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el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 1

Capítulo 1

el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 1

 
Nací —aunque nopodría decir cómo, cuándo ni dónde, de
modo que debodejar al lector que acepte la afirmación per se
y la crea si asíle place—. Igualmente, cierto es que el hecho
de mi nacimientono es ni un ápice menos veraz que la
realidad de estasmemorias, y si el avezado estudioso de estas
páginas sepregunta cómo alguien de mi condición —o quizá
debería decir demi especie— adquirió la erudición, la
observación y lafacultad de rememorar con precisión la
totalidad de losmaravillosos hechos y revelaciones que a
punto estoy derelatar, no puedo sino recordarle que existen
inteligencias,apenas sospechadas por el vulgo, y leyes de la
naturaleza cuyaexistencia aún no ha sido detectada por los
más adelantadosmiembros del mundo científico.

He oído comentaren algún sitio que mi especialidad era
ganarme la vidachupando sangre. No soy en modo alguno el
ser más bajo deesa fraternidad universal, y si bien sustento
mi existencia conprecariedad en los cuerpos de aquellos con
quienes entro encontacto, mi experiencia demuestra que lo
hago de un modonotable y peculiar, con un esmero y
cuidado que raravez se da en quienes ejercen mi profesión.
Sin embargo,aduzco que tengo otros y más elevados
objetivos que lamera sustentación de mi cuerpo merced a las
contribuciones delos incautos. Consciente de este defecto
original, y conun alma muy por encima de los vulgares
instintos de miraza, ascendí gradualmente a las cotas de
percepción mentaly erudición que me ubicaron por siempre
jamás en elpináculo de la sublimidad insectil.

Es esta conquistade erudición la que evocaré al describir
las escenas delas que no sólo he sido testigo, sino también
partícipe. No medetendré a explicar por qué medios llegué a
poseer aptitudeshumanas de raciocinio y observación, sino

 
que, en mislucubraciones, dejaré simplemente que el lector
perciba que lasposeo y se admire de ello.
De este modo sepercatará de que no soy una pulga
común; de hecho,si se tiene en cuenta la compañía que he
frecuentado, lafamiliaridad con que se me ha permitido
tratar a personasde lo más exaltado y las oportunidades que
se me hanbrindado de sacar el mayor partido a mis
amistades, ellector sin duda convendrá conmigo en que soy
en verdad uninsecto de lo más maravilloso y eminente.

Mis primerosrecuerdos se remontan al momento en que
me encontré enuna iglesia. Resonaba una música solemne y
unos cantoslentos y monótonos que en aquel instante me
llenaron desorpresa y admiración, aunque, desde entonces,
hace ya tiempoque aprendí la auténtica importancia de tales
ejercicios yahora tomo las actitudes de los fieles por la
aparienciaexterior de sus emociones internas, por lo general
inexistentes. Seacomo fuere, estaba ocupada en cuestiones
profesionalesrelacionadas con la rolliza y blanca pierna de
una damita deunos dieciséis años, el sabor de cuya deliciosa
sangre bienrecuerdo, y el gusto de cuyo...
 
Pero estoydivagando.

Poco después deempezar a poner en práctica con
discreción ysuavidad mis diminutas atenciones, la joven se
levantó con elresto de los fieles para partir, y yo, como es
natural, decidíacompañarla.

Tengo muy agudala vista y muy fino el oído, y por eso
pude ver que unjoven caballero deslizaba un trocito plegado
de papel blancoen la hermosa mano enguantada de la damita
al pasar ésta porel pórtico abarrotado. Había reparado en el
nombre de CieloRiveros pulcramente bordado en la suave media de
seda que me habíaatraído en un principio, y vi ahora que
esta mismapalabra aparecía sola en el exterior de la nota de
amor. La jovenestaba con su tía, una dama alta y augusta
con la que yo nodeseaba establecer lazos de intimidad.
 
Cielo Riveros erauna beldad de apenas dieciséis años; tenía una
figura perfecta,y a pesar de su juventud, su tierno busto ya
empezaba aalcanzar esas proporciones que tanto deleitan al
otro sexo. Surostro era de una franqueza encantadora; su
 
 
aliento, dulcecomo los perfumes de Arabia y, como siempre
he dicho, su pieltenía la suavidad del terciopelo. Cielo Riveros estaba
a todas luces altanto de su hermosura y erguía la cabeza con
el orgullo y lacoquetería de una reina. Las melancólicas y
anhelantesmiradas de reojo que le echaban los jóvenes —y
en ocasionestambién los de edad más madura— no dejaban
duda de queinspiraba admiración. Cuando salió de la iglesia,
se produjo unsilencio general y un desvío de las miradas en
dirección a lahermosa Cielo Riveros que expresaron con más claridad
que las palabrasque era a ella a la que admiraban todos los
ojos y deseabantodos los corazones; al menos entre el sexo
masculino.

No obstante,prestando muy escasa atención a lo que
seguramente eraalgo cotidiano, la damita, acompañada de su
tía, se fue apaso ligero camino de su casa, y tras llegar a la
pulcra y eleganteresidencia, se dirigió rápidamente a su
habitación. Nodiré que la seguí, sino que «fui con ella» y
contemplé a ladulce muchacha cruzar una primorosa pierna
sobre la otra yquitarse las más diminutas, ceñidas y
exquisitas botasde piel de cabritilla que jamás he visto.
 
Salté a laalfombra y continué con mis indagaciones. Le
siguió la botaizquierda, y sin descabalgar una rolliza
pantorrilla de laotra, Cielo Riveros se quedó sentada mirando el
trozo de papelplegado que yo había visto al joven depositar
a escondidas ensu mano.
 
Observando todomuy de cerca, reparé en los generosos
muslos que, en laposición inclinada que había adoptado, se
prolongaban haciaarriba más allá de sus ajustadas ligas hasta
que se perdían enla oscuridad y se reunían en un punto
donde seencontraban con su hermoso vientre; allí, los muslos
casi ocultabanuna hendidura fina y aterciopelada, y
proyectaban unasombra sobre los redondeados labios de
ésta.
 
Poco después, CieloRiveros dejó caer la nota, y al quedar abierta,
me tomé lalibertad de leerla. «Estaré en el lugar de siempre,
esta noche, a lasocho», eran las únicas palabras escritas en el
papel, pero alparecer tenían un interés especial para Cielo Riveros,
pues estuvocavilando durante un rato con ánimo

 
meditabundo.
 
Se habíadespertado mi curiosidad, y como deseaba saber
más acerca de lainteresante joven con la que la fortuna tan
promiscuamente mehabía llevado a entrar en grato contacto,
permanecídiscretamente instalado en un escondrijo acogedor
aunque un tantohúmedo, y hasta cerca de la hora
mencionada novolví a salir para observar la marcha de los
acontecimientos.
 
Cielo Riveros sehabía vestido con escrupuloso esmero y se
dispuso adirigirse al jardín que rodeaba la mansión en que
vivía.
 
Fui con ella.
 
Al llegar alextremo de una avenida larga y umbrosa, la
joven se sentó enun rústico banco y allí esperó la llegada de
la persona con laque iba a reunirse.

No transcurrieronmás que unos minutos antes de que se
presentara eljoven al que había visto ponerse en contacto
por la mañana conmi hermosa amiguita. Luego tuvo lugar
una conversaciónque, a juzgar por lo enfrascada que estaba
la pareja,revestía un inusitado interés para ambos.
 
Caía la tarde yel crepúsculo ya había comenzado: el aire
era cálido ysuave, y los dos jóvenes estaban sentados en el
bancoestrechamente entrelazados, ajenos a todo excepto a su
propia felicidad.

—No sabes cómo teamo, Cielo Riveros —susurró el joven,
sellandotiernamente su declaración con un beso sobre los
labios que leofrecía su compañera.
 
—Claro que lo sé—replicó la muchacha, ingenuamente—.
¿Acaso no me lodices siempre? Pronto me cansaré de oírlo.
—Meneó nerviosasu hermoso piececito y adoptó una actitud
pensativa—.¿Cuándo vas a explicarme todas aquellas cosas
tan curiosas delas que me hablaste? —preguntó, levantando
la vistafugazmente para, con la misma rapidez, volver a
posar sus ojossobre el camino de grava.
 
—Ahora, querida CieloRiveros —respondió el joven—. Ahora que
tenemos laoportunidad de estar a solas sin que nadie nos
interrumpa. CieloRiveros, tú sabes que ya no somos niños, ¿verdad?
 
La joven asintiócon la cabeza.
 
 
—Bueno, pues haycosas que los niños no saben y que los
amantes no sólodeben saber sino también poner en práctica.
 
—Vaya, vaya —dijola muchacha, con toda seriedad.
 
—Sí —continuó sucompañero—, hay secretos que hacen
felices a losamantes y constituyen el gozo de amar y ser
amado.
 
— ¡Cielos!—exclamó Cielo Riveros—. ¡Qué sentimental te has
vuelto, Charlie!Recuerdo cuando decías que el sentimiento
no era sino un«completo embuste».
 
—Así lo pensaba,hasta que me enamoré de ti —replicó el
joven.
 
—Sandeces—continuó Cielo Riveros—, pero adelante, Charlie,
cuéntame lo queme prometiste.
 
—No puedocontártelo sin hacerte una demostración al
mismo tiempo—contestó Charlie—. El conocimiento sólo se
adquiere a travésde la experiencia.
 
—¡Ah, entoncesadelante, hazme una demostración! —
exclamó lamuchacha, en cuyos ojos brillantes y mejillas
encendidas mepareció detectar que sabía muy bien la clase
de instrucciónque estaba a punto de impartírsele.
 
Su impacienciatenía algo de cautivador. El joven accedió
a lo que lepedía, y cubriendo su joven y hermosa figura con
la suya propia,pegó su boca a la de ella y la besó con
entusiasmo.
 
Cielo Riveros nose resistió; incluso puso de su parte y devolvió las
caricias de suamante.

Mientras tanto,caía el crepúsculo: los árboles, envueltos
en la crecienteoscuridad, extendían sus frondosas copas para
proteger a losjóvenes amantes de la luz menguante.
 
Al poco ratoCharlie se desplazó hacia un lado; hizo un
leve movimiento yluego, sin hallar oposición alguna, metió
la mano pordebajo de las enaguas de la joven Cielo Riveros. No
satisfecho conlos encantos que encontró en el ámbito de las
relucientesmedias de seda, probó a avanzar un poco más, y
sus dedoserrabundos alcanzaron la piel suave y trémula de
los jóvenesmuslos.
 
La respiración deCielo Riveros, al percibir el indecoroso ataque
de que estabansiendo objeto sus encantos, se tornó
 

apremiante. Noobstante, lejos de resistirse, a todas luces
disfrutaba con elexcitante toqueteo.
 
—Tócalo —susurró CieloRiveros—, te lo permito.
 
Charlie nonecesitó más invitación: de hecho ya se estaba
preparando paraavanzar sin ella, y entendida de inmediato
la autorización,avanzó los dedos. La hermosa joven abrió a
su vez los muslosy al instante la mano cubría los delicados
labios rosados desu hermosa hendidura.
 
Durante lossiguientes diez minutos la pareja permaneció
casi inmóvil, suslabios unidos y su respiración como única
señal de lassensaciones que los abrumaban con la
embriaguez deldesenfreno. Charlie palpó un delicado objeto,
que se endurecióbajo sus ágiles dedos y adquirió una
prominencia de laque él no tenía conocimiento alguno.
 
Al poco CieloRiveros cerró los ojos, echó atrás la cabeza y se
estremeciólevemente mientras su talle se tornaba flexible y
lánguido, yreposó la cabeza sobre el brazo de su amante.
 
—Oh, Charlie—murmuró—, ¿qué haces? ¡Qué deliciosas
sensaciones meprovocas!

El joven, entretanto, no permanecía ocioso, sino que tras
explorar cuantole había sido posible en la forzada posición
en que seencontraba, se incorporó, y notando que necesitaba
mitigar laviolenta pasión que sus actos habían atizado,
suplicó a suhermosa compañera que le permitiera guiar su
manita a unpreciado objeto que, según le aseguró, era capaz
de proporcionarleun placer mucho más intenso que el que le
habían dado susdedos.
 
De buena gana, enun instante Cielo Riveros tenía asido un nuevo
y deliciosoobjeto, y ya cediendo a una curiosidad que
disimulaba, yaauténticamente transportada por sus deseos
reciénsuscitados, no iba a conformarse con menos que sacar
a la luz elasunto ascendente de su amigo.
 
Aquellos de mislectores que se hayan visto en una
situación similarentenderán enseguida el  candoroso
asimiento y lamirada de sorpresa con que recibió la primera
aparición enpúblico de la nueva adquisición.
 
Cielo Riveroscontemplaba por primera vez en su vida el miembro
de un hombre entoda la plenitud de su fuerza, y aunque en

 
modo alguno era—eso lo vi con claridad— un ejemplar
formidable, suastil blanco y su cabeza cubierta con una
capucha roja, dela que el suave prepucio se retiró al apretar,
infundieron en lajoven unos apremiantes deseos de averiguar
más.
 
Charlie estabaigualmente impresionado; le brillaban los
ojos y su manoseguía vagando por todo el dulce y joven
tesoro del quehabía tomado posesión.
 
Mientras tanto,los jugueteos de la manita blanca con el
miembro juvenilhabían producido los efectos que suelen
producirse encircunstancias semejantes en una constitución
tan saludable yvigorosa como la del dueño del asunto en
cuestión.
 
Extasiado con lassuaves caricias, los dulces y deliciosos
apretones, laimpericia con que la damita retiraba los
pliegues delcapullo rampante y dejaban al descubierto la
cresta de colorrubí, púrpura de deseo, y la punta, acabada en
el minúsculoorificio, ahora a la espera de la oportunidad de
lanzar su viscosaofrenda, el joven se puso frenético de
lujuria, y CieloRiveros, experimentando sensaciones nuevas y
extrañas pero quela transportaban en un torbellino de
apasionadaexcitación, suspiraba por no sabía qué extático
desahogo.

La joven, con loshermosos ojos entornados, los húmedos
labiosentreabiertos y la piel caliente y lustrosa debido al
inusitadoarrebato que la invadía, permanecía tumbada,
víctima deliciosade quien tenía la oportunidad inmediata de
cosechar susfavores y coger su joven y delicada rosa.
 
Charlie, aunqueera joven, no era tan tonto como para
perder semejanteoportunidad; además, sus pasiones ahora
violentas loapremiaban a seguir adelante a pesar de los
dictados de laprudencia que, de no hallarse en ese estado,
quizás hubieraobservado.
 
Percibió que elcentro palpitante y bien lubricado
temblaba bajo susdedos, contempló a la hermosa muchacha
postrada einvitándole al juego amoroso, vio los tiernos
jadeos que hacíansubir y bajar su joven busto, y reconoció
las intensasemociones sexuales que animaban a la figura
 
 
encendida de sutierna compañera.
 
Las piernasredondeadas, suaves y rollizas de la muchacha
estaban ahoraexpuestas a su sensual mirada.
 
Tras alzar conprecaución los ropajes que interferían,
Charlie vislumbróaún más los encantos ocultos de su
hermosacompañera, hasta que, con los ojos llameantes, vio
cómo lasrechonchas extremidades iban a morir en las
amplias caderas yel vientre blanco y palpitante.
 
Entonces suardiente mirada se posó también sobre el
punto que más leatraía: la rajita rosada, medio escondida en
la base delhenchido monte de Venus, apenas sombreado aún
por una levísimapelusa.
 
La estimulación ylas caricias que Charlie había aplicado
al codiciadoobjeto habían inducido el flujo de humedad que
tal excitacióntiende a provocar, y Cielo Riveros yacía con su
hendiduraaterciopelada bien humedecida con el mejor y más
dulce lubricantede la naturaleza.
 
Charlie vio suoportunidad. Retiró suavemente la mano de
Cielo Riveros desu propio miembro y se abalanzó con frenesí sobre la
muchacha.”

Su brazoizquierdo se enroscó en torno a la delgada
cintura, sualiento rozó la mejilla de la joven, sus labios
oprimieron los deella en un beso largo, apasionado y
premioso. Su manoderecha, ahora libre, buscaba juntar esas
partes de ambosque son instrumentos activos de placer
sensual, y conesfuerzos apremiantes ansiaba culminar la
unión.
 
Cielo Riverossintió por primera vez en su vida el roce mágico del
aparato de unhombre entre las yemas de su orificio rosado.
 
En cuantopercibió el cálido contacto de la testa
endurecida delmiembro de Charlie, se estremeció
perceptiblemente,y anticipando ya las delicias del goce
venéreo, emitióprueba abundante de su susceptible
naturaleza.
 
Charlie,arrebatado de felicidad, se afanaba con ilusión en
perfeccionar sudisfrute.
 
Sin embargo, a lanaturaleza, que con tanta intensidad
había favorecidoel desarrollo de las pasiones sensuales de

 
Cielo Riveros, lequedaba todavía algo por hacer antes de que un
capullo tantemprano pudiera abrirse sin problemas.
 
Cielo Riveros eramuy joven, inmadura, y desde luego lo era en lo
tocante a lasvisitas mensuales que supuestamente marcan el
comienzo de lapubertad; y las partes de Cielo Riveros, si bien
rebosaban deperfección y frescura, apenas estaban
preparadas paraalojar siquiera a un campeón tan moderado
como ese que, contesta rotunda y penetrante, buscaba ahora
entrar y obteneracomodo.
 
En vano Charlieempujaba y se esforzaba por ahondar en
las partesdelicadas de la encantadora joven con su miembro
excitado.
 
Los plieguesrosados y el minúsculo orificio se resistían a
todos susintentos de penetrar en la mística gruta. En vano la
hermosa CieloRiveros, ahora presa de una furiosa excitación y medio
enloquecidadebido a la estimulación de que había sido
objeto, secundabapor todos los medios de que disponía las
audacestentativas de su joven amante.

La membrana erafuerte y resistió airosa hasta que el
joven, con elpropósito de alcanzar su objetivo o reventarlo
todo, se retiródurante un instante y, con un embate
desesperado,logró perforarla y embutir la cabeza y los lomos
de su erguidoasunto en el vientre de la complaciente
muchacha.
 
Cielo Riveroslanzó un gritito al notar la vigorosa incursión en sus
encantossecretos, pero el delicioso contacto le dio coraje
para soportar eldolor, con la esperanza del alivio que parecía
estar en camino.
 
Mientras tanto,Charlie empujaba una y otra vez, y
orgulloso de lavictoria que ya había alcanzado, no sólo
defendía suterreno sino que con cada embate avanzaba un
breve trechovereda adelante.
 
Se ha dicho quece que le premier coup qui coúte
n'est
(«el que máscuesta es el primer polvo»), pero bien podría
argumentarse quequelquefois il coúte trop («a veces cuesta
demasiado»), comopodría inferir conmigo el lector en el
presente caso.
 
 
Sin embargo, porcurioso que parezca, ninguno de
nuestros amantespensó siquiera en esa cuestión, sino que del
todo absortos enlas deliciosas sensaciones que les
embargaban, seunieron para llevar a cabo aquellos ardientes
movimientos queambos notaban que culminarían en éxtasis.

En cuanto a lamuchacha, temblando toda ella de
deliciosaimpaciencia, y mientras sus carnosos labios rojos
dejaban escaparbreves y esporádicas exclamaciones que
anunciaban elextremo deleite, se entregaba en cuerpo y alma
a las deliciasdel coito. Sus compresiones musculares sobre el
arma que ahora lahabía conquistado como es debido, la
firmeza con queasía al atormentado mozo en su delicada y
humedecida vaina,semejante a un guante, se sumaban para
excitar a Charliehasta la locura. Insertó en el cuerpo de su
compañera suaparato hasta las raíces, y los dos globos
ceñidos bajo elespumante campeón de su virilidad
presionaron lasfirmes nalgas del blanco trasero de Cielo Riveros. Ya
no podía avanzarmás, y su única ocupación era disfrutar y
recoger en sutotalidad la deliciosa cosecha de sus esfuerzos.
 
Cielo Riveros, noobstante, insaciable en su pasión, apenas
comprobó que laansiada unión se había llevado a cabo,
experimentó elpenetrante placer que el rígido y cálido
miembro leproporcionaba y se excitó demasiado para que
supiera o leimportara lo que estaba ocurriendo, y así, en su
frenéticaexcitación, sorprendida de nuevo por los
enloquecedoresespasmos de la lujuria culminada, hizo
presión sobre elobjeto de su placer, levantó los brazos con
arrobamientoapasionado y luego, volviendo a hundirse en
los brazos de suamante, entre profundos gemidos de agonía
extática ygrititos de sorpresa y deleite, despidió una copiosa
emisión, que alencontrar una salida por la parte inferior,
empapó laspelotas de Charlie.
 
En cuanto eljoven presenció el disfrute que gracias a él
estaba obteniendola hermosa Cielo Riveros y reparó en el profuso
aluvión que habíavertido sobre su persona, también cayó
presa de unafuria lasciva. Un violento torrente de deseo se
precipitó por susvenas, e hincó con furia su instrumento
hasta laempuñadura en el delicioso vientre de Cielo Riveros; después,
 
 
retirándose,extrajo el miembro humeante casi hasta el
bálano. Hizopresión y se lo llevó todo por delante. Notó que
le invadía unasensación hormigueante y enloquecedora; asió
con más fuerza asu joven amante, y al tiempo que el pecho
jadeante de éstalanzaba otro grito de goce extático, se
encontróresoplando sobre su busto y derramó en su
agradecido úteroun chorro abundante y fogoso de vigor
juvenil.
 
De los labios de CieloRiveros escapó un profundo quejido de salaz
goce al sentir ensu interior los borbotones espasmódicos de
flujo seminal quesalían del excitado miembro; en ese
instante, eldelirio lascivo de la emisión obligó a Charlie a
lanzar un gritoagudo y conmovedor al tiempo que quedaba
postrado, con losojos en blanco, en el último acto del drama
sensual.
 
Ese grito fue laseñal para una interrupción tan repentina
como inesperada.De entre los arbustos circundantes surgió a
hurtadillas lafigura sombría de un hombre; éste se acercó y
se plantó antelos jóvenes amantes.
 
El horror lesheló la sangre a ambos.
 
Charlie se retiródel cálido y exquisito refugio que
ocupaba, seincorporó como buenamente pudo y se apartó de
la aparición comode una horrible serpiente.
 
En lo querespecta a la joven Cielo Riveros, en cuanto vio al
intruso, secubrió el rostro con las manos, se acurrucó en el
banco que habíasido testigo silente de sus placeres y,
demasiadoasustada para emitir sonido alguno, esperó, con
todo el aplomoque fue capaz de reunir, la tormenta que se
avecinaba.
 
El suspense enque estaba no se prolongó mucho.
 
Avanzando prestohacia la pareja culpable, el recién
llegado agarró almuchacho por el brazo mientras, con un
severo yautoritario ademán, le ordenaba reparar el desorden
de sus ropas.
 
—Chico impúdico—siseó entre dientes—, ¿qué es lo que
has hecho? ¿A quéextremos te han llevado tus locas y
violentaspasiones? ¿Cómo vas a enfrentarte a la ira de tu
padre, justamenteofendido? ¿Cómo apaciguarás su furiosa

 
indignacióncuando, en el ejercicio de mi obligación
ineludible, leponga al corriente de la ofensa causada por la
mano de su únicohijo?
 
Al terminar, elorador, que tenía aún a Charlie agarrado
por la muñeca,dio unos pasos y se dejó ver a la luz de la
luna. Era unhombre de unos cuarenta y cinco años, bajo,
recio y un tantoancho de espaldas. Su rostro, decididamente
agraciado,resultaba más atractivo aún debido a sus ojos
brillantes,negros como el azabache, que lanzaban feroces
miradas deapasionada indignación. Vestía un hábito de
religioso, cuyoscolores oscuros y pulcritud perfectamente
discreta nohacían sino subrayar su complexión notablemente
musculosa y supasmosa fisionomía.
 
Charlie, como noera para menos, estaba muy turbado, y
para su infinitoy egoísta alivio, el severo intruso se volvió
hacia la jovencon la que acababa de compartir su goce
libidinoso.
 
—Por ti,miserable muchacha, no puedo sino expresar el
terror másabsoluto y mi más justificada indignación.
Descuidando lospreceptos de la santa madre Iglesia, e
indiferente a tuhonor, has permitido a este mozo malvado y
presuntuoso querecoja la fruta prohibida. ¿Qué será ahora de
ti? Despreciadapor tus amigos y expulsada de la casa de tu
tío, te reuniráscon las bestias del campo, y exiliada como el
Nabucodonosor deantaño, los de tu especie huirán de ti
como de la peste,y te congratularás de obtener miserable
sustento por loscaminos.
 
El desconocidohabía llegado a este punto en su
abjuración de ladesventurada muchacha, cuando Cielo Riveros, que
estabaacurrucada, se levantó, se lanzó a sus pies y sumó sus
lágrimas yoraciones de arrepentimiento a las de su joven
amante.
 
—No digáis más—continuó al poco el implacable
sacerdote—, nodigáis más. Las confesiones de nada sirven, y
las humillacionesno hacen sino agravar vuestra ofensa.
Albergo dudasacerca de cuál es mi deber en este triste
asunto, pero siobedeciera los dictados de mi presente
inclinación,acudiría directamente a vuestros tutores

 
naturales y deinmediato les informaría de la infame
naturaleza de mifortuito descubrimiento.
 
—;¡Ay, porpiedad, tenga compasión de mí! —rogó Cielo Riveros,
cuyas lágrimasdescendían ahora por sus hermosas mejillas,
encendidas hastahace tan poco de placer lascivo.
 
—Perdónenos,padre, perdónenos a los dos. Haremos todo
lo que esté ennuestra mano para expiar nuestro pecado.
Encargaremos seismisas y se rezarán varios rosarios por
nosotros. Ahorarealizaré la peregrinación al templo de St.
Eugulphus de laque me habló el otro día. Estoy dispuesto a
cualquier cosa, asacrificarlo todo, si tiene piedad de la
estimada CieloRiveros.
 
El sacerdote alzóla mano para acallarlo. Luego habló, y se
vislumbraba unasomo de piedad en su aspecto severo y
decidido.

—Ya es suficiente—dijo—, necesito tiempo. Debo invocar
la ayuda de lasanta Virgen, que no conoció el pecado, sino
que, al margen delos deleites carnales de la cópula mortal,
trajo al mundo alsanto niño en el pesebre de Belén. Acude
mañana a lasacristía, Cielo Riveros. Allí, en lugar sagrado, te revelaré
la voluntadsagrada en lo tocante a tu transgresión. A las dos
en punto teespero. En cuanto a ti, joven temerario,
pospondré midecisión y cualquier acción hasta pasado
mañana; ese día,a la misma hora, te esperaré.
 
De las gargantasde los penitentes brotaron al unísono un
millar deagradecimientos cuando el padre les indicó que se
marcharan. Latarde había caído hacía ya rato y empezaba a
levantarse labruma nocturna.
 
—Por el momento,buenas noches y que la paz sea con
vosotros; hastaque volvamos a vernos, vuestro secreto está
seguro conmigo—dijo, y desapareció.
 
 
Capítulo II
 
 
La curiosidad poraveriguar la continuación de una
aventura quehabía despertado ya en mí mucho interés, así
como un tiernoafecto por la dulce y afectuosa Cielo Riveros, me
obligó apermanecer cerca de ella, y, por consiguiente,
procuré nomolestarla con ninguna atención demasiado
animosa por miparte ni provocar resistencia alguna mediante
un ataqueintempestivo en un momento en el que, para
alcanzar mispropósitos, necesitaba mantenerme a la vera de
las maniobras deesa damita.
 
No trataré dereferirme al desdichado periodo que vivió
mi jovenprotegida desde el escandaloso descubrimiento
llevado a cabopor el pío padre confesor hasta la hora por
éste señaladapara el encuentro en la sacristía, encuentro que
decidiría lasuerte de la desventurada Cielo Riveros.
 
Con pasostrémulos y la mirada baja, la atemorizada niña
se presentó en laentrada de la sacristía y llamó con los
nudillos.
 
Se abrió lapuerta y apareció el padre en el umbral.
 
A una señal, CieloRiveros entró y quedó ante la imponente
presencia deleclesiástico.
 
Se produjo unembarazoso silencio que duró varios
segundos. Elpadre Ambrose fue el primero en romper el
ensalmo.
 
—Has hecho bien,hija mía, en acudir a mí con
puntualidad; lapronta obediencia del penitente es la primera
señal de que seestá en disposición de obtener divina
misericordia.
 
Ante tanclementes palabras, Cielo Riveros cobró ánimos, y dio la
impresión de quese sentía ya más tranquila.
 
El padre Ambrose,al tiempo que tomaba asiento sobre el
largo cojín quecubría un enorme baúl de roble, continuó:

 
—He pensado yrezado mucho por ti, hija mía. Durante
un tiempo creíque no había otro modo de aliviar mi
conciencia queacudir a tu legítimo protector y revelarle el
espantoso secretodel que me he convertido en desdichado
depositario.
 
Hizo una pausa, yCielo Riveros, que conocía bien la severidad de
su tío, de quiendependía por completo, tembló al oír sus
palabras.
 
A la vez quetomaba la mano de Cielo Riveros y atraía a la niña de
modo que quedaraarrodillada ante él, el hombre ejercía
presión con sumano derecha sobre el torneado hombro de la
joven.
 
—Sin embargo—prosiguió—, me abate pensar en las
terriblesconsecuencias de semejante revelación, y he pedido
ayuda en midesventura a la Santísima Virgen. Ella me ha
mostrado unasalida que serviría a los fines de nuestra santa
madre Iglesia altiempo que evitaría que tu tío se enterara de
las consecuenciasde tu pecado. Este proceder, no obstante,
requiere antetodo una obediencia implícita.
 
Cielo Riveros,contentísima al oír mentar una solución a sus
problemas,prometió la más ciega obediencia a los mandatos
de su padreespiritual.

La jovencitaestaba arrodillada a sus pies. El padre
Ambrose inclinósu voluminosa cabeza sobre ella. Un cálido
matiz coloreabalas mejillas del sacerdote, un fuego extraño
bailoteaba en susferoces ojos, las manos, posadas sobre los
hombros de supenitente, le temblaban un poco, pero por lo
demás suserenidad se mantenía imperturbable. Sin duda se
sentía afligido:en su interior se debatía entre el deber que
tenía que cumpliry la tortuosa vereda a través de la cual
confiaba evitarla revelación del terrible secreto.
 
El reverendopadre inició entonces un largo sermón
acerca de lavirtud de la obediencia y la absoluta sumisión a
los consejos delministro de la santa madre Iglesia.
 
Cielo Riverosreiteró sus promesas de paciencia y obediencia
absolutas.
 
Mientras tanto,empecé a notar que el cura era presa de
un espíritucontenido pero rebelde que se sublevaba en su
 
 
interior y que enocasiones lo poseía completo, como se
evidenciaba enlos ojos destellantes y los labios ardientes y
apasionados.
 
El padre Ambrosefue acercando con suavidad hacia él a
la hermosapenitente hasta que los blancos brazos de ésta
estuvieronapoyados en sus rodillas, y su rostro se inclinó en
señal de santaresignación, casi hundido sobre sus propias
manos.

—Y ahora, hijamía —continuó el eclesiástico—, es hora
de que tecomunique el medio que me ha inspirado la
Santísima Virgeny gracias al cual no me veré obligado a
revelar tupecado. Hay almas solícitas que han tomado sobre
sí la tarea dealiviar las pasiones y exigencias que los
ministros de laIglesia tienen prohibido confesar
abiertamente,pero que, quién lo duda, necesitan satisfacer.
Estas pocaspersonas son elegidas principalmente entre
quienes ya hanrecorrido el sendero del desenfreno carnal; a
ellas se lesconfía el sagrado deber de mitigar los deseos
terrenales denuestra comunidad religiosa en el más estricto
secreto. A ti—susurró el padre, la voz trémula de emoción,
mientras susgrandes manos pasaban con ligereza de los
hombros de supenitente a su esbelto talle—. A ti, que ya has
probado el placersupremo de la cópula, te compete asumir
este sagradodeber. Así no sólo se enmendará y quedará
perdonado tupecado, sino que te será permitido disfrutar
legítimamente delos goces del éxtasis y de las abrumadoras
sensaciones deldelirante goce que en los brazos de sus fieles
ministroshallarás sin duda en todo momento. Nadarás en un
mar de placersensual sin incurrir en las faltas del amor
ilícito. Se tedará la absolución cada vez que entregues tu
dulce cuerpo aldeleite de la Iglesia, a través de sus ministros,
y serásrecompensada y corroborada en la pía labor
presenciando, quédigo, Cielo Riveros, compartiendo enteramente
esas emocionestan intensas y fervientes que a buen seguro
provoca elexquisito disfrute de tu hermoso ser.
 
Cielo Riveros oyóla insidiosa propuesta con una mezcla de
sorpresa yplacer. Su fervorosa imaginación se recreó en lo
que acababan dedecirle y despertó de inmediato los impulsos
 
 
agrestes eimpúdicos de su cálida naturaleza: ¿cómo iba a
titubear?
 
El piadososacerdote atrajo a la dócil muchacha hacia sí y
estampó un largoy cálido beso sobre sus sonrosados labios.
 
— ¡Virgen Santa!—murmuró Cielo Riveros, cuyos instintos
sexuales secaldeaban por momentos—. Esto es demasiado
para mí...,ansío..., deseo conocer..., ¡no sé qué!
 
—Dulce niña, serátarea mía instruirte. En mí encontrarás
a tu mejor y másapto preceptor en los ejercicios que de
ahora en adelantetendrás que realizar.

El padre Ambrosecambió levemente de postura. Fue
entonces cuando CieloRiveros advirtió por vez primera la apasionada
sensualidad delsacerdote, que ahora casi la asustó.
 
Fue también enese momento cuando reparó en la enorme
protuberancia quesobresalía en la parte delantera de la
sotana de sedadel pío eclesiástico.
 
Al enardecidosacerdote apenas le importaba ya disimular
su estado ni susintenciones.
 
Tras tomar a lahermosa niña en sus brazos, la besó largo
rato y conpasión. Apretó el dulce cuerpo de ella contra su
fornido corpachóny se dispuso sin miramientos a entraran
más íntimocontacto con su agraciada figura.
 
Al cabo, lalascivia apasionada que lo poseía le llevó a
traspasarcualquier límite, y liberando en parte a Cielo Riveros de su
ardiente abrazo,se abrió la parte delantera de la sotana, y
descubrió sinasomo de pudor, ante la mirada asombrada de
su jovenpenitente, un miembro cuyas gigantescas
proporciones, enno menor medida que su rigidez, dejaron a
ésta muy confusa.
 
Es imposibledescribir las sensaciones que provocó en la
dulce CieloRiveros la repentina exhibición de tan formidable
instrumento.
 
La vista se lequedó clavada en él, y el padre Ambrose, al
tanto de suasombro, pero percibiendo que no había en éste
ni rastro dealarma o aprensión, lo puso con toda
tranquilidad ensus manos. Entonces, al percibir el tacto
musculoso deltremendo aparato, Cielo Riveros cayó presa de una
excitaciónfuribunda.

 
Hasta el momentosólo había visto el miembro, de
moderadasproporciones, de Charlie, y ahora sus sensaciones
más impúdicasdespertaron rápidamente ante el notable
fenómeno quecontemplaba; y asiendo el enorme objeto lo
mejor que pudocon sus tersas manitas, se hincó de rodillas
ante él en unéxtasis de placer sensual.
 
— ¡Virgen Santa,esto ya es el cielo! —murmuró Cielo Riveros—.
¡Ay, padre, quiéniba a creer que me elegirían para semejante
placer!
 
Aquello eraexcesivo para el padre Ambrose. Estaba
encantado con lalubricidad de su hermosa penitente y con el
éxito de suinfame ardid (pues lo había planeado todo y había
contribuido demanera decisiva a reunir a los dos amantes y
ofrecerles laoportunidad de dar rienda suelta a sus
apasionadostemperamentos, ignorados por todos salvo por él
mismo, mientras,escondido en las proximidades, presenciaba
el combateamatorio con mirada llameante).

Incorporándosecon premura, cogió a la liviana joven, y
tras colocarlasobre el asiento acolchado en el que hasta ese
momento habíapermanecido sentado, le levantó las rollizas
piernas yseparando al máximo sus dóciles muslos, contempló
durante uninstante la deliciosa hendidura rosada que
asomaba en laparte inferior de su blanco vientre. Entonces,
sin articularpalabra, zambulló la cara en ella, e
introduciendo lalengua por la húmeda vaina hasta donde le
fue posible, lachupó tan exquisitamente que Cielo Riveros, vibrando
de éxtasis y depasión, al tiempo que su joven cuerpo se
contorsionaba porlos espasmos de placer, dejó escapar una
copiosa emanaciónque el eclesiástico tragó como si de unas
natillas setratara.
 
Durante unosmomentos reinó la calma.
 
Tras lasdesenfrenadas emociones que tan recientemente
le habíanprovocado los lujuriosos actos del reverendo padre,
Cielo Riverosyacía boca arriba, con los brazos extendidos a ambos
lados del cuerpoy la cabeza echada hacia atrás en una
actitud dedelicioso agotamiento.
 
Su pechopalpitaba aún debido a la violencia de su éxtasis
y sus hermososojos permanecían cerrados en lánguido
 

reposo.
 
El padre Ambroseera uno de esos pocos que, en
circunstanciascomo las presentes, era capaz de mantener
bajo control losinstintos de la pasión. Su paciencia en la
consecución de suobjetivo —un hábito adquirido tras largos
años—, sucarácter por lo general tenaz y la consabida
cautela que leimponía su condición no habían hecho mella
en su ardientetemperamento, y aunque su naturaleza no
casaba bien consu pía vocación, y era presa de deseos tan
violentos comodesmedidos, había logrado disciplinar sus
pasiones inclusohasta la mortificación.
 
Es hora dedesvelar el auténtico carácter de este varón. Lo
haré con respeto,pero es necesario contar la verdad.
 
El padre Ambroseera la viva personificación de la
lascivia. Sumente estaba en realidad dedicada a la búsqueda
de ésta, y susinstintos exageradamente animales, su ardiente
y vigorosaconstitución, en no menor medida que su carácter
firme einflexible, le asemejaban en cuerpo y alma al sátiro
de antaño.
 
Sin embargo, CieloRiveros sólo veía en él al pío sacerdote que,
además deperdonarle su ofensa, le había abierto el sendero a
través del cual,según suponía ella, podría disfrutar
legítimamente deesos placeres que con tanto fervor había
calado en sujoven imaginación.

El osadosacerdote, encantado no sólo por el éxito de su
estratagema, quele había puesto en las manos una víctima
tan apetitosa,sino también por la extraordinaria sensualidad
de ésta y elevidente placer con que se entregaba a sus
deseos, sedispuso ahora pausadamente a cosechar los frutos
de sus mañas y adeleitarse hasta más no poder con el
disfrute que laposesión de todos los delicados atractivos de
Cielo Riverospudieran procurar para apaciguar su espantosa lascivia.
 
La joven era suyaal fin, y al apartarse de su cuerpo
tembloroso conlos labios aún empapados en el abundante
testimonio de laparticipación de Cielo Riveros en sus placeres, su
miembro se tornómás duro e hinchado si cabe, hasta
infundir pavor, yel bálano liso y rojo brilló con la tensión
palpitante de lasangre y el músculo que ocultaba.
 
 
Apenas se vio lajoven Cielo Riveros liberada del ataque de su
confesor sobre laparte sensible de su persona ya descrita,
levantó lacabeza, hasta entonces reclinada, y sus ojos se
posaron porsegunda vez en la gran porra que el padre tenía
descaradamenteexpuesta.
 
Cielo Riverosreparó en el largo y grueso astil y en la masa rizada
de pelo moreno dela que salía, tieso e inclinado hacia arriba;
en el extremosobresalía la cabeza, en forma de huevo,
descapuchada yrubicunda, y al parecer rogando el contacto
de su mano.
 
Cielo Riveroscontempló esta masa de músculos y carne, densa y
dura, e incapazde resistirse a la tentación, se aprestó otra vez
a asirla.

La estrujó, laoprimió, retiró los repliegues del prepucio y
observó el gruesocapullo, que se inclinaba hacia ella.
Contemplóadmirada el agujerito acanalado que tenía en el
extremo y,sirviéndose de ambas manos, la sostuvo palpitante
cerca de surostro.
 
—¡Oh, padre, quécosa tan hermosa! —exclamó Cielo Riveros—.
¡Y qué inmensa!¡Oh, estimado padre Ambrose, dígame qué
debo hacer paraliberarle de esos sentimientos que, según
dice, afligen contanto dolor y desasosiego a nuestros santos
ministros de laIglesia!
 
El padre Ambrosecasi estaba demasiado excitado para
contestar, perotomando la mano de ella en la suya, mostró a
la inocentemuchacha cómo mover sus blancos dedos de
arriba abajosobre los lomos de su inmenso asunto.
 
Sentía un placerintenso, y Cielo Riveros apenas le iba a la zaga.
 
Ella continuófrotándole el miembro con las tersas palmas
de sus manos y,levantando la vista inocentemente hacia su
rostro, lepreguntó con voz suave si eso le producía placer y
le era grato, ysi debía seguir haciéndolo de ese modo.
 
Mientras tanto,el reverendo padre notaba que su grueso
pene se endurecíay se ponía más tieso aún tras las excitantes
estimulaciones aque lo sometía la jovencita.
 
—Detente unmomento; si sigues frotándolo así, me
correré —dijo élcon voz queda—. Más vale posponerlo un
poco.
 
 
—-¿Se correrá?—preguntó Cielo Riveros con ansia—, ¿qué es eso?
 
—Oh, dulce niña,encantadora tanto por tu belleza como
por tu inocencia,¡qué divinamente cumples con tu divina
misión! —exclamóAmbrose, encantado de ultrajar y
envilecer laevidente inexperiencia de su joven penitente—.
Correrse esconsumar el acto mediante el cual se disfruta en
toda su plenituddel goce venéreo, y entonces una abundante
cantidad de flujoblanco y espeso escapa de eso que ahora
tienes en lamano, y en su ímpetu, da igual placer a quien lo
expulsa y a lapersona que, de un modo u otro, lo recibe.

Cielo Riveros seacordó de Charlie y de su éxtasis, y supo de
inmediato a quése refería.
 
—¿Le aliviaráesta efusión, padre?
 
—Sin duda, hijamía; en ese ferviente alivio pensaba
precisamentecuando te ofrecí la oportunidad de ayudar a
uno de los máshumildes servidores de la Iglesia mediante un
deliciososacrificio.
 
—¡Qué delicia!—murmuró Cielo Riveros para sí—, gracias a mí
fluirá eseabundante chorro, y el eclesiástico propone esta
culminación de suplacer únicamente en bien mío; ¡qué
dichosa me hacepoder procurarle tanto placer!
 
Mientras mediomeditaba, medio mascullaba estos
pensamientos,agachó la cabeza; del objeto de su adoración
emanaba unperfume tenue pero de una sensualidad
exquisita. Llevósus labios húmedos a la punta, cubrió el
agujeritoacanalado con su encantadora boca y estampó sobre
el miembrocandente un fervoroso beso.
 
—¿Cómo se llamaese flujo? —preguntó Cielo Riveros, levantando
una vez más subonito rostro.
 
—Tiene variosnombres —replicó el eclesiástico—, según
el rango de lapersona que los emplea; pero entre tú y yo, hija
mía, lollamaremos «leche».

—i¡Leche!—repitió Cielo Riveros inocentemente, y sus dulces
labiospronunciaron el término erótico con un fervor que era
natural en estascircunstancias.
 
—Sí, hija mía,«leche», así quiero que lo llames, y en
breve obtendrásuna abundante rociada de esta preciosa
esencia.
 
 
—¿Cómo he derecibirla? —inquirió Cielo Riveros, pensando en
Charlie y en latremenda diferencia entre su instrumento y el
gigantesco ehinchado pene que ahora tenía ante ella.
 
—Hay variosmodos, y tendrás que aprenderlos todos,
pero nodisponemos de muchas comodidades para llevar a
cabo el actocapital de goce reverencial, de esa cópula
permitida de laque ya he hablado. Debemos, por tanto, optar
por otro métodomás sencillo, y en vez de que descargue la
esenciadenominada leche en el interior de tu cuerpo, donde
la extremaestrechez de tu hendidura sin duda la haría manar
muyabundantemente, comenzaremos por la fricción de tus
obedientes dedoshasta el momento en que sienta que se
acerquen esosespasmos que acompañan a la emisión.
Entonces tú, auna señal mía, introducirás en la medida que
te sea posible lacabeza de mi miembro entre tus labios, y allí
me permitirásarrojar los chorros de leche hasta que, una vez
derramada laúltima gota, me retire satisfecho, al menos por
el momento.
 
Cielo Riveros,cuyos ardientes instintos la llevaron a regodearse
con ladescripción que su confesor acababa de hacerle, y que
estaba tanansiosa como él por alcanzar la culminación del
escandalosoprograma, expresó enseguida su disposición a
obedecer.
 
Ambrose puso unavez más su enorme pene en las blancas
manos de CieloRiveros.

Excitada tantopor la visión como por el tacto de tan
notable objeto,que ahora asían con deleite sus dos manos, la
muchacha se afanóahora a cosquillear, frotar y presionar el
enorme y rígidoasunto de tal modo que procurara al
licenciososacerdote la más honda de las fruiciones.
 
No contenta confriccionarlo con sus delicados dedos,
Cielo Riveros,pronunciando palabras de devoción y satisfacción, se
llevó la testaespumosa a los labios y permitió que penetrara
hasta donde cupocon la esperanza de provocar por medio de
sus caricias, asícomo por el movimiento deslizante de su
lengua, ladeliciosa eyaculación que tanto ansiaba.
 
Aquello casisuperaba las expectativas del pío sacerdote,
que en absolutohabía supuesto que encontraría una discípula
 
 
tan dispuesta enel inmoral ataque que proponía; y excitados
sus sentidoshasta el límite por la deliciosa excitación que
ahoraexperimentaba, se dispuso a inundar la boca y la
garganta de lajovencita con el denso chorro de su poderosa
descarga.
 
Ambrose empezó anotar que ya no podía durar mucho
sin disparar suleche, con lo que pondría así punto final a su
placer.
 
Era uno de esosextraordinarios hombres cuya eyaculación
seminal es muchomás abundante que la de los seres
comunes. No sóloposeía el raro don de realizar el acto
venéreorepetidamente y sin apenas tregua, sino que la
cantidad de laemisión era tan tremenda como inusual. Esta
notable profusiónera al parecer proporcional a la excitación
de sus pasionesanimales, y del mismo modo que sus deseos
libidinosos erangrandes e intensos, también lo eran las
efusiones que losaliviaban.
 
En estascircunstancias se dispuso la tierna Cielo Riveros a liberar
los torrentesreprimidos de la lujuria de este varón. Era su
dulce boca la queiba a convertirse en recipiente de aquellos
caudales espesosy viscosos de los que aún no había tenido
conocimiento, e,ignorante como era del efecto de ese
desahogo que tanansiosa estaba por favorecer, la hermosa
doncella ansiabala consumación de su labor y el
desbordamiento deaquella leche de la que le había hablado
el buen padre.
 
El miembro erectofue endureciéndose y calentándose a
medida que losapasionados labios de Cielo Riveros oprimían el
grueso bálano ysu lengua jugueteaba en torno a la pequeña
abertura. Sus dosmanos blancas ora retiraban la suave piel
de sus lomos, oracosquilleaban la base del miembro.
 
En dos ocasiones,Ambrose, incapaz de soportar el
deliciosocontacto sin correrse, retiró la punta de sus labios
sonrosados.
 
Al fin, CieloRiveros, impaciente por la demora y al parecer
decidida aperfeccionar su tarea, oprimió con más energía
que nunca elrígido astil.

Al instante seagarrotaron los miembros del buen
 
 
sacerdote.Extendió las piernas cuan largas eran a ambos
lados de supenitente. Agarró convulsivamente los cojines con
la mano, adelantóel cuerpo y lo enderezó.
 
—¡Ay, Diosbendito! ¡Voy a correrme! —exclamó, al
tiempo que, conlos labios entreabiertos, posaba la mirada
vidriosa porúltima vez sobre su inocente víctima. Luego se
estremecióvisiblemente, y entre gemidos en voz baja y gritos
histéricos y  entrecortados, su pene, obediente a la
provocación de ladamita, empezó a arrojar sus caudales de
flujo espeso yglutinoso.
 
Cielo Riveros, alnotar los borbotones que ahora se desbordaban
chorro traschorro en su boca y descendían en torrentes por
su garganta, y aloír los gritos del padre Ambrose y percibir
que el hombreestaba disfrutando a más no poder del efecto
que ella habíaprovocado, siguió frotando y apretando hasta
que, ahíta con laviscosa descarga, y medio atragantada a
causa de suabundancia, se vio obligada a apartar de sí esta
jeringa humana,que continuó arrojando borbotones sobre su
rostro.

— ¡Virgen Santa!—exclamó Cielo Riveros, que tenía los labios y el
rostro empapadosde la leche del eclesiástico—. ¡Virgen
Santa! ¡Quéplacer he sentido! Y a usted, padre, ¿no le he
proporcionado elestimable desahogo que codiciaba?
 
El padre Ambrose,demasiado agitado para contestar,
tomó a la dulcemuchacha en sus brazos, y apretando la
embadurnada bocade ella contra la suya, le robó húmedos
besos de gratitudy placer.
 
Transcurrió uncuarto de hora de sosegado reposo que
ningún indicio dealboroto en el exterior interrumpió.
 
La puerta estabafirmemente cerrada y el devoto padre
había elegidobien el momento.
 
Mientras tanto, CieloRiveros, cuyos deseos se habían avivado
tremendamentedebido a la escena que he intentado
describir, habíaconcebido el ansia extravagante de que le
fuera ejecutadacon el rígido miembro de Ambrose la misma
operación a quese había visto sometida bajo el arma, de
moderadasproporciones, de Charlie.
 
A la vez queechaba las manos al fornido cuello a su
 
 
confesor, susurróunas toscas palabras de invitación y observó
mientras laspronunciaba su efecto en el instrumento del
eclesiástico, yamedio enhiesto entre sus piernas.
 
—Me ha dichousted que la estrechez de esta pequeña
hendidura —ledijo, y llevó la robusta mano del sacerdote
hasta éstaejerciendo una suave presión— le haría descargar
abundantemente laleche que usted posee. ¡Qué no daría,
padre mío, porsentirla derramarse en mi interior desde la
punta de estacosa roja!
 
Se hizo evidentehasta qué punto la hermosura de la joven
Cielo Riveros, enno menor medida que la inocencia y naiveté de su
carácter,inflamaban la sensualidad del padre. La certeza de
su triunfo —de latotal indefensión de la muchacha en sus
manos— y de ladelicadeza y refinamiento de ésta,
conspiraron paracaldear en sumo grado los deseos lujuriosos
de sus instintosferoces y desenfrenados. Era suya. Suya para
disfrutarla comole pluguiese; suya para someterla a todos los
caprichos de suhorrible lascivia y para doblegarla a fin de
satisfacer lasensualidad más atroz y desbocada.

—;¡Ah, cielos,esto es excesivo! —exclamó Ambrose, cuya
lujuria, yareavivada, entró violentamente en actividad ante
esta solicitud—.Dulce niña, no sabes lo que pides; la
desproporción esterrible y  sufrirías mucho si lo
intentáramos.
 
—Lo sufriría todo—replicó Cielo Riveros— con tal de sentir esa
cosa feroz en mivientre y notar los borbotones de su leche
dentro de mí,hasta lo más vivo.
 
—¡Santa madre deDios! Esto es excesivo: lo tendrás,
Cielo Riveros,conocerás este instrumento en toda su magnitud, y,
dulce niña, terevolcarás en un océano de leche caliente.
 
—¡Ay, padre mío,qué dicha celestial!
 
—Desnúdate, CieloRiveros, quítate todo lo que pueda obstaculizar
nuestrosmovimientos, que te prometo que serán en extremo
violentos.
 
Al oír estaorden, Cielo Riveros se despojó de inmediato de sus
ropas, y al verque su confesor parecía encantado con la
exhibición de subelleza, y que su miembro se hinchaba y
alargaba a medidaque ella iba desnudándose, se desprendió
 
 
de la últimaprenda y quedó tal y como había venido al
mundo.
 
Al padre Ambrosele dejaron pasmado los encantos que
tenía ante sí:las amplias caderas, los pechos en ciernes, la
piel blanca comola nieve y suave como el satén, las nalgas
redondeadas y losmuslos rellenos, el blanco y liso vientre y
el deliciosomonte cubierto con una levísima pelusilla, y
sobre todo, laencantadora hendidura rosada que ahora
asomaba en laparte inferior del monte, tímidamente
escondida entrelos muslos gordezuelos; y dando un bufido de
furiosa lujuriase abalanzó sobre su víctima.

Ambrose la asióen sus brazos. Apretó a la tierna y
encendidamuchacha contra su propia delantera. La cubrió
con sus besossalaces, y dando rienda suelta a su lengua
lasciva, prometióa la jovencita todas las dichas del paraíso
merced a laintroducción de su gran artefacto en su
hendidura y suvientre.
 
Cielo Riveros lorecibió con un gritito de éxtasis, y mientras el
excitado raptorla llevaba de espaldas hacia el diván, sentía
ya la ancha ycandente testa de su gigantesco pene apretando
contra los labioscálidos y humedecidos de su orificio casi
virginal.
 
Luego, trassentir un gran placer cuando su pene rozó los
cálidos labios dela hendidura de Cielo Riveros, empezó a abrirse
camino entreellos con todas sus energías hasta que el enorme
capullo estuvocubierto con la humedad que exudaba la
sensible vaina.
 
Cielo Riveroshervía de pasión. Los esfuerzos del padre Ambrose
por alojar latesta de su miembro entre los labios húmedos de
su rajita, lejosde disuadirla, la espolearon hasta la locura de
tal manera que,dando otro leve grito, cayó tendida y
derramó aborbotones el viscoso tributo de su lascivo
temperamento.
 
Eso eraexactamente lo que deseaba el descarado
sacerdote, ymientras la dulce y cálida emisión rociaba su
pene ferozmentedilatado, se hincó con resolución y de una
embestida envainóla mitad de su pesada arma en la hermosa
niña.
 

En cuanto CieloRiveros notó que el terrible miembro rígido
entraba en sutierno cuerpo, perdió el escaso control de sí
misma que aúntenía, y apartando de su mente todo vestigio
del dolor quesentía, rodeó las ijadas de su enorme asaltante
con sus piernas yle suplicó que no tuviera piedad de ella.
 
—Dulce, deliciosahija mía —susurró el salaz sacerdote—,
te tengo entremis brazos, mi arma ya está medio enterrada
en tu estrechovientrecillo. Las dichas del paraíso serán tuyas
en breve.
 
—-oOh, lo sé;puedo notarlo... No se retire, endílgueme eso
tan deliciosohasta donde pueda.
 
—Ahí va entonces.Embestiré, pero mi miembro es
demasiado grandepara entrar en ti con facilidad. Tal vez te
reviente; peroahora ya es tarde. Debo tenerte o morir.
 
Las partes de CieloRiveros se relajaron un poco y Ambrose entró
otro par decentímetros. Tenía el miembro palpitante,
descapuchado yempapado, introducido hasta la mitad en el
vientre de lajovencita. Su placer era intensísimo y la
hendidura de CieloRiveros comprimía exquisitamente la testa de su
instrumento.
 
—Adelante,estimado padre, espero la leche que me
prometió.
 
Poca necesidadhabía de este estímulo para inducir al
confesor aejercitar sus tremendas capacidades para copular.
Arremetió confrenesí; hincaba su caliente pene más y más
con cada embate,y luego, con una inmensa estocada, se
enterró hasta laspelotas en el leve cuerpecillo de Cielo Riveros.
 
Fue entoncescuando la furiosa zambullida del brutal
sacerdote sevolvió más de lo que su dulce víctima,
sustentada hastaahora por sus propios deseos anticipados,
podía resistir.

Con un débilgrito de dolor, Cielo Riveros notó que su profanador
derrumbaba todala resistencia que su juventud había
opuesto a laentrada del miembro, y la tortura que implicaba
la inserción a lafuerza de semejante masa venció a las
lascivassensaciones con que había comenzado a aguantar el
ataque.
 
Ambrose gritóextasiado y bajó la vista hacia el hermoso
 
 
ser que suserpiente había picado. Se recreó contemplando a
la víctima, ahoraempalada con todo el rigor de su enorme
ariete. Percibióel desesperante contacto con deleite
inexpresable. Lavio estremecerse de dolor debido a su
enérgica entrada.Su naturaleza brutal estaba caldeada a más
no poder. Pasaralo que pasase, disfrutaría al máximo, de
modo que rodeócon sus brazos a la preciosa niña y la
obsequió con todala envergadura de su fornido miembro.
 
—Hermosura, ¡cómome excitas! Y tú también tienes que
disfrutar. Tedaré la leche de la que he hablado, pero primero
tengo que exaltarmi naturaleza con esta  lujuriosa
estimulación.Bésame, Cielo Riveros, entonces la obtendrás, y
mientras lalechada caliente me abandona y entra en tus
muchachas partes,experimentarás las intensas dichas que yo
también estoysintiendo. Aprieta, Cielo Riveros, déjame empujar...,
así, hija mía,ahí entra otra vez. ¡Ah, ah!
 
Ambrose se irguióun instante y notó el inmenso ariete
rodeado por lahermosa hendidura de Cielo Riveros, ahora
intensamentedilatada.

Empotrado confirmeza en su apetitosa vaina, y notando
la estrechez sumade los cálidos pliegues de carne joven que
ahora loembovedaban, siguió empujando, ajeno al dolor que
producía sumiembro martirizador y ansioso únicamente de
obtener tantogoce para sí como le fuera posible. No era
hombre al queninguna falsa noción de piedad fuera a
disuadir en uncaso semejante, y ahora se hincó cuanto pudo
mientras suslabios calientes tomaban deliciosos besos de los
labios abiertos ytrémulos de la pobre Cielo Riveros.
 
Durante unosminutos no se oyeron sino las bruscas
embestidas conque el lascivo sacerdote prolongaba su
disfrute y loschasquidos de su enorme pene al entrar y
retirarsealternativamente del vientre de la hermosa
penitente.
 
Cabe suponer queun hombre como Ambrose no ignoraba
el tremendodisfrute que su miembro era capaz de suscitar en
alguien del otrosexo, ni que ese miembro eran de tal tamaño
y capacidad dedesembuche como para provocar emociones
poderosísimas enla jovencita sobre la que se empleaba.
 
 
La naturaleza,sin embargo, se estaba imponiendo en la
persona de lajoven Cielo Riveros. La agonía de la dilatación
desaparecía pormomentos entre las intensas sensaciones de
placer producidaspor la vigorosa arma del eclesiástico, y en
breve los gemidose hipidos de la hermosa niña se
entremezclaroncon expresiones, medio sofocadas debido a
las profundasemociones, que evidenciaban su deleite.
 
—¡Ay, padre mío!¡Ay, mi querido y generoso padre!
Ahora, ahora,empuje. ¡Oh! Sí, empuje. Puedo aguantarlo; lo
deseo. ¡Estoy enel cielo! ¡Qué calor despide la cabeza de este
benditoinstrumento! ¡Ay, corazón! ¡Oh, Señor! ¡Virgen
santa!, ¿qué eslo que siento?

Ambrose vio elefecto que producía en la joven. Su propio
placer crecíaaprisa. Continuó entrando y saliendo sin parar,
obsequiando a CieloRiveros en cada embate con el largo y duro
ariete de sumiembro hasta el pelo crespo que cubría sus
prietas pelotas.
 
Al cabo, CieloRiveros se vino abajo y obsequió al electrizado y
embelesado varóncon una cálida emisión que se escurrió por
todo su erguidoasunto.
 
Es imposibledescribir el delirio libidinoso que invadió
entonces a lajoven y hermosa Cielo Riveros. Se asió con
desesperación alrecio sacerdote, que dio a su cuerpo
voluptuoso ypalpitante toda la fuerza y vigor de su empuje
varonil. Ella lorecibió en su estrecha y resbaladiza vaina
hasta laspelotas.
 
Pero a pesar desu éxtasis, Cielo Riveros no olvidaba en ningún
momento laprometida culminación del disfrute. El
eclesiásticodebía derramar en ella su leche, como había
hecho Charlie, yla idea alimentaba su lascivo fuego.
 
Cuando, porconsiguiente, el padre Ambrose, al tiempo
que apretabaentre sus brazos la ahusada cintura de la joven,
ensartó su penede semental hasta el mismísimo vello de la
hendidura de CieloRiveros, y entre sollozos, susurró que la «leche»
por fin llegaba,la excitada muchacha abrió las piernas a más
no poder y coninconfundibles gritos de placer le permitió
lanzar a chorrosen sus partes vitales el flujo reprimido.
 
Así yació durantedos minutos enteros, mientras a cada

puta

 
 
inyeccióncaliente y vigorosa del viscoso semen, Cielo Riveros ofrecía
abundantetestimonio con sus estremecimientos y gritos del
éxtasis que lapoderosa descarga estaba produciendo. 

1 comentarios - el diario de una pulga X Katherine Riveros relato clásico 1

nukissy1264
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