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el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 2

Capítulo III

el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 2

 
 
No creo haberacusado nunca la desafortunada carencia
que constituye miincapacidad natural para sonrojarme tanto
como en lapresente ocasión. Pues incluso una pulga se
hubiera sonrojadoante la desenfrenada escena que presencié
en la ocasión queaquí he consignado. Una muchacha tan
joven, taninocente en apariencia, y sin embargo tan
impúdica, tanlasciva en sus inclinaciones y deseos... Una
persona deinfinita frescura y belleza... Una mente de
candentesensualidad convertida por el azaroso devenir de los
acontecimientosen un activo volcán de lujuria...
 
Bien podría haberexclamado con el poeta de antaño:
«¡Oh, Yavé!l», ocon el más práctico descendiente del
patriarca:«¡Santo Dios!».
 
Huelga hablar delos cambios que experimentó Cielo Riveros en
todo su ser trasexperiencias como las que he relatado. Eran
manifiestos yaparentes en su porte y su conducta.
 
Nunca supe qué sehizo de su joven amante, y tampoco
me molesté eninformarme al respecto, pero tengo motivos
para creer que eldevoto padre Ambrose no era ajeno a esas
tendenciasirregulares que tanto se atribuyen a su orden, y
que al joven sele indujo poco a poco a prestarse, en no
menor medida quesu joven amante, a la gratificación de los
insensatos deseosdel sacerdote.
 
Pero volvamos amis observaciones acerca de la hermosa
Cielo Riveros.
 
Aunque las pulgasno podemos sonrojarnos, sí tenemos la
capacidad deobservar, y me he propuesto dejar testimonio
escrito de todoslos episodios amatorios a los que he asistido
y que creo quepueden interesar a quien busca la verdad.
Podemos escribir,al menos esta pulga puede, pues de otro
modo, estaspáginas no hubieran llegado al lector, y no hace
 
 
falta decir más.
 
Transcurrieronvarios días antes de que Cielo Riveros tuviera
oportunidad devisitar otra vez a su clerical admirador, pero
al fin sepresentó la oportunidad, y como cabía esperar, ella
la aprovechó deinmediato.
 
Había encontradoel medio de avisar a Ambrose de que
pretendíavisitarle, y el astuto individuo se había preparado
como la vezanterior para recibir a su joven invitada.
 
En cuanto CieloRiveros se encontró a solas con su seductor, se
lanzó a susbrazos, y apretando el enorme corpachón del
sacerdote contrasu menuda figura, le obsequió con las más
tiernas caricias.
 
Ambrose no tardóen corresponder plenamente a su cálido
abrazo, y alinstante los dos se vieron apasionadamente
sumidos en unintercambio de ardientes besos y se reclinaron,
el uno frente alotro, sobre el asiento almohadillado al que ya
se aludió.
 
Pero ahora CieloRiveros no iba a contentarse sólo con besos;
deseaba un tratomás sólido, que por experiencia sabía que
podíaproporcionarle el padre.
 
Ambrose, por suparte, no estaba menos excitado. Su
sangre fluía conrapidez por sus venas, su oscura mirada
llameaba conlujuria evidente, y la sotana, ya protuberante,
dejaba traslucirsin lugar a dudas el desorden de sus sentidos.
 
Cielo Riveros seapercibió de su estado —no se le escaparon ni las
miradasencendidas ni la evidente erección, que el otro no se
tomó la molestiade disimular— e hizo lo posible por
incrementar lasansias del sacerdote, si ello fuera posible, en
vez demenguarlas.
 
Poco después, noobstante, Ambrose le demostró que no
necesitaba másincentivos, pues sacó con toda tranquilidad su
arma ferozmentedilatada y en tal estado que la mera visión
de la misma hizoque Cielo Riveros se tornara frenética de deseo. En
cualquier otromomento, Ambrose hubiera mostrado más
prudencia con susplaceres y no se hubiese precipitado a
ponerse manos ala obra con su deliciosa conquistilla. En esta
ocasión, sinembargo, los sentidos se le desmandaron y fue
incapaz de evitarque su arrollador deseo se deleitara sin
 
 
tardanza con losencantos juveniles que se le ofrecían.
 
El sacerdote yaestaba sobre ella. Su corpachón la cubría
poderosamente ypor completo. Su miembro dilatado
golpeaba condureza contra el estómago de Cielo Riveros y las ropas
de ésta yaestaban levantadas hasta la cintura.
 
Con manotemblorosa, Ambrose asió la grieta central de
sus deseos y,ansioso, llevó la punta caliente y carmesí hacia
sus labioshúmedos y entreabiertos. Empujó, se afanó por
penetrar y loconsiguió: el inmenso artefacto entró lento pero
seguro; ya habíandesaparecido la cabeza y los lomos. Unos
cuantos embatesfirmes y prudentes culminaron la unión, y
Cielo Riverosrecibió en su cuerpo el enorme y excitado miembro de
Ambrose en todasu longitud.

El profanador, encompleta posesión de los encantos más
íntimos de lamuchacha, jadeaba sobre su busto.
 
Cielo Riveros, encuyo vientrecillo se había embutido la vigorosa
masa, sintióintensamente los efectos del cálido y palpitante
intruso.
 
Mientras tanto,Ambrose empezó a empujar y moverse
arriba y abajo. CieloRiveros le echó los blancos brazos al cuello y le
rodeótraviesamente las ijadas con sus hermosas piernas
vestidas de seda.
 
—¡Qué delicia!—murmuró Cielo Riveros, besando con entusiasmo
los carnososlabios de Ambrose—. Empuje, empuje con más
fuerza. ¡Ay, cómose abre camino, qué grande es! ¡Qué
caliente, qué...,Dios mío, ay!
 
Y Cielo Riverosdescargó todo un chaparrón en respuesta a las
fuertesacometidas, mientras la cabeza le caía hacia atrás y la
boca se le abríapor los espasmos propios de la cópula.
 
El sacerdote serefrenó. Hizo una breve pausa; el palpitar
de su largomiembro anunciaba el estado en que se hallaba.
Deseaba prolongaral máximo su placer.
 
Cielo Riverosoprimió el tremendo astil en lo más hondo de su
persona y lo notómás duro y rígido si cabe cuando la testa
púrpura embestíacontra su joven útero.
 
Casiinmediatamente después, su corpulento amante,
incapaz deprolongar el placer, sucumbió a la sensación
intensa ypenetrante que experimentó en todo su cuerpo
 
 
cuando derramó suglutinoso flujo.

—¡Oh, ya sale!—gritó la muchacha, excitada—. La noto
salir aborbotones. ¡Ay! Démela, más, más, derrámela,
empuje másfuerte, no tenga piedad de mí. ¡Ah, otro chorro!
Empuje,desgárreme si le place, pero déjeme recibir toda su
leche.
 
Ya he hablado dela inmensa cantidad que el padre
Ambrose podíadescargar, y en esta ocasión se superó a sí
mismo. Llevabareprimiéndose cerca de una semana, y Cielo Riveros
recibió un chorrotan tremendo que la descarga más semejaba
la acción de unajeringa que la emisión de unos genitales
masculinos.
 
Al cabo, Ambrosela descabalgó, y Cielo Riveros, al ponerse otra
vez de pie, notóun flujo pegajoso y viscoso que le bajaba por
el rollizo musloproduciéndole cosquillas.
 
Apenas se habíaretirado el padre cuando se abrió la
puerta que daba ala iglesia, y he aquí que aparecieron en el
umbral dossacerdotes más. Era imposible, claro está, ocultar
lo que habíaocurrido.
 
—¡Ambrose!—exclamó el mayor de los dos, un hombre
de entre treintay cuarenta años—, esto va contra nuestras
normas yprivilegios, que estipulan que todo juego de esta
índole debepracticarse en común.
 
—Tómenla entonces—rezongó el aludido—. No es
demasiadotarde..., iba a ponerles al tanto de lo que había
conseguido, sóloque...

—... Sólo que ladeliciosa tentación de esta joven rosa de
marjal eraexcesiva para usted, amigo mío —exclamó el otro,
que mientrashablaba, miraba a la joven Cielo Riveros y le metía a la
fuerza unafornida mano por debajo de sus ropas hasta
alcanzar lossuaves muslos—. Lo he visto todo por el ojo de la
cerradura—susurró el bruto al oído de la muchacha—. No
tienes por quéasustarte, sólo te trataremos de igual modo,
querida.
 
Cielo Riverosrecordó las condiciones en las que se le había
concedido elconsuelo de la Iglesia, y supuso que esto
también formabaparte de sus nuevas obligaciones. Por tanto,
sin oponerresistencia, se recostó en los brazos del recién
 
 
llegado.
 
Mientras tanto,su compañero había pasado su fuerte
brazo en torno ala cintura de Cielo Riveros y había cubierto de besos
su delicadamejilla.
 
Ambrose parecíaestupefacto y confuso.
 
La damita sehalló de este modo entre dos fuegos, por no
mencionar lapasión ardiente de su primer poseedor. En vano
miraba a uno yotro en busca de cierta tregua o de algún
modo de salir delapuro.

Pues ha de quedarconstancia de que, si bien se resignó
por completo a lasituación en que la había puesto el padre
Ambrose, unasensación de debilidad y miedo a sus nuevos
asaltantes estuvoa punto de apoderarse de ella. Cielo Riveros no
percibía sinolujuria y deseo feroz en las miradas de los
recién llegados,y la falta de resistencia de Ambrose dio al
traste concualquier idea de tratar de defenderse ella sola.
 
Los dos hombresla habían colocado entre ellos, y
mientras elprimero que había hablado le introducía la mano
hasta lahendidura rosada, el otro no tardó en tomar posesión
de las torneadasnalgas de su rollizo trasero.
 
Nada pudo hacer CieloRiveros para resistirse.
 
—Esperen unmomento —dijo al fin Ambrose—. Si de
verdad quierendisfrutar de ella, procedan al menos sin
desgarrarle laropa, como ambos suelen hacer. Desnúdate,
Cielo Riveros—continuó—, debemos compartirte entre todos, según
se ve; de modoque prepárate a convertirte en el instrumento
complaciente denuestros placeres conjuntos. Nuestro
convento albergaa otros no menos exigentes que yo mismo, y
tu deber no seráprebenda, de modo que más te vale no
olvidar losprivilegios que estás llamada a satisfacer y estar
preparada paraaliviar a estos eclesiásticos de esos feroces
deseos que biensabes cómo apaciguar.
 
Al oír estemandato, supo que no le quedaba alternativa.
 
Cielo Riverosquedó desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes.
 
De todos ellosbrotaron murmullos de placer cuando Cielo Riveros
avanzótímidamente mostrando toda su belleza.
 
En cuanto elportavoz de los recién llegados —que a todas
luces era el queocupaba el cargo más alto de los tres en la
 
 
jerarquíaeclesiástica— percibió la hermosa desnudez que
ahora se ofrecíaa sus apasionadas miradas, se abrió el hábito
sin vacilar, ytras liberar un miembro grande y largo, cogió a
la muchacha enbrazos y la llevó de regreso al diván; le abrió
luego lospreciosos muslos, se plantó entre ellos, y después de
llevar el bálanode su furioso campeón al suave orificio,
empujó haciadelante y de una embestida se enterró hasta las
pelotas.
 
Cielo Riveroslanzó un gritito de éxtasis al notar la inflexible
inserción de estanueva y poderosa arma.
 
Al varón queposeía a la hermosa joven, el contacto le
extasió, yexperimentó una emoción indefinible al
encontrarseenterrado por completo en su cuerpo hasta la
empuñadura de suardiente pene. No había imaginado que
fuera a penetraren sus partes con tanta facilidad, pues no
había tenido encuenta el aluvión de semen que había
recibidopreviamente la muchacha.
 
El superior, noobstante, no le dio tiempo a Cielo Riveros a que
reflexionara,sino que se puso manos a la obra con tanta
energía que suslargas y poderosas acometidas produjeron
pleno efecto enel cálido temperamento de la joven, y
provocaron queésta derramase su dulce emisión casi de
inmediato.
 
Aquello fuedemasiado para el lascivo eclesiástico. Ya
firmementeempotrado en la ceñida vaina, que semejaba un
guante, en cuantopercibió la cálida efusión lanzó un
prolongadogruñido y descargó con furia.
 
Cielo Riverosnotó con placer el abundante torrente de la lujuria
del hombretón, yabriéndose de piernas, lo recibió en toda su
longitud en suvientre, permitiéndole que desahogara allí su
pasión ydescargara los borbotones de su fogosa naturaleza.
 
Este segundo ydecidido ataque sobre su persona despertó
en Cielo Riveroslas emociones más impúdicas, y su excitable
naturalezarecibió con gozo exquisito las abundantes
libaciones quehabían derramado en ella los dos robustos
campeones. Pero apesar de su salacidad, la damita acusaba
el agotamientopor la continua tensión a la que sometían sus
facultadescorporales, y por tanto no sin cierta consternación
 

reparó en elsegundo de los intrusos, que se disponía a
aprovecharse dela retirada del superior.
 
Sin embargo, cuálno sería el asombro de Cielo Riveros al
descubrir lasgigantescas proporciones del miembro que
ahora mostraba elsacerdote. Su hábito ya estaba abierto y
delante de él semantenía tieso y erecto un miembro ante el
que incluso elvigoroso Ambrose tenía que agachar la cabeza.
 
De una orlarizada de pelo rojo brotaba la columna de
carne blanca, queculminaba en una testa lisa y roja y cuyo
orificio estrechoy firmemente cerrado daba la impresión de
estar obligado amostrarse precavido para evitar el
derramamientoprematuro de sus jugos. Debajo, y para
completar elcuadro, colgaban bien prietas dos pelotas
enormes yvelludas; al verlas, la sangre de Cielo Riveros empezó a
hervir una vezmás y su espíritu juvenil se inflamó de deseo
por eldesproporcionado combate.
 
—¡Ay, padre mío!,¿cómo voy a meterme eso dentro de
mi cuerpo,pobrecilla de mí? —preguntó Cielo Riveros, consternada
—. ¿Cómo losoportaré cuando por fin entre? Temo que me
haga un dañoinmenso.

—Tendré cuidado,hija mía. Iré con tiento. Ahora estás
bien preparadapor los jugos de los eclesiásticos que han
tenido la buenafortuna de precederme.
 
Cielo Riverosmanoseó el gigantesco pene.
 
El sacerdote erafeo con avaricia. Era bajo y fornido, y sus
hombros, anchoscomo los de un Hércules.
 
Cielo Riveros fuepresa de una especie de locura lasciva; la fealdad
del sacerdotesólo sirvió para caldear más sus deseos. Sus
manos noabarcaban el rotundo miembro. Continuó, no
obstante,  asiéndolo, apretándolo y  obsequiándolo
inconscientementecon caricias que aumentaban su rigidez y
anticipaban elplacer. Se erguía como una barra de hierro
entre sus suavesmanos.
 
Otro instante yel tercer asaltante estaba encima de ella, y
Cielo Riveros,casi con la misma excitación, se afanaba por quedar
empalada en laterrible arma.
 
Durante unosminutos, la hazaña semejó imposible, a
pesar de lo bienlubricada que estaba merced a las
 
 
derramaduras quehabía recibido previamente.
 
Al cabo, con unafuriosa arremetida hizo entrar la enorme
testa. CieloRiveros lanzó un grito de auténtica angustia; otra, y otra
arremetida: elbrutal desgraciado, ciego a todo lo que no
fuera su propiodeleite, siguió penetrando.

Cielo Riverosgritaba en su agonía y luchaba denodadamente por
separarse de suferoz asaltante.
 
Otra arremetida yotro grito de su víctima; el sacerdote la
había penetradohasta lo más vivo.
 
Cielo Riveros sehabía desmayado.
 
Los dos testigosde este monstruoso acto de libertinaje
parecieron, en unprimer momento, dispuestos a interferir,
pero daba laimpresión de que experimentaban un cruel
placer alpresenciar el contratiempo, y sin duda sus
movimientoslascivos y el interés con que seguramente
observaban losdetalles más nimios daban fe de su
satisfacción.
 
Corro un velosobre la lujuriosa refriega que vino a
continuación ysobre las contorsiones del salvaje sacerdote
mientras, enfirme posesión de la joven y hermosa moza,
prolongabalentamente su goce, hasta que su copiosa y
fervorosadescarga puso fin a su éxtasis y dio lugar a un
intervalo en elque se pudo reanimar a la pobrecilla.
 
El fornido padrehabía descargado en dos ocasiones antes
de extraer sulargo y humeante miembro, y el volumen de
leche que lesiguió fue tal que se derramó tamborileando en
un charco sobreel suelo de madera.

amateur

 
Al fin, lobastante recuperada como para moverse, a la
joven CieloRiveros se le permitió llevar a cabo las abluciones que el
rebosante estadode sus partes pudendas hacían necesarias.
 

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nukissy1355
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