una entrega atrasada, una fantasía reprimida, un cruce de caminos que se tenía que dar.
Nos dormimos abrazados, sudados, con las piernas entrelazadas. Mariela me besó el pecho antes de cerrar los ojos y dijo:
—No me dejes de escribir… nunca.
Y yo no dije nada… solo la apreté más fuerte.
Después de aquella tarde inolvidable, Mariela y yo quedamos con un vínculo raro, íntimo… como si hubiéramos abierto una puerta que llevaba años cerrada. No nos escribíamos todos los días, pero cuando lo hacíamos, las palabras iban subiendo de temperatura rápido.
Una noche, como a las once, me escribió:
—Hola, mijo… ¿todavía andás con esas erecciones salvajes?
Yo ya sabía que venía con ganas. Estaba acostado, sin camisa, viendo alguna pendejada en el celular, y con solo leerla me fui poniendo duro. Le respondí:
—Justo me estaba acordando de vos… y sí, estoy igual. Solo que esta vez no tengo excusa pa' escribirte…
Ella tardó un poco, y luego me mandó una nota de voz. Su tono paisa suave, maduro, me derritió:
—Pues no necesitás excusa, papito… yo también me acuerdo mucho de vos. A veces me levanto húmeda, con el sabor tuyo en la cabeza… y otras veces me tengo que tocar solita porque me hace falta ese pipí tuyo rico, caliente, lleno de ganas…
Se me erizó la piel. Le mandé un video sin pensarlo mucho: acostado, con la verga en la mano, sobándola despacio. Ella lo vio completo y me contestó:
—¡Ay, no! Qué pecado… eso está muy sabroso, Andrés. Te lo juro que me dan ganas de montarme ahí y que no me bajes hasta dejarme temblando.
Le contesté con voz ronca, excitado:
—Venite pa' la casa, Mari… o déjame ir a la tuya. Me muero por meterte la lengua otra vez, sentirte encima, gemirte en el oído.
Ella dudó, pero al rato llegó el mensaje que me dejó encendido:
—Mañana voy a estar sola en la tarde. Si llegás con ganas, yo te espero sin pantis.
Y cumplió.
Llegué al día siguiente como a las tres. Estaba con un vestido suelto, sin brasier, sin pantis como prometió. Me abrió la puerta con una sonrisa tímida, pero en sus ojos se notaba que ya estaba mojada. Apenas entré, me besó de una, con una ansiedad distinta. Nos fuimos al cuarto como si ya lo hubiéramos planeado desde la noche anterior.
Mariela se subió encima de mí con esa sensualidad de mujer que ya no pide permiso. Me lo metió despacio, mirándome a los ojos, y empezó a moverse como si supiera exactamente cómo quería que la sintiera. Sus tetas rebotaban en mi cara, y yo se las chupaba como si fuera la primera vez. Gritaba bajito, con esa voz paisa medio cantadita:
—Ay papito… así, así… que me estás partiendo por dentro…
Se vino encima mío, mojándome las bolas, y después se dio vuelta para que se la metiera de ladito. Esa vez duramos como una hora, entre besos, gemidos, sudor y palabras calientes. Me pidió que le acabara adentro, y así lo hice, agarrándola de las caderas mientras sentía cómo me la exprimía hasta sacarme todo.
Después de eso, nos quedamos acostados, hablando, sin mucha ropa.
—¿Sabés una cosa, Andrés? —me dijo acariciándome el pecho—. Nunca pensé que me fuera a gustar tanto esto contigo. Me siento viva, deseada, como si hubiera vuelto a tener veinte.
—Y yo contigo siento algo que no se compara con ninguna pelaita —le dije mirándola, mientras le sobaba la cadera.
Mariela se rió bajito.
—Y eso que todavía no me has probado completa…
—¿Cómo así?
Se acercó a mi oído y me susurró:
—Algún día me vas a meter esa verga por el culo, y te vas a enamorar más. Pero todo a su tiempo…
Esa frase me dejó loco. Desde ahí, nuestros mensajes se volvieron más intensos, más explícitos. Me mandaba notas contándome cómo se masturbaba con los dedos pensando en mí, cómo se tocaba los pezones imaginando mi lengua. Yo le mandaba audios gemidos, le describía cómo me lo sobaba pensando en su olor, en ese sabor de su cuquita peluda, en sus nalgas temblando con cada embestida.
Nos vimos tres veces más. Una en su casa, una en un motel sencillo, y la última… en mi apartamento.
Esa última vez fue especial. Me pidió que le vendara los ojos, que la pusiera en cuatro en la sala, y que la oliera, que me concentrara en su aroma. Lo hice. Me perdí entre sus piernas, lamiéndole el culo y la cuca sin parar, mientras ella temblaba, con las nalgas abiertas, gimiendo mi nombre con una voz temblorosa:
—Andrés, no parés, por Dios… me estás matando… me estoy viniendo… ay… ayyyy…
Me vine sobándome, eyaculando sobre su espalda, jadeando como un perro.
Después de eso, Mariela me abrazó fuerte. Nos quedamos en silencio largo rato. No dijimos mucho, pero entendimos que lo nuestro no era solo calentura. Había una conexión vieja, una confianza que le daba sabor a todo.
Antes de irse, me besó despacio y me dijo al oído:
—Prometeme que no me vas a olvidar nunca, así pase el tiempo…
Yo le agarré la cara, la miré fijo y respondí:
—Imposible, Mariela… si desde pelado te tengo en la cabeza. Ahora también te tengo en el cuerpo.
Ella sonrió, con esos ojos que ya no eran de solo amiga de la familia… y se fue con el paso suave, dejando el olor a su cuerpo en cada rincón.
Pasaron unos días sin que nos viéramos. Solo mensajes esporádicos, indirectas y uno que otro audio donde ella me decía que se tocaba pensando en mí. Pero había algo pendiente… algo que desde aquella frase en mi oído me tenía obsesionado: su culo.
Una tarde, sin más vueltas, le escribí:
—Mariela… ¿te acordás de lo que me dijiste la última vez?
Ella tardó en responder. Luego me mandó una foto. Estaba acostada boca abajo, completamente desnuda, con las nalgas abiertas usando una mano, y en medio de todo, su cuquita peluda y ese culo provocativo que parecía pedirme que lo llenara.
—¿Esto te responde la pregunta?
Me la sobé ahí mismo, viéndola, jadeando bajito.
—Quiero hacerlo contigo, Mari… así como lo dijiste. Con calma, con respeto, pero con todas las ganas del mundo. Quiero estrenarte por ahí…
Ella respondió casi de inmediato:
—Entonces venite mañana. Me preparo para vos. No tomés nada antes, porque ese pipí lo quiero todito adentro.
Dormí poco esa noche. Y cuando llegué a su casa al día siguiente, el ambiente ya estaba cargado. Me abrió en bata, con el cabello suelto y un aroma a aceite esencial que me enloqueció. En el cuarto, ya tenía velas prendidas, música suave, lubricante sobre la mesa de noche… y en la cama, una toalla extendida.
Me miró con esa sonrisa que conocía tan bien.
—Hoy te vas a acordar de mí pa’ siempre, Andrés.
Nos besamos lento. Le fui quitando la bata despacito, mientras mis manos recorrían su espalda, sus caderas, sus nalgas firmes. Me arrodillé frente a ella y empecé a besarle la cuquita peluda con hambre, mientras ella se aferraba a mi cabeza con las piernas temblando.
—Así, papi… ay, así mismo. Qué rico comés… me mojás toda…
Después, la puse en cuatro. Le abrí las nalgas y le escupí el huequito con suavidad, masajeándolo con el dedo, mientras seguía chupándola abajo. Ella gemía bajito, mordiéndose los labios.
—¿Estás segura, Mari?
Ella solo asintió y me dijo:
—Solo metelo despacito… que yo te lo doy con el alma.
Con cuidado, le fui entrando. Primero la puntica, con lubricante, acariciando sus nalgas y murmurándole al oído. Después, más profundo, sintiendo cómo su cuerpo se apretaba, cómo me lo recibía con amor y morbo mezclados.
—Ay Andrés… qué rico se siente. Me estás llenando todo…
Yo jadeaba, perdido en esa sensación distinta, nueva. Le agarraba las caderas, le besaba la espalda, le decía cosas al oído:
—Estás divina, Mari. Qué culo tan sabroso. Nunca había sentido algo así. Te juro que me tenés loco…
Ella me pedía que no parara, que le diera más. Se vino primero que yo, temblando, mojando la toalla. Y cuando yo no aguanté más, me vine adentro de ese culo tibio, apretado, mientras ella suspiraba con los ojos cerrados.
Nos quedamos acostados, sudados, satisfechos.
—Ahora sí entiendo por qué a veces hay cosas que uno no planea, pero el cuerpo las busca… —me dijo entre risas.
—Y el mío te venía buscando desde hace rato, Mari.
Nos dimos un beso suave, con respeto, con cariño. Y antes de quedarme dormido, ella me susurró:
—La próxima vez… quiero que lo hagamos en el sofá, mientras te veo masturbarte y yo me toco también. Quiero explorar contigo, sin miedo.
Y yo solo pensé en lo afortunado que era de tenerla así: madura, atrevida, entregada… con historia y con morbo acumulado.
Ahí fue cuando se me vino a la cabeza Mariela.
Ella era una amiga de la familia, de esas mujeres que siempre estaban cerca, que uno veía en reuniones o visitando a mi mamá. Tenía como unos cincuenta y pico, pero bien llevados. Su cuerpo no era de gimnasio, pero tenía curvas marcadas, brazos fuertes de mujer activa, y una mirada tranquila, de esas que dan confianza… aunque yo desde pelado había notado que me generaba otra cosa. Había algo en su forma de hablarme, ese tono entre cariñoso y directo, que se me metía bajo la piel. Además, me acordaba que una vez, cuando tenía como 17, ella me vio saliendo apurado del baño, justo después de hacerme la paja. Yo me puse rojo, pero ella solo me sonrió con complicidad y no dijo nada. Esa mirada me quedó marcada.
Con toda esa imagen dándome vueltas, le escribí. Era una locura, pero algo dentro de mí quería tentar esa línea, ver si ella entraba en el juego, así fuera solo hablando. Le puse:
—Hola Mari, disculpa lo raro de este mensaje, pero estoy como inquieto… es que tengo una erección que no se me baja y no sé qué hacer. Me da pena decírselo a alguien más.
Tardó un poco en responder. Yo ya estaba arrepentido cuando sonó el clic del mensaje:
—¿Y eso, Andrés? Jajaja, pero mijo, relájese… ¿ha estado muy estresado o qué? Eso a veces pasa. Respire profundo, distráigase, eso se le baja solo…
Ese tono suyo tan calmado, casi maternal, me sacó una sonrisa… pero yo seguía en mi nota, ya con el pipí en la mano, duro, vibrante. Le contesté:
—Lo he intentado, Mari… pero nada. Me da pena, pero hasta pensé en mostrarle, a ver si usted me daba su opinión…
Me quedé en silencio, mirando el celular, el corazón latiéndome duro. Un minuto… dos… hasta que llegó la respuesta:
—Ay Andrés, no me digas esas cosas… uno ya no está para ver eso… aunque, bueno… no sé. Si eso lo tranquiliza, mándelo pues. Pero no se pase, ¿sí?
Sentí una descarga en el pecho. El permiso, aunque dudoso, estaba dado. Le mandé la foto. Me temblaba la mano, no por miedo, sino por esa mezcla rica entre morbo y adrenalina. En la imagen se me veía bien: el pene erecto, venoso, apuntando hacia arriba. No puse la cara ni nada más.
Mariela demoró más esta vez. Yo pensaba que me iba a dejar en visto… o a bloquear. Pero no. Al rato llegó el mensaje:
—Andrés… la verdad no sé qué decirle. Eso está… fuerte. Qué cosa tan dura. ¿Eso es normal en usted o está exagerado por el momento?
Yo le respondí con una risita:
—A veces se pone así, pero creo que esta vez es por usted.
Pasaron como tres puntos suspensivos largos en su burbuja de chat… y luego:
—No diga esas cosas… aunque se me subieron los colores. Me dejaste pensando cosas que no debería…
Y ahí empezó la otra conversación. Ella al principio seguía con ese tono suave, pero ya había algo en sus palabras, como si el deseo se le colara sin querer. Me preguntó si yo me tocaba mucho, si pensaba en ella a veces… Yo fui honesto. Le dije que sí, que incluso desde pelado había tenido fantasías con ella. Que siempre me pareció rica, diferente… que había algo en ella que me movía por dentro.
No quedamos en nada esa noche, pero la semilla estaba sembrada. Durante los días siguientes, volvimos a hablar, ya sin tanta pena. Me preguntaba cosas, me hacía bromas con doble sentido, y a veces me mandaba fotos suyas normales, en la casa, en bata o sentada con los pies descalzos… pero yo les encontraba un encanto distinto. Empecé a notar que lo hacía con intención.
Una semana después, me escribió que iba a estar sola todo el sábado. Que si quería pasar a tomar café. No lo dudé. Me bañé, me arreglé bien y me fui para allá, nervioso pero decidido.
Cuando llegué, Mariela me abrió con una sonrisa tranquila. Tenía una blusa de algodón que le marcaba los senos y una falda sencilla, suelta, pero que se le subía un poco cuando se sentaba. Me ofreció café, galletas, y hablamos como si nada… pero la tensión se respiraba.
Yo me paré a mirar unos cuadros que tenía en la pared, y ella se me acercó por detrás, tocándome el hombro.
—¿Y entonces, Andrés… esa cosa rebelde ya está más calmada? —dijo en tono burlón.
Me reí, y sin pensarlo, me volteé y me acerqué.
—Si te soy sincero… desde que llegué estoy peor.
Se le fueron los ojos hacia abajo, y me los volvió a clavar, esta vez distinta. Me miró largo… y dijo:
—Esto está mal… pero no puedo negar que me has tenido pensando mucho.
Nos quedamos en silencio unos segundos, cerquita. Yo la tomé de la cintura y ella no se quitó. Le besé la comisura de los labios primero, suave… y luego la boca. Se dejó, se entregó. Sus labios sabían a café y deseo viejo guardado.
—Hace años te vi tocándote en el baño… ¿te acordás? —me susurró entre beso y beso.
—Claro que sí… me quedé con esa mirada tuya en la cabeza —le dije, apretándola más.
Nos fuimos al cuarto. Todo era lento, íntimo. Mariela se quitó la ropa despacio, sin poses. Tenía el cuerpo de una mujer real: caderas llenas, barriga suave, senos algo caídos pero naturales. Y entre las piernas, esa cuquita peluda que me enloqueció. No era una mata salvaje, pero sí tenía suficiente como para olerla, besarla, perderme ahí.
Le besé el vientre, las piernas, los muslos… y cuando bajé más, me dijo con voz ronca:
—Hace años soñaba con esto… nunca pensé que me ibas a buscar así.
La hice venirse con la lengua, con los dedos, con todo. Y luego me pidió que me lo metiera, suave, despacio. Y así fue. La cogí con cariño, con deseo, con ese respeto que solo se le tiene a quien uno admira. Y después, mientras me apretaba fuerte, me dijo al oído:
—Te esperé más de lo que crees…
Y ahí entendí que no era solo sexo. Era una entrega atrasada, una fantasía reprimida, un cruce de caminos que se tenía que dar.
Nos dormimos abrazados, sudados, con las piernas entrelazadas. Mariela me besó el pecho antes de cerrar los ojos y dijo:
—No me dejes de escribir… nunca.
Y yo no dije nada… solo la apreté más fuerte.
Después de aquella tarde inolvidable, Mariela y yo quedamos con un vínculo raro, íntimo… como si hubiéramos abierto una puerta que llevaba años cerrada. No nos escribíamos todos los días, pero cuando lo hacíamos, las palabras iban subiendo de temperatura rápido.
Una noche, como a las once, me escribió:
—Hola, mijo… ¿todavía andás con esas erecciones salvajes?
Yo ya sabía que venía con ganas. Estaba acostado, sin camisa, viendo alguna pendejada en el celular, y con solo leerla me fui poniendo duro. Le respondí:
—Justo me estaba acordando de vos… y sí, estoy igual. Solo que esta vez no tengo excusa pa' escribirte…
Ella tardó un poco, y luego me mandó una nota de voz. Su tono paisa suave, maduro, me derritió:
—Pues no necesitás excusa, papito… yo también me acuerdo mucho de vos. A veces me levanto húmeda, con el sabor tuyo en la cabeza… y otras veces me tengo que tocar solita porque me hace falta ese pipí tuyo rico, caliente, lleno de ganas…
Se me erizó la piel. Le mandé un video sin pensarlo mucho: acostado, con la verga en la mano, sobándola despacio. Ella lo vio completo y me contestó:
—¡Ay, no! Qué pecado… eso está muy sabroso, Andrés. Te lo juro que me dan ganas de montarme ahí y que no me bajes hasta dejarme temblando.
Le contesté con voz ronca, excitado:
—Venite pa' la casa, Mari… o déjame ir a la tuya. Me muero por meterte la lengua otra vez, sentirte encima, gemirte en el oído.
Ella dudó, pero al rato llegó el mensaje que me dejó encendido:
—Mañana voy a estar sola en la tarde. Si llegás con ganas, yo te espero sin pantis.
Y cumplió.
Llegué al día siguiente como a las tres. Estaba con un vestido suelto, sin brasier, sin pantis como prometió. Me abrió la puerta con una sonrisa tímida, pero en sus ojos se notaba que ya estaba mojada. Apenas entré, me besó de una, con una ansiedad distinta. Nos fuimos al cuarto como si ya lo hubiéramos planeado desde la noche anterior.
Mariela se subió encima de mí con esa sensualidad de mujer que ya no pide permiso. Me lo metió despacio, mirándome a los ojos, y empezó a moverse como si supiera exactamente cómo quería que la sintiera. Sus tetas rebotaban en mi cara, y yo se las chupaba como si fuera la primera vez. Gritaba bajito, con esa voz paisa medio cantadita:
—Ay papito… así, así… que me estás partiendo por dentro…
Se vino encima mío, mojándome las bolas, y después se dio vuelta para que se la metiera de ladito. Esa vez duramos como una hora, entre besos, gemidos, sudor y palabras calientes. Me pidió que le acabara adentro, y así lo hice, agarrándola de las caderas mientras sentía cómo me la exprimía hasta sacarme todo.
Después de eso, nos quedamos acostados, hablando, sin mucha ropa.
—¿Sabés una cosa, Andrés? —me dijo acariciándome el pecho—. Nunca pensé que me fuera a gustar tanto esto contigo. Me siento viva, deseada, como si hubiera vuelto a tener veinte.
—Y yo contigo siento algo que no se compara con ninguna pelaita —le dije mirándola, mientras le sobaba la cadera.
Mariela se rió bajito.
—Y eso que todavía no me has probado completa…
—¿Cómo así?
Se acercó a mi oído y me susurró:
—Algún día me vas a meter esa verga por el culo, y te vas a enamorar más. Pero todo a su tiempo…
Esa frase me dejó loco. Desde ahí, nuestros mensajes se volvieron más intensos, más explícitos. Me mandaba notas contándome cómo se masturbaba con los dedos pensando en mí, cómo se tocaba los pezones imaginando mi lengua. Yo le mandaba audios gemidos, le describía cómo me lo sobaba pensando en su olor, en ese sabor de su cuquita peluda, en sus nalgas temblando con cada embestida.
Nos vimos tres veces más. Una en su casa, una en un motel sencillo, y la última… en mi apartamento.
Esa última vez fue especial. Me pidió que le vendara los ojos, que la pusiera en cuatro en la sala, y que la oliera, que me concentrara en su aroma. Lo hice. Me perdí entre sus piernas, lamiéndole el culo y la cuca sin parar, mientras ella temblaba, con las nalgas abiertas, gimiendo mi nombre con una voz temblorosa:
—Andrés, no parés, por Dios… me estás matando… me estoy viniendo… ay… ayyyy…
Me vine sobándome, eyaculando sobre su espalda, jadeando como un perro.
Después de eso, Mariela me abrazó fuerte. Nos quedamos en silencio largo rato. No dijimos mucho, pero entendimos que lo nuestro no era solo calentura. Había una conexión vieja, una confianza que le daba sabor a todo.
Antes de irse, me besó despacio y me dijo al oído:
—Prometeme que no me vas a olvidar nunca, así pase el tiempo…
Yo le agarré la cara, la miré fijo y respondí:
—Imposible, Mariela… si desde pelado te tengo en la cabeza. Ahora también te tengo en el cuerpo.
Ella sonrió, con esos ojos que ya no eran de solo amiga de la familia… y se fue con el paso suave, dejando el olor a su cuerpo en cada rincón.
Pasaron unos días sin que nos viéramos. Solo mensajes esporádicos, indirectas y uno que otro audio donde ella me decía que se tocaba pensando en mí. Pero había algo pendiente… algo que desde aquella frase en mi oído me tenía obsesionado: su culo.
Una tarde, sin más vueltas, le escribí:
—Mariela… ¿te acordás de lo que me dijiste la última vez?
Ella tardó en responder. Luego me mandó una foto. Estaba acostada boca abajo, completamente desnuda, con las nalgas abiertas usando una mano, y en medio de todo, su cuquita peluda y ese culo provocativo que parecía pedirme que lo llenara.
—¿Esto te responde la pregunta?
Me la sobé ahí mismo, viéndola, jadeando bajito.
—Quiero hacerlo contigo, Mari… así como lo dijiste. Con calma, con respeto, pero con todas las ganas del mundo. Quiero estrenarte por ahí…
Ella respondió casi de inmediato:
—Entonces venite mañana. Me preparo para vos. No tomés nada antes, porque ese pipí lo quiero todito adentro.
Dormí poco esa noche. Y cuando llegué a su casa al día siguiente, el ambiente ya estaba cargado. Me abrió en bata, con el cabello suelto y un aroma a aceite esencial que me enloqueció. En el cuarto, ya tenía velas prendidas, música suave, lubricante sobre la mesa de noche… y en la cama, una toalla extendida.
Me miró con esa sonrisa que conocía tan bien.
—Hoy te vas a acordar de mí pa’ siempre, Andrés.
Nos besamos lento. Le fui quitando la bata despacito, mientras mis manos recorrían su espalda, sus caderas, sus nalgas firmes. Me arrodillé frente a ella y empecé a besarle la cuquita peluda con hambre, mientras ella se aferraba a mi cabeza con las piernas temblando.
—Así, papi… ay, así mismo. Qué rico comés… me mojás toda…
Después, la puse en cuatro. Le abrí las nalgas y le escupí el huequito con suavidad, masajeándolo con el dedo, mientras seguía chupándola abajo. Ella gemía bajito, mordiéndose los labios.
—¿Estás segura, Mari?
Ella solo asintió y me dijo:
—Solo metelo despacito… que yo te lo doy con el alma.
Con cuidado, le fui entrando. Primero la puntica, con lubricante, acariciando sus nalgas y murmurándole al oído. Después, más profundo, sintiendo cómo su cuerpo se apretaba, cómo me lo recibía con amor y morbo mezclados.
—Ay Andrés… qué rico se siente. Me estás llenando todo…
Yo jadeaba, perdido en esa sensación distinta, nueva. Le agarraba las caderas, le besaba la espalda, le decía cosas al oído:
—Estás divina, Mari. Qué culo tan sabroso. Nunca había sentido algo así. Te juro que me tenés loco…
Ella me pedía que no parara, que le diera más. Se vino primero que yo, temblando, mojando la toalla. Y cuando yo no aguanté más, me vine adentro de ese culo tibio, apretado, mientras ella suspiraba con los ojos cerrados.
Nos quedamos acostados, sudados, satisfechos.
—Ahora sí entiendo por qué a veces hay cosas que uno no planea, pero el cuerpo las busca… —me dijo entre risas.
—Y el mío te venía buscando desde hace rato, Mari.
Nos dimos un beso suave, con respeto, con cariño. Y antes de quedarme dormido, ella me susurró:
—La próxima vez… quiero que lo hagamos en el sofá, mientras te veo masturbarte y yo me toco también. Quiero explorar contigo, sin miedo.
Y yo solo pensé en lo afortunado que era de tenerla así: madura, atrevida, entregada… con historia y con morbo acumulado.
0 comentarios - Entre la calma y el deseo con Mariela