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Compendio III
MI “INOCENTE” CUÑADA
Ese sábado, amanecí de la mejor manera posible. Todavía me sentía cansado, al punto que me costaba abrir los ojos. Pero la sensación tibia, húmeda alrededor de mi pene era inconfundible.
Medio abrí los ojos y la imagen de mi sábana subiendo y bajando sobre mi paquete era excepcional. Todavía era temprano, con el dormitorio todavía trasluciéndose bajo una luz grisácea. Sentía el movimiento de la cama y el ruido de las sábanas mientras que Marisol me chupaba mi erección matinal con pasión.

-Mhm.- Pude soltar gozoso, guiando la cabeza de mi amada con suaves caricias, mientras ella seguía subiendo y bajando sobre mi palo.
Sus ojitos verdes, preciosos, me miraban con una solemnidad tremenda, mientras que su boquita ardiente se sentía de forma angelical y podía notar cómo mis testículos se hinchaban a medida que más y más tragaba. No pude aguantar más el placer de succión de mi mejor amiga y mordiéndome los labios, me vacié, sintiendo cómo mi semen le rellenaba la boca. Como siempre, ella no se apartó, sino que tragó con ganas, sus mejillas contrayéndose por el esfuerzo.
+Me encantan tus desayunos calientitos por la mañana, mi amor. – me dijo con una voz tierna y una sonrisa maliciosa, limpiándome los restos con su lengua.
Luego de dejarme que durmiera un poco más, medio seco por el esfuerzo, mi ruiseñor, como mamá comprometida, entró al baño, se lavó los dientes, se duchó y vistió, lista para llevar a los niños de paseo al zoológico con Verónica en tren.
Pasaron unas horas de sueño bien descansado. Tenía la cabeza tan botada, que no me acordaba del paseo de las niñas. El día anterior fuimos a ver un rato a mi hermana que vive en otra ciudad, comimos asado y me tocó manejar, volviendo muy tarde. Cuando desperté, ni siquiera me di cuenta de que la casa estaba sola, sin mi señora, los niños ni mi suegra. Con el pantalón del pijama, fui a la cocina para comer algo y mientras me armaba un bocadillo, la puerta principal se abrió y entró Violeta, tras una noche de carrete.
Debía ser cerca de mediodía, pero la casa estaba tan silenciosa, que a lo mejor pensó que seguíamos durmiendo y entró caminando de puntillas.
Al verme, pegó un salto al verme en la cocina, a medio vestir, comiéndome una marraqueta caliente con jamón y queso.
Sus ojos se quedaron viéndome unos segundos, fija en mis hombros y en los músculos de mis brazos, poniéndose colorada.

No voy a negar que se veía rica, vistiendo una sudadera que apenas le cubría los pechos y una falda ajustada que acentuaba su redondo y firme trasero. Se meneaba con cadencia y confianza, como si estuviera al acecho.
•¡Bueeenas, Marco! – Me saludó juguetona, con confianza, su dulce voz sonando un poco más ronca y madura de lo normal.
Se apoyó en el mueble de la cocina, dejándome una vista privilegiada de sus pechos y notando la forma de sus erectos y lindos pezones, antes de volver a mirar su rostro.
-¡Violeta, te levantaste temprano! – le respondí todavía confundido, medio atragantándome con mi pan.
•¿O a lo mejor, tú te levantaste tarde? – me preguntó, jugueteando con mi pecho desnudo, sus ojos mirándome gatunamente. – Anoche fui a una fiesta excelente.
Estaba tan cerca de mí, que incluso podía oler parte de su aliento a menta fresca.
-Sí, te vi cuando entraste. - le sonreí, comiendo otro poco más de pan para calmarme.
Era la primera vez que veía a Violeta como adulta y no podía evitar que mi vista se fuera a la forma en que su falda le demarcaba los muslos, ni la manera que su sudadera se hinchaba de a poco con cada respiro.
•¿Y dónde están mi vieja y mi hermana, que te tienen tan solito? – preguntó dándome la espalda, contoneando su cintura a propósito mientras caminaba al refrigerador.
-Iban con los niñas al zoológico de paseo. Van a pasear por todo el día.
Levantó la cara por encima de la puerta del refrigerador, su rostro cambiando de la sorpresa a la alegría.
•Entonces… ¿No te molesta que te acompañe? – preguntó en un tono peligroso.
Podía sentir mi cuerpo empezar a reaccionar a su sugerente voz. Asentí, tratando de concentrar en mi pan, pero su presencia me sobreseía. Se sirvió un enorme vaso de leche con chocolate que, para mis adentros, explicaba muchas cosas sobre su anatomía. Se puso a mi lado, sus senos rozando mi brazo mientras sujetaba el vaso.
•¿Sabes algo? – preguntó con confianza, su mano apoyándose sobre mi hombro desnudo. – Desde chica, siempre pensé que eras… mino.
En esos momentos, estaba de piedra, el corazón latiendo descontrolado. La miré a los ojos, un brillo esmeralda más salvaje y rebelde que los de Marisol y me estremecí, notando sus ganas. Parecía como si ella hubiese estado esperando la oportunidad por bastante tiempo, nuestros jugueteos en el sillón solo un simple aperitivo y en esos momentos, no iba a dejar la oportunidad pasar.
Iba a tratar de calmarla, a decirle que se contuviera, pero mis palabras se agolparon en mi garganta cuando se inclinó y presionó sus suaves y jugosos labios sobre los míos.

Su beso fue insistente. Demandante. Su lengua palpaba mi labio inferior antes de entrar de lleno en mi boca. El aroma a menta de su aliento se hizo más intenso y podía sentir el calor su cuerpo juvenil sobre mí.
Por unos segundos, pensé en hacerme para atrás. De intentar decirle que estaba mal. Que estaba casado con su hermana. Pero al igual que 11 atrás, sabía que esas palabras no tendrían ningún impacto. Mi suerte estaba echada. La sensación de su lengua sobre la mía era demasiado tentadora y sin siquiera darme cuenta, me encontré besándola de una forma parecida a la que besó a su hermana.
Sus manos se aferraban de mi pecho, sus uñas rasguñando mi piel atrayéndome hacia ella. Mis propias manos recorrían su cintura, mis pulgares hurgueteando su piel ardiente bajo la cintura de su falda. Podía sentir su cuerpo tensarse, la manera que se arqueaba entre sorpresa y agrado, producto de mi tacto. Rompimos el beso y nos miramos a los ojos, sus ojos verdes fieros, cautivantes, profundos, llenos de deseo.
•Llévame a la cama. - Susurró con una voz tierna, cargada de calentura.
Aunque estaba alzado como antena, mi conciencia todavía me frenaba. Años atrás, también acostaba a Violeta, narrándole historias tontas como las que les cuento a Alicia, Bastián, a Karen y a Lily para dormir.
Pero ahora, Violeta era una mujer. La flama de sus ojos era muy intensa, su cuerpo demasiado encantador. Por más que mi racionalidad me frenase, no podía resistir la gravedad seductora que ejercía sobre mí. Sin pensarlo demasiado, la tomé en mis brazos, sus piernas afirmándose a mi cintura mientras la llevo a su dormitorio.
Era la antigua guarida de mi exsuegro, Sergio, que habíamos acomodado para Violeta tras el divorcio. Yo mismo le había comprado esa cama, en los tiempos que ella todavía disfrutaba disfrazarse de princesa.

La deposité en la cama, mis ojos devorándola con la mirada. Su juventud me traía recuerdos de mi esposa, del tiempo que éramos amigos, su piel blanquecina, lisa y perfectas; sus curvas más pronunciadas y cautivantes que las de mi mejor amiga. Pero algunos de los rasgos de su mirada se parecían a los de Pamela, mi “Amazona española”: un fuego en su espíritu que comandaban autoridad.
Empecé a besarla por el cuello, su corazón agitado bajo mis labios que empezaban a descubrir sus pechos. Quizás, no parecían tan opulentos a como los tenía Amelia, pero, aun así, cálidos, esponjosos y tersos como los de mi ruiseñor. Acaricié sus pezones con la punta de la lengua, arrancándole suspiros desesperados al endurecerse por mi toque.
Sus manos se descontrolaron desesperadas, jalando y desabrochando mi pantalón. Mi pene saltó libre, hinchado y duro y con una mano, la envolvió y empezó a masajearme. Se notaban sus ganas, no pudiendo creer lo que estaba pasando. Desde que la vi, me atrajo, pero asimilar que mi pequeña princesita había crecido me detuvo. Pero en esos momentos, sintiendo la calidez de su mano, no podía pensar en nada más aparte de ella.
La besé de nuevo, mi lengua intruseando dentro de su boca mientras me volvía loco desabrochando su faldita. Por fortuna, se soltó con facilidad, revelando una tanga oscura bajo ella. Metí mi mano sobre su estómago, sintiendo la línea de su tanga antes de deslizar un dedo dentro de ella. Estaba empapada, su calentura mojando mis dedos mientras intruseaba su hendidura. Se estiró, presionando su cuerpo sobre mi mano, suplicando silenciosamente por más.
Tras un suspiro, me miró dichosa.
•No tengo condones. – Me dijo en un tono juguetón, fijándose divertida en mi erección hinchada. – Al menos, no de un porte que te sirvan… pero ahora, me tomo la pastilla.
Sus palabras me llenaron con un intenso deseo. Una invitación para seguir adelante.
El calor entre nosotros era intenso, el aroma a nuestra mutua excitación intoxicante. No podía detenerme. Hice su tanga a un lado y la lamí por primera vez. Violeta meneó sus caderas, favoreciendo el contacto, sus piernas apretándose alrededor de mi cabeza. Sus gemidos eran una melodía para mis oídos, incitándome a lamer su botón, sus jugos fluyendo libremente sobre mi lengua.
Violeta estaba agradablemente sorprendida. Aunque no era virgen, al igual que sus hermanas (Marisol, Amelia y por supuesto, mi sensual Pamela), era la primera vez que recibía sexo oral de mi parte. Me afirmaba la cabeza con firmeza, sintiendo ola tras ola de placer esparcirse a través de su cuerpo.

Podía sentir cómo se apretaba alrededor de mis dedos al sentirse cerca del orgasmo. Chupé su botón, sintiendo sus piernas empezando a sacudirse. Con una última sacudida profunda de mi lengua, soltó un grito, su cuerpo convulsionando al venirse con fuerza, sus jugos inundándome la boca. Lamí con entusiasmo, viendo su rostro colorado y una expresión risueña y placentera, sabiendo que no podía aguantar más.
Cuando me puse de pie, miró mi cuerpo y mi miembro con lujuria y atención. Era más grande que cualquiera de los chicos con los que había estado. Se echó para atrás sobre la cama, abriendo las piernas para darme la bienvenida.
Podía notar su nerviosismo. Los relatos de Marisol, de las primeras veces que lo hacíamos y la dejaba adolorida, hacían eco en su memoria.
-Lo haré despacio, preciosa. – le dije, tratando de calmarla.
Me acerqué lentamente, alineando mi pene sobre su apretada vagina, la punta de mi glande rozando su clítoris, haciéndole suspirar.

Soltó un sollozo suave, mordiéndose el labio cuando empecé a empujar, sintiendo su cuerpo estirarse y tensarse para ajustarse a mi tamaño. Sintió dolor, pero duró poco, sobrepasado por el intenso placer de sentirse plenamente llena.
Empecé a moverme, mis caderas moviéndome a un ritmo lento y firme. Cada embestida le causaba un golpe de placer a través de su cuerpo y sus gemidos eran exquisitos. Besé su cuello, susurrándole cariñitos al oído, sujetándola por la cadera para guiar nuestros movimientos. Violeta me envolvió con sus piernas, buscando que la metiera más adentro, sus uñas clavándose en mi espalda mientras se perdía en la sensación del momento.
Nos movíamos en perfecta sincronía, nuestros cuerpos golpeándose mutuamente rompiendo el silencio. Trataba de ser cuidadoso, no queriendo lastimarla, pero no podía negar la cruda pasión entre nosotros. Podía sentir que me faltaba poco, mis músculos tensándose con cada sacudida. La respiración de Violeta se reducía a cortos, agudos jadeos que iban a la par con mi ritmo, sus caderas levantándose para recibirme.
La estaba llenando. Estirándola más allá de lo que ella creía posible. Su mente empezó a desvanecerse, el placer demasiado grande para poder procesarlo. Orgasmo tras orgasmo impactaba su cuerpo, toda su piel sintiendo una ola de interminable placer.
Mis embestidas se hicieron más profundas e imperiosas, al notar que ella podía aguantar más. La fricción entre nosotros nos quemaba.
-Estás tan apretada. Tan mojadita… - Le confesé, haciendo que las ganas de Violeta crecieran, apretando sus piernas en torno a mi cintura, sus músculos apretándose en torno a mi erección.
•Vente dentro, por favor. – suplicó con calentura. – Quiero sentir cómo me llenas.
No podía aguantar más. Me vacié dentro de ella, su interior estrujándome mientras ella gritaba de placer. Cinco corridas de semen que, al igual como le pasa a Marisol, casi la borran de su existencia. La sensación de mi semilla ardiente y su vientre hincharse hizo acabar a Violeta una vez más y se terminó estremeciendo por la fuerza del orgasmo. Permanecimos acostados en la cama, nuestros cuerpos pegados un buen tiempo, disfrutando nuestra satisfacción.
Saqué mi pene a media erección todavía hinchado por mi descarga. Me eché a su lado jadeando con el corazón acelerado. Violeta tenía los ojos cerrados, con una sonrisa contenta sobre sus labios. Se veía tan bonita, tan pacífica que, por un momento, olvidé la culpa que sentía.
Pero para Violeta no era suficiente. Había sido el mejor sexo que había tenido en su vida. No le importaba ya dormir con el esposo de su hermana o que su madre y sus sobrinas la descubriesen. Ella quería sentir más placer y yo estaba dispuesto para dárselo.
Por mi parte, me sentía indeciso entre el placer vivido y la culpabilidad de mis acciones. Yo sabía que debía detenerme, al haberme pasado una línea que no tuve que cruzar. Pero el cuerpo de Violeta era demasiado seductor para resistirme.
Noté sus pechos subir y bajar en respiros satisfechos y profundos, asomándose bajo la sudadera, con los pezones todavía duros e hinchados por el encuentro. No podía quitarle los ojos de encima a esa belleza insaciable.
-¿Otra vez? – le pregunté al sentir su mano agarrar mi falo y ver su cuerpo alzarse sobre la punta de mi pene.
La malicia en sus ojos era indiscutible y fue la única invitación que necesitaba yo. Me acerqué y nos besamos un poco, mi mano hostigando su conchita inquieta. Ya estaba mojada de nuevo y sentí mi pene volver a estremecerse con un interés renovado.
Violeta, rubicunda, asintió con la cabeza, una sonrisa traviesa en sus labios.

•Sí, otra vez. – confirmó con una voz sensual que me erizó los pelos de la espalda.
Se dejó caer encima de mí, soltando una exclamación a medida que tomaba las riendas y azotaba su cuerpo sobre el mío. La cama crujía protestando por nuestro peso combinado, no habiendo sido diseñada considerando un par de amantes tan fogosos, pero no nos importaba en esos momentos.

Yo sentía una extraña emoción al estar con una mujer tan joven, tan animosa y al mismo tiempo, tan dispuesto a complacerla. Nunca había experimentado algo así con Marisol, que siempre ha sido más sumisa en la cama. Pero Violeta, en cambio, era una tigresa, sus caderas se movían completamente sincronizadas con las mías, sus uñas rasguñando mis hombros demandando que la metiera más adentro.
Cogimos con tal intensidad que retumbaba por toda la casa. Me costaba creer que así se sentía tener sexo con alguien que te quiso por más de 10 años, que no te veía como un padre o un esposo, pero como a un hombre que ella deseaba.
Sus pechos rebotaban desbocados mientras me montaba fuerte y duro. Era caótico para mí asimilar que la niñita tierna que alguna vez tomé en mis brazos había madurado en esta seductora e insaciable ninfa que ni siquiera tenía la mitad de mi edad.
Tuve que cerrar los ojos, sintiendo la presión en mi crecer otra vez, mi pene hinchándose dentro de su conchita juvenil y apretada. Insisto que no podía creer lo que estaba haciendo, pero la sensación era demasiado fuerte para importarme. Veía sus esplendoroso pechos rebotar en una loca cabalgata mientras cogíamos desaforados, sus pezones erectos rogando por una boca.
Me acerqué y tomé uno de ellos, chupando duro y mordiendo mientras me montaba, sus manos sujetando mis cabellos, fijándome en aquel tempestuoso lugar. Gimió profundamente, su cuerpo reaccionando a mis caricias. Cambié de pezón, dándole el mismo tratamiento, su conchita desbocándose alrededor de mi pene.
Para Violeta, la pasión se volvió implacable, al punto que echó su cabeza para atrás, abriendo su boca en un grito silencioso que auguraba otro intenso orgasmo más intenso que los anteriores, sabiendo que arrasaría con ella. Codiciosa por una mayor fuente de placer, deslizó su mano entre nuestros cuerpos azotándose para estimular su botón al ritmo a mis embestidas.
Yo podía sentir cómo su cuerpo se apretaba, preparándose para recibir mi descarga. La agarré de la cintura, sujetándola fuerte y dándole duro, llevándonos a los dos al borde de la locura. Podía sentir el sudor entre nosotros, un calor abrasador de pasión que transformaba el dormitorio en un horno con una fuerza tangible.
•Marco, - Susurró en una voz aguda y necesitada. – Marco, me voy a venir.
Sus palabras resonaron en mí como un gatillo y sentía mi propio orgasmo llegar. Con una última y profunda estocada, exploté dentro de ella, llenándola de nuevo con mi ardiente semilla. Los ojos de Violeta se abrieron de repente, su boca abriéndose en un alarido mudo, su cuerpo tensándose mientras la llenaba. Echó su espalda para atrás y gritó, su vagina contrayéndose sobre pene mientras acababa, su orgasmo terminando de desgarrarla por completo.
Quedamos sobre la cama, jadeando y sudorosos de nuevos, nuestros cuerpos pegajosos por el sudor de nuestra unión ilícita. Finalmente, los remordimientos le pegaron de lleno a Violeta: yo era el esposo de su hermana, padre de sus sobrinas y, además, su amante. La culpa era aplastante, pero el placer vivido no lo podía negar.
Las sensaciones en su cuerpo juvenil rompían ya los esquemas. Su corazón acelerado, el romance platónico que tenía conmigo había evolucionado en algo más intenso que el amor; la sensación de mi pene hinchado alojado dentro de ella era fuera de este mundo; la cercanía y habilidad de mis manos y dedos la hacían sentir que flotaba en una nube.
-¿Quieres hacerlo de nuevo? – le pregunté con una sonrisa confiada, disfrutando del titubeo tierno de sus ojos.
Violeta gimoteó espantada. Ya estaba agotada, su estabilidad mental pendiendo de un hilo. ¿Y yo con ganas de más?
Violeta era arcilla entre mis dedos. Su mente decía que no quería más, pero su boca permanecía callada y su cuerpo estaba dispuesto para ponerse en cuatro como se lo pedí. Sintió temor y emoción al mismo tiempo cuando empecé a restregar mi glande sobre su conchita una vez más, antes de empezar a tomarla a lo perrito.

Pero en mi mente, ya había hecho los cálculos. El zoológico se encuentra unos 30 kilómetros de la ciudad, es bastante amplio y cuenta con una gran variedad de animales. A mis hijas les encanta caminar y Pamelita sigue siendo extremadamente curiosa con respecto a la naturaleza. Eso, complementado con el horario de los trenes, nos daba unas dos horas más, como mínimo.
Tomé la oportunidad de apreciar la vista de la colita redonda y perfecta frente a mí, probablemente igual de virgen como lo eran las de sus hermanas antes de conocerme. Yo sabía que estaba mal pensar así, pero era un impulso animalesco que me forzaba a probarla de nuevo. De a poco, empecé a meterla de nuevo, sintiendo cómo me apretaba mientras ella ahogaba sus gemidos en una almohada.
El cuerpo de Violeta se sacudía exquisitamente en una melodía de dolor y de placer mientras la tomaba por detrás. La sensación de mi pene hinchado llenándola parecía eléctrica, a ratos demasiado para poder manejarla, pero ella la necesitaba, echando su cuerpo para atrás, instigándome a que la metiera más adentro. Sus gemidos se hicieron más profundo y femeninos con cada embestida, haciendo eco en la casa vacía como una confesión secreta.
Me afirmé de su cintura con fuerza, guiando sus movimientos. Miraba atento cómo sus nalgas vibraban con cada estocada profunda, mis ojos pegados en su agujerito anal. La visión era erótica y obscena a la vez, una fruta prohibida que no podía evitar probar.
Violeta sintió la calentura crecer otra vez, su cuerpo rogando por acabar. Nunca antes se había sentido tan usada, nunca sintió una necesidad por sentirse llenada por un hombre de esta manera. Se echó para atrás, sus gemidos cambiando a sublimes quejidos al sentir otro orgasmo más conformarse.
Mis embestidas se pusieron más erráticas, mis suspiros bruscos sobre su oído. Yo podía sentir cómo su conchita se apretaba más sobre mi pene, su cuerpo sacudiéndose con cada ola de placer. De más está decir que no iba a aguantar y con un último y profundo embate, me descargué dentro de ella, mi pene pulsando al irla rellenando con semen.


Colapsamos por tercera vez sobre la cama, con nuestros cuerpos pegajosos por el sudor y la pasión. El dormitorio estaba más oscuro y silencioso, salvo por nuestros incesantes jadeos. Finalmente, el peso de nuestras acciones se asentaba en los 2.
-Violeta, esto no puede volver a pasar. – le dije con mi voz agitada. – Eres mi cuñada y amo a Marisol.
Mis palabras le cayeron como un chiste cruel. Como un balde de agua fría. Había sido el mejor sexo de su vida. La hice sentir como una verdadera mujer. No quería soltar ese placer.
Violeta me miró por encima de su hombro, sus ojitos verdes inquisidores con lujuria.
•¿Qué pasa si no quiero que pare? – preguntó en una voz naja, seductora y resoluta.
Aparte del espasmo que estremeció mi pene, Violeta ya se había dado cuenta de la lucha entre mi responsabilidad y mis deseos cuando la veía, sintiendo también un golpe de placer cada vez que la miraba.
Di un suspiro. Sabía que tenía que ser firme con ella.
-¡Está mal, Violeta! ¡No lo podemos volver a hacer! – la hice a un lado, buscando mis pantalones en la penumbra.
Pero Violeta no estaba dispuesta a volver atrás. Se giró, sus pechos colgando como seductoras ubres.
•¿Por qué no? – preguntó en puchero parecido a los que hace su hermana, su mano sujetándome por el brazo. – Los dos somos adultos. Podemos mantener el secreto.
Sintiéndome indeciso, cerré los ojos. Sabía que ella tenía razón: podíamos ocultarlo de su madre y de su hermana. Pero quería evitar los malos hábitos de los cuales había escapado once años atrás, aunque ya estuviera recayendo con su suegra y su hermanastra, Amelia.
-Violeta, entiende. – insistí, forzando firmeza en mi voz. – Eres la hermana de mi esposa y no puede traicionarla así. Tenemos que dejarlo pasar.
Me puse de pie, poniéndome el pantalón del pijama. Violeta me miró desolada.
•¡Pero se sintió tan rico! – susurró en un tono que colindaba con el llanto. – No podemos solo ignorar lo que ha pasado.
Sus palabras me helaron en el acto. Ella tenía razón de nuevo. El sexo que tuvimos fue asombroso y no podía negar el encanto de su juventud y su figura. Pero, por otra parte, yo sabía que estábamos en una posición complicada. Después de todo, nuestra familia venía de visita desde el extranjero y oportunidades para arrancarme con Violeta parecían limitadas.
-¿Por qué no nos damos una ducha antes? – le sugerí meditabundo, considerando que Marisol y el resto llegarían pronto.
Fue recién que Violeta se dio cuenta lo tarde que era. Habíamos pasado horas cogiendo en su dormitorio y algo dentro de ella le decía que nuestra ducha no iba a ser nada inocente a como sonaba.
En efecto, Violeta se encontró aprisionada contra la pared, mientras yo arremetía sobre su conchita besándola con locura.
El agua tibia caía entre nosotros, entremezclándose con el sudor y el remanente de nuestras contiendas previas. Envolvió sus piernas en torno a las mías, sus talones forzando mis nalgas a medida que la bombeaba una y otra vez. La atmósfera vaporosa de la ducha encapsulaba todo en una intima neblina de lujuria plena.
Mi pene seguía duro, el deseo de disfrutar de Violeta insaciable a pesar de nuestra maratónica cogida. No podía tener suficiente de ella, la manera que ella reaccionaba con cada toque, cada beso. La besé profundamente, mi lengua explorando la calidez de su boca mientras que mis manos exploraban su resbaladizo cuerpo mojado.

Sus piernas me mantuvieron firme en torno a mi cintura mientras la azotaba sobre la cerámica del baño, cogiéndola con un vigor renovado. El agua nos bautizaba constantemente, removiendo la evidencia de nuestro sudor y nuestros jugos. Los gemidos de Violeta se hicieron más intensos, reverberando dentro del baño al casi alcanzar otro orgasmo. El agua limpiaba su rostro, removiendo las lágrimas de gozo que amenazaban caer. Violeta en el fondo sabía que lo que hacíamos estaba mal, pero tampoco tenía la fuerza de voluntad para poder detenerse.
Me afirmé fuerte a sus caderas, sabiendo que tenía que hacerlo rápido. Estimaba que el resto llegaría dentro de poco a la casa. Subí el ritmo, mi pene entrando y saliendo con mayor facilidad. La estrechez de su sexo era adictiva, una sensación que no había sentido hacia algunos años.
La cabeza de Violeta colgó lacia, sus cabellos apegándose a su delicado cuello, sus ojos cerrados en éxtasis. El agua caía sobre ella, haciéndola ver como una divinidad del agua, removiendo su sudor y sus lágrimas. Parecía que estuviera en un sueño apasionado y prohibido, del cual no buscaba despertar. El orgasmo le pegó como una ola, su cuerpo sacudiéndose como si fuese la centésima vez.
A mi orgasmo tampoco le faltaba mucho. Sentí hincharme una vez más, mi pene listo para liberar otro torrente ardiente de semen. Enterré mi rostro en su cuello, mordiéndole suavemente mientras me venía, mis caderas sacudiéndose con fuerza con cada detonación. El agua caliente lo limpiaba todo, incluyendo el sentimiento de culpa, el sudor y nuestros jugos, pero dejando nuestro placer combinado en un remolino de vapor y pasión.
Permanecimos estáticos unos momentos, para volver de golpe a la realidad. Teníamos que arreglarnos, limpiar cualquier evidencia y pretender que nada raro había pasado.
Mientras nos vestíamos, evitando ver nuestros cuerpos desnudos, mi teléfono sonó con un mensaje de texto.
+Disculpa mi amor por atrasarnos tanto. Después del zoológico, a las niñas les dio con ir a ver una peli en el cine y ahora, estamos todos comiendo helado. Ojalá no tengas mucha hambre.
Solté un suspiro de alivio después de leer el mensaje.
-Se atrasaron. – Avisé a Violeta, sintiéndome tanto aliviado como preocupado. Nos significaba más tiempo para limpiar, pero también más tiempo para pensar en lo que habíamos hecho.
Ordenamos su dormitorio, ventilándolo un poco y limpiamos la cocina. Violeta tomó una toalla al sentir sus cabellos húmedos.
•¿Qué hacemos si nos descubren? – Preguntó con miedo, sus cabellos sacudiéndose alocadamente con cada refriegue.
-No se darán cuenta. – le respondí, contemplándola por detrás. – Tendremos más cuidado ahora.
Mis palabras la frenaron en el acto y una sonrisa cómplice, adulta, invadió nuestros rostros. Para cuando nuestra familia llegó, estábamos sentados en el living, viendo Netflix, aunque mi mano estaba estrujando su pecho derecho con mi abrazo, mientras ella posaba su tibia mano izquierda sobre mi muslo derecho, cerca de mi entrepierna.
Marisol entró, cargando a Jacinto bostezando y viéndose tanto cansada como satisfecha.
+¿Qué tal estuvo tu día, mi amor? – me preguntó, tras darme un piquito cariñoso, sin sospechar el carnaval de placer que vivimos en su ausencia.
Medio sonriendo, perdido en los recuerdos, respondí.
-Estuvo…bien. – le dije, con mi voz tratando pobremente de bajarle el perfil.
Violeta se puso de pie, manos en la cintura y un rostro levemente molesto.
•¿Solo “bien”? ¿Qué tal “excelente”? ¿O “el mejor día de toda tu vida”? ¡Porque lo pasaste conmigo, tonto! – Violeta protestó en un tono juguetón, recordándome un poco a Pamela.
Y fue ahí… en esos momentos. En ese preciso instante, que reconocí esa sonrisa orgullosa y esa mirada perspicaz que no veía en años…

Mi amada “Napoleón del crimen” …
+¡Qué bueno! – respondió mi ruiseñor, con una voz sincera, pero el fulgor en sus ojos brillando al saber que su estratagema había funcionado. – Porque he sido una esposita muy buena que se merece un cariñito extra esta noche.
Violeta contempló a su hermana con sorpresa. Para ella, la idea de atender a mi esposa tras todo lo que hicimos en la tarde parecía demasiado.
Sin embargo, conozco a mi amiga por más de 12 años. Y sé que nada la excita más que saber que mi pene está húmedo con los jugos de otra mujer.
Pero para mantener el secreto, tenía que cumplir mi parte.
-Sí. – le respondí, forzando el entusiasmo. – No aguanto las ganas.
Violeta nos contemplaba atónita, el verdor de sus ojos incrédulos, mirándome con admiración y preocupación a la vez, si acaso tenía fuerzas para atender a mi esposa…
Pero claro está que una vez que te vuelves un adulto, debes mantener tus responsabilidades sin importar los desafíos o las adversidades.
Estas, por supuesto, también incluyen las responsabilidades maritales.
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