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Compendio III
MI AMOROSA SUEGRA
De los cuatro amigos más cercanos que tenía Sergio, mi suegro, Guillermo era probablemente el menos agraciado de todos. Un tipo delgado, alto, enjuto y calvo, con gruesos lentes gracias a su miopía, tiene esa típica apariencia sumisa de una persona que ha aceptado su mala fortuna. Mientras que los otros bebían, parrandeaban y apostaban, Guillermo era la nota disonante: débil, callado y con una presencia que pasa desapercibida. Incluso ahora, la situación no ha cambiado mucho, puesto que en la compañía de transporte donde trabaja todavía lo usan para arreglar los libros de cuentas gracias a sus estudios de contabilidad, más, aun así, no recibe ningún beneficio adicional fuera de su salario de conductor de camión.
A pesar de todo, Guillermo seguía confiando en la gente, aferrándose a la ilusión de la lealtad y la camaradería, sin importar que el entorno nunca le favoreció. Fue esta inocencia la que hizo que Sergio y sus amigos lo manipularan a su antojo. Un romántico sin remedio que confiaba ciegamente en todos y se despreciaba a sí mismo. Y a causa de esto, cuando el destino o el karma se impuso delante de él, le costó asumir que fuera en la forma de la sexy ex de Sergio, Verónica.

En esa época, mi suegra estaba atravesando un torrentoso divorcio, donde todo el rencor almacenado por años de abuso y desamparo en el matrimonio con Sergio estaba desencadenando una guerra sin tregua, cada lado buscando humillar al oponente de la peor manera posible y el pobre Guillermo era un peón más en la estrategia de Verónica.

Pero curiosamente, lo que apartó a Guillermo del resto fue que sorpresivamente, la “suerte del feo”: era el más dotado de los cuatro. Aunque la acumulación de sus inseguridades le había causado problemas de erección, para Verónica era un verdadero halago verlo excitado por ella. Además, al igual que a su hermana e hijas, no le es molestia lamer una buena verga por mucho rato.

Por supuesto, luego que Marisol y yo nos fuimos al extranjero, Verónica tenía sus amantes a escondidas en su pastelería. Pero su pareja fija era Guillermo, quien le daba estabilidad económica y emocional mientras ella criaba a Violeta.
Aunque claro, la presencia de Guillermo en la casa era tan débil y discreta, que ni Verónica ni Violeta lo consideraban como un hombre de verdad…
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A la mañana siguiente, me arrastré de la cama, el olorcito rico a jabón de Marisol alegrándome la existencia.
-¡Ruiseñor! – Le susurré, pero un discreto ronquido me respondió.
Mi esposa se veía bonita, durmiendo plácidamente. Su benevolente cuerpo me tentaba, pero no quería aprovecharme de su sueño.

Me estiré, sintiendo el satisfactorio tirón en la cintura. Marisol me había sacado un buen trote durante la noche.
Fui al baño, hice lo mío y marché hacia la cocina, quedando estático al ver a mi suegra y mi cuñada preparándose el desayuno…
Era verano, con noches calurosas y sin aire acondicionado, por lo que encontrar a mi suegra con un sexy camisón rosado no me debería haber extrañado…

Pero Guillermo debe tener serios problemas eréctiles si es capaz de ver a Violeta con un pijama de algodón veraniego de dos piezas tan livianito y actuar como si nada. Decir que el pantaloncillo corto de mi cuñada se apegaba como una sexy estampilla a su piel, revelando la magnificencia y redondez de sus perfectas nalgas, cintura y ombligo serían meras palabras.
Pero era su camiseta la que me dejaba casi sin palabras. Como esperaba, el busto de Violeta se veía comparable con el de su hermana Amelia, sino más grande, tensando la prenda casi al punto de desbordarla.

Por otra parte, y a diferencia de sus hermanas que eran más pudorosas para dormir, resaltaba a la vista que a Violeta no le incomodaba exponer su cuerpo semidesnudo… o al menos, no frente a Guillermo.
El aire se puso tenso apenas nos vimos. Verónica me miró por encima de su taza, sus preciosos ojos verdes haciéndome el quite al instante, mientras que Violeta fingió revisar un mensaje de texto luego de avergonzarse.
Sentí un tirón en el estómago, inseguro de lo que estaba pasando…
•¡Buenos días, Marco! – me saludó Verónica con un tono extremadamente cordial. - ¿Dormiste bien anoche?
La pregunta quedó flotando en el aire, haciendo que mi incomodidad se amplificara producto de la tensión.
Era evidente para ellas que Marisol había pasado una noche extremadamente placentera. Los gemidos de mi ruiseñor y el constante crujir de la cama, por discretos que fueran, no pasaron desapercibidos.
-¡Buenos días! – solté aire a través de mi boca, moviendo la lengua. – No pude haber dormido mejor.
Caminé tenso hacia el refrigerador, buscando enfriarme. Mientras buscaba la leche en la puerta, noté el camisón rosado de Verónica apegándose a su cuerpo, destacando su amplio escote. Apreté los dientes y suspiré, vertiéndome leche en bol de cereal.
•Marisol todavía está durmiendo. – comentó Verónica, llenando el incomodo silencio. – Con Violeta, tratamos de guardar silencio para… dejarles descansar.
Esas últimas palabras me terminaron de desolar: las dos nos habían escuchado.
-Gracias. – respondí, sentándome a la mesa con las mejillas coloradas.
Entonces, Violeta alzó la vista de su teléfono, sus tempestuosos ojos verdes fijándose en mí. La intensidad de su mirada me hizo latir el corazón. El camisón veraniego ocultaba la nada misma de las curvas de su cuerpo. Por poco se me salen los ojos de las cuencas fijándome en ese masivo par de pechos que estiraban la tela o la manera que sus pantaloncitos se arremangaban, revelando parte de su redondo y seductor trasero. Tenía que calmarme, tomando un suspiro profundo.
Mientras masticaba el cereal, interrumpiendo el silencio incómodo, Verónica hizo como que se le cayó algo y se quedó mirándome la entrepierna, que ya se me empezaba a alzar. Me ajusté en el asiento, tratando de ocultar mi calentura, aunque la situación se estaba complicando.
De repente, Marisol apareció a mis espaldas, canturreando en la cocina. Me sentía pálido, en especial al darme cuenta de que su camisón blanco acentuaba el rebote de sus pechos.
+Buenos días a todos. – Nos saludó de forma cordial, su rostro brillando de satisfacción.

Caminó por mi costado, meneando las caderas hacia el hervidor para el café. Con solo verla, recordaba los detalles de la noche anterior. Peor todavía, Verónica y Violeta le seguían con la mirada cada movimiento, en una mezcla de admiración y envidia.
+¡Mi amor! – me dijo Marisol en un tono dulce, sonriéndome con ternura. - ¿Te preparo un cafecito?
Mi esposa se apoyó en el estante, sujetando la taza con ambas manos. Sin embargo, el borde del estante le levantó parte de su faldita, notándose la redondez seductora de su colita.
No pude musitar palabras, mi cuerpo devorándosela con los ojos mientras le decía que sí con la cabeza. Marisol me preparó una taza y me la dejó delante de mí, sus pechos colgando, dejándome casi turulato.
Durante el día, vivimos una vida normal con mis padres y nuestras hijas: la típica visita de cortesía de mi hermano y mi hermana con sus familias (al ser un día sábado), para ponernos al día en torno a un asado y a hablar de todo, con la salvedad que, en esta oportunidad, se unió el hijo de mi hermana, Alfonso, para coquetear con Violeta.
Tanto Alfonso como Benjamín (el hijo de mi hermano) trataban de competir frente a Violeta sobre sus resultados para el ingreso a las universidades. Claro está que Violeta no estaba lo más remotamente interesada, puesto que planea estudiar repostería en un instituto.
Eso sí, no me quitó el ojo encima de cómo yo interactuaba con Almendra, la hija de dieciséis años de mi hermana, la cual me comentaba animadamente sobre sus vivencias en la escuela y quien todavía me guardaba mucho afecto, al haber sido su “tío favorito” antes de irme.

Por ese motivo, durante la noche, un poco movida por los celos, Violeta insistió en que viéramos Netflix con ella sentada entre mis piernas, a pesar de explicarle que mi sobrina no me atraía de esa manera, mientras Marisol y Verónica hicieran los preparativos para la cena.

Luego de haber comido, Marisol amamantó a Jacinto, llevándole a su cunita y su curiosa hermana le siguió, mientras que a mí me llamó la atención el dulzón aroma que emanaba de la cocina. Verónica, como buena pastelera, había horneado galletas.
No voy a negar lo mucho que me excité al verla a solas en la cocina. Con mi suegra, nos habíamos pegado revolcones de antología, explorando cada curva de su cuerpo minuciosamente y con ella, muy dispuesta a recibir mi pene.

Sus ojos tenían el mismo resplandor que las esmeraldas de mi ruiseñor, aunque con mayor cansancio, pero con la misma chispa fiera de una mujer que disfruta mucho del buen sexo. Su dedicación al cuidado de sus hijas era inigualable y su belleza fue siempre algo que me llamó la atención cuando salía con Marisol. Al entrar a la cocina, a Verónica se le iluminaron los ojos mientras batía la mezcla, una sonrisa cálida y bondadosa, pero con un sutil aire de algo más.
Mientras yo me encargaba de la loza sucia, empezamos a conversar, comentándome las frustraciones de su relación con Guillermo. Al principio, no le molestaba tanto que tuviera problemas de erección, pero sus constantes viajes por trabajo y su bajo desempeño en la cama fueron colmando su paciencia, haciéndole sentirse sola y descuidada. Y a pesar de que se sentía mucho más segura y querida que cuando estaba casada con Sergio, Verónica no podía ignorar la creciente ansiedad por compañía, haciéndole buscar amantes por otros lados.
Escuché sus palabras asintiendo y ofreciéndole palabras de consuelo, pero no pude evitar de sentir algo de familiaridad con la situación. Antes de casarme con Marisol, el amorío que compartimos con Verónica era tan apasionado que casi siempre me dejaba seco, sin aliento y a la vez, queriendo más. Y si bien, en esos momentos no quería admitirlo, aquellos recuerdos eran un tesoro secreto que había enterrado dentro mi memoria, de un placer culpable que no podía olvidar.
Verónica se acercó lentamente, sus amplios pechos presionando el mueble, y su voz, titubeante, suave y cálida, susurró bien bajito en un tono íntimo.
•Marco, sé que está mal, pero yo necesito… necesito de algo que solo tú puedes darme.
Su mirada intensa buscaba mis ojos, buscando mi permiso. Años atrás, cuando nos fuimos al extranjero, Verónica fue una de las pocas que comprendió el motivo de mi partida. Quería ser un marido fiel y de haber permanecido, no me habría podido controlar estando a su lado o junto sus hijas, pudiendo haber terminado embarazando a Amelia o Pamela, por lo que entendía mi reticencia a acercarme de nuevo.
Aun así, yo estaba duro. Sabía lo que quería pedirme y la sola idea ya me tenía desbordando de los pantalones. Podía sentir mi pene hincharse al sentir su suave tacto, mi cuerpo reaccionando al suyo, a los recuerdos de sus dedos, al sabor de sus besos…
-Verónica, no podemos hacerlo…- le dije, sintiendo cómo mi cuerpo se iba, perdido por su encanto.
Pero para entonces, ella ya estaba sacudiendo su cabeza sobre la punta de mi glande, sus cabellos deslizándose sobre sus hombros como una cortina de seda.

•Es solo esta vez. – me suplicó, la punta de su tibia lengua jugando con mi glande, en un tono de voz desesperado. – Extraño lo que tú y yo teníamos antes, cómo me hacía sentir, la manera en que tú me llenabas. Con Guillermo… no es lo mismo.
Debería haberme marchado, pero la atracción del encanto que tiene Verónica era demasiado para resistir. Deslizó su mano codiciosa por encima de mi muslo, atosigándose más con mi erección en su boca, mientras yo me aseguraba que no nos interrumpieran.
Me arrebató la respiración al meterla en su boca, sus finos labios estirándose para aceptar mi grosor. Mi suegra sabía perfectamente cómo manejarme, su lengua lamiéndome la punta, enfocándose en la sensible parte de abajo. Sus mejillas se contrajeron, tragándome más profundo, su garganta trabajando mi largo. La sensación era exquisita, familiar e ilícita. Contuve mi gemido, sujetando su cabeza mientras se meneaba a un ritmo lento y doloroso, pero a la vez, extremadamente placentero.
Al ver mi cooperación, Verónica desabrochó mis pantalones, terminando de liberar mi hombría. Su sonrisa maliciosa es idéntica a la de sus hijas, al notar mi erección y sus testículos. Cuando se lo metió a la boca de nuevo y me miró a los ojos, la sensación de sus suaves labios envolviéndome mientras que su lengua hacía maravillas a través del largo fue excepcional. Sus ojos lagrimeaban metiéndose más profundo, sus mejillas contrayéndose más mientras chupaba con un hambre que reflejaba sus ganas. Sin darme cuenta, me encontré cogiéndome la boca de mi suegra, sujetando su cabeza para llevarla a un ritmo enloquecedor, haciéndola devorar más y más de mí y atragantándola con el grosor.
•Extrañaba esto. – comentó, mientras restregaba con ambas manos mi tallo y respiraba un poco, las espesas babas conectando sus labios con mi glande. – Guillermo también la tiene grande, pero la tuya tiene mejor sabor.
Las rodillas me flaqueaban con el talento de Verónica. Sus mejillas enrojecieron, sus ojos lagrimearon, pero nunca se salió del ritmo.
La cocina reverberaba con los ruidos de su mamada húmeda, el sonido de su saliva hambrienta y obscena, junto con el ocasional gemido ahogado buscando aire. Minutos antes había sido un lugar de calidez inocente, la cocina ahora era una caldera de pasiones clandestinas. Podía sentir que me faltaba por eyacular, la tensión en mis testículos estrujada por la pericia de mi suegra en dichas lides. En mi mente, todavía debatía moralmente si acaso debía estar disfrutándolo, pero el calor y humedad de la boca de Verónica eran demasiado intensos para poder ignorarlo. Por segundos, pensé en Marisol, en esa mirada felina, salvaje y de gata en celo que me dio la noche anterior. Y sin importar cuanto me resistiera, el placer que sentía en esos momentos era demasiado para tolerarlo por mucho tiempo.
Verónica me miró a los ojos, sus manos meneándose sobre mi tallo de forma endemoniada.
•¡Echaba esto de menos, Marco! – Susurró en un tono lujurioso, con ojos vidriosos por la calentura. – Tienes la verga siempre tan dura y grande para mí.

Sus palabras me llevaron al borde de la cordura. No tenía duda que Verónica había chupado a muchos otros, pero de alguna manera, la verga de su primer yerno seguía teniendo un lugar especial.
No podía creer que mi suegra estuviera de nuevo mamándome la verga de aquella manera tan apasionada, ni mucho menos negar lo bien que se sentía. Acaricié sus cabellos, incitándola a tragar más profundo, más rápido. Sus enormes pechos rebotaban con cada meneo de su cabeza, la visión de ella tragando tan ansiosa acercándome más y más al borde del clímax.
El olor dulce a galletas había sido corrompido por el lascivo aroma sexo mientras nos perdíamos en el momento. Sujeté su cabeza con mayor fuerza, al sentir la presión dentro de mis testículos volverse insostenible, los movimientos de su lengua volviéndome loco. Podía sentir la calidez de su nariz a medida que tragaba de una manera más profunda, sus mejillas contrayéndose con el sediento esfuerzo. Me faltaba poquísimo y la idea de volver a darle a beber mi ardiente semilla era difícil de aguantar.
Mis caderas se meneaban con locura, mis movimientos volviéndose impetuosos con la inminente venida de mi orgasmo. Verónica lo intuía y deseaba, sus ojos fijos en mí con firme devoción, su succión volviéndose más intensa. Sus manos estrujaban sus testículos, sus dedos apretándome suavemente, rogando porque me corriera. La visión de mi suegra arrodillada, sus pechos balanceándose de lado a lado mientras abría la boca para tragarme entero era demasiado para mí. La mezcla del tabú y calentura sobrepasaba nuestros sentidos.
De repente, escuchamos un ruido del pasillo y el gorgojeo de Jacinto se escuchó fuerte y claro. Los ojos de Verónica entraron en pánico, pero en lugar de detenerse, incrementó el ritmo, acelerando sus movimientos y tragándome más profundo.
+No, si a veces pasa… - escuché la voz de mi ruiseñor conversando con Violeta de camino al baño, mientras su madre y yo le dábamos en la cocina. – Parece que hago mucha leche… y Jacintito no es como su papá, que me chupa los pechos hasta dejármelos secos.
Escuchar las cándidas y bondadosas palabras de mi esposa me remataron. El orgasmo me pegó con todo y rebalsé la boca de mi suegra con mi caliente corrida. Verónica tragó y tragó codiciosa, sus ojos gentiles mirándome en agradecimiento mientras seguía chupando, tragando la última gota de mi calentura.
Nuestra respiración era agitada mientras nos mirábamos y no voy a mentir sobre mis ganas de pegarle un buen polvo a mi suegra, que se limpiaba los vestigios de mi semen con su pulgar, degustando hasta la última gota, con una mirada compleja entre satisfacción y tristeza.
Rematamos todo con un suave y cariñoso beso. Nos miramos a los ojos, sabiendo que eso solamente había sido el inicio.
•Gracias. – Comentó, antes de volver a enfrascarse en batir la mezcla para las galletas.
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