
La mañana se colaba entre las persianas mientras yo observaba a Clara estirarse en la cama, su cuerpo voluptuoso dibujando curvas bajo las sábanas. Sabía lo que estaba por pasar. Había sido idea suya llamar al plomero un domingo, cuando el calor apretaba y la ropa sobraba.
—¿Estás seguro? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Su sonrisa pícara iluminó la habitación.
—Vos siempre disfrutas viéndome jugar —respondió, deslizándose fuera de la cama. La bata de seda se deslizó por sus hombros, revelando un camisón transparente que apenas contenía sus grandes y generosas tetas. Su culo, redondo y firme, se balanceó con cada paso hacia la puerta.
El timbre sonó. Clara abrió con una lentitud calculada. Miguel, el plomero, se quedó inmóvil. Joven, fuerte, con manos callosas que se aferraron a su caja de herramientas. Sus ojos se clavaron en el escote de Clara, en la tela que se adhería a su piel como un susurro.
—Buenos días —dijo ella, inclinándose levemente para tomar una toalla de la mesa cercana. El escote se abrió, y Miguel tragó saliva—. El problema está en la ducha… parece que algo se atascó.
Él asintió, torpe, siguiéndola al baño. Yo me quedé en la puerta, fingiendo indiferencia mientras Clara se apoyaba en la pileta, cruzando las piernas. Su bata se abrió, revelando el camisón transparente. Sus pezones, duros como avellanas, luchaban por romper la tela. Miguel, no ajeno al espectáculo, se arrodilló frente a la canilla de la bañera, pero sus miradas se desviaban una y otra vez desde sus tetas hacia sus muslos y desde su tanga hacia sus pezones.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Clara, acercándose hasta que su perfume envolvió el aire.
—N-no, señora. Ya lo reviso —tartamudeó él, ajustando una llave con dedos temblorosos.
Ella se inclinó, dejando una teta rozar su hombro. —Qué calor hace… ¿no crees? —murmuró, deslizando la bata hasta los codos.
Miguel se volvió, su respiración entrecortada. Nuestros ojos se encontraron por un instante, y en su mirada vi el mismo fuego que ardía en mí: deseo mezclado con culpa. Clara deslizó una mano por su espalda, trazando círculos lentos.
—Clara… —susurré, advirtiéndola, pero ella solo rió bajito.
—Solo estoy ayudando —dijo, mordiendo un labio—. ¿Verdad, Miguel?
El plomero se levantó de golpe, sudor en la frente. —Creo que… que ya está listo —farfulló, recogiendo sus herramientas con prisas torpes.
Miguel intentó marcharse, pero Clara lo detuvo con una mano en el pecho. Su sonrisa era un desafío, un pacto entre cómplices. Sin decir nada, desató el cinturón de su bata y la dejó caer. El camisón transparente reveló sus curvas sin pudor: los pezones erectos bajo la seda, la cintura que se estrechaba antes de abrirse en esas caderas que hipnotizaban.
—¿De verdad te vas así? —susurró, acercándose hasta que su aliento le rozó el cuello—. Después de arreglarnos todo…
El plomero tragó en seco, sus ojos recorriendo cada centímetro de ella. Yo me acerqué, posando una mano en la espalda de Clara, sintiendo su calor.
—Quedate —dije, y la palabra sonó a permiso y a orden.
Clara tomó la mano de Miguel y la guió hacia su muslo, bajo el camisón. Él jadeó al sentir la piel suave, el borde del tanga de encaje que apenas cubría su conchita. El muchacho sintió la humedad y el calor proveniente del interior de mi mujer.
—No soy de los que… que se aprovechan —murmuró él, aunque sus dedos ya recorrían los labios exteriores de la vulva de Clara. Cuando llegó a su clítoris ella dió un respingo y gimió. Con la otra mano comenzó a acariciar sus tetas por encima de la ropa.
—¿Aprovechar? —Clara rió, mordisqueando su oreja—. Esto es un regalo… ¿Verdad, amor? —Me miró, y asentí, mi pulso acelerado.
Ella deslizó una pierna entre las de Miguel, frotándose contra su jeans ajustado. Él gruñó, rudo, y la empujó contra la pared. Pero Clara lo dió vuelta apoyándolo a él contra la pared y lo detuvo con un dedo en los labios. Me acerqué desde atrás tomando su cintura y apoyando mi pija ya bien dura entre sus nalgas.
—Despacio —ordenó, tomándolo de la mano y guiándolo hacia el dormitorio—. Aquí… tenemos más espacio.
La seguimos, los tres enredados en una danza de miradas y suspiros. Clara se dejó caer sobre la cama, las piernas entreabiertas, el camisón subido hasta las caderas. Miguel se quedó paralizado, hasta que yo le di un empujón suave.
—Tocala —murmuré—. Es lo que quiere.
Sus manos callosas se cerraron en sus tetas, masajeando con torpeza al principio, luego con hambre. Clara arqueó la espalda, gimiendo, mientras yo me acerqué y la desvestí. Él me miró, pidiendo permiso con los ojos, pero Clara lo atrajo hacia ella con un beso profundo, salvaje.
—Sácate la ropa —le ordenó entre gemidos—. Y vos —me señaló—, no te quedes atrás.
Obedecemos. Miguel descubrió un cuerpo musculoso, marcado por el trabajo, con una pija muy parecida a la mía, pero más recta, mientras yo me despojaba de la camisa. Clara nos observaba, mordiendo un labio, sus dedos jugueteando entre sus piernas.
-Pajéense para mí- nos ordenó. Sin dudar empezamos, uno de cada lado de la cama, a tocarnos la pija, masajeando de arriba a abajo a un ritmo lento. Ella nos miraba alternando, como alguien que quiere comprar algo y no se decide aún.
—Vengan aquí —exigió, y nos arrastramos sobre las sábanas como animales obedientes.
Sus manos nos dirigieron: una en mi nuca, otra en la cabeza de Miguel, guiándonos hacia sus pechos, hacia sus efectos pezones. Chupamos, lamimos y mordisqueamos, mientras ella gemía, dividida entre dos bocas. Luego, con un movimiento ágil, se giró de rodillas, exhibiendo ese culo monumental.
—Miguel —susurró, mirándolo por encima del hombro—. ¿A qué esperas?
Él dudó solo un instante antes de hundir la cara entre sus nalgas, devorándola como un niño hambriento. Yo me coloqué frente a ella, deslizando mi entrepierna contra sus labios húmedos. Clara tomó con ambas manos mi pija bien dura y la pajeó como poseída, sin pudor, mientras su boca buscaba la mía.
—Así me gusta —jadeó—. Compartir… pero sin perder el control. Seguí lamiendo, seguí chupando…así…mmmm…AHHHH- gritó en un sonoro e interminable orgasmo.
Y aunque Miguel y yo éramos títeres en su juego, ninguno quiso quejarse. El cuarto se llenó de jadeos, de piel contra piel, de un triángulo donde Clara reinaba.
Llamó al muchacho hacia adelante, le pidió que se arrodillara a mi lado y empezó a chuparle la pija mirándome fijo a los ojos sin soltar mi verga de su mano. Luego la acercó a su boca y la metió en ella sin sacar la de Miguel. Estaba chupándonoslo a ambos a la vez, yo sentía mi glande rozando contra el del plomero y siendo recorridos ambos por la lengua experta de mi mujer.
Nos tuvo unos minutos así hasta que nos pidió que la cogiéramos. -Primero los invitados- dijo-hay que ser buen anfitrión-
Miguel se acostó y ella guió su verga, dura e Iniesta, hacia su conchita. Se dejó caer lentamente mientras gemía. Yo, a su lado, me acariciaba lentamente la pija viendo la escena.
Clara aumentó el ritmo de la cabalgata hasta que su próximo orgasmo hizo que cayera sobre el cuerpo del joven. Aproveché ese instante para ir por detrás de ella e intentar algo con lo cual ella había fantaseado infinitas veces: tener dos vergas en ella. Lubriqué bien la zona con los dedos ensalivados, apoyé mi glande en su culo y empecé a hacer fuerza hacia su interior. Ella gemía y me alentaba a que la metiera de una vez. Así lo hice y ella lo festejó con un grito y un nuevo orgasmo que llenó de fluidos a todos.
Al principio fue caótico, no sabíamos cómo movernos, parecían movimientos torpes y distócicos, pero pronto tomamos sintonía y la cogida fluyó como jamás habíamos imaginado. Sentir el roce de la pija de otro tipo por dentro de mi mujer fue como llegar al paraíso, en diez o quince movimientos llegamos los tres a un fuerte orgasmo.
Al final, exhaustos, Clara se recostó entre los dos, su risa un eco satisfecho.
—La próxima vez —dijo, trazando círculos en mi pecho—, habrá que romper algo más en la casa.
Miguel y yo intercambiamos una mirada. No hizo falta responder. Nos vestimos y lo despedimos.
Clara lo siguió hasta la entrada, deteniéndolo con una mano en el brazo. —Gracias —susurró, acercándose hasta que sus cuerpos casi se tocaron—. Si necesitas… revisar algo más… ya sabes dónde estamos.
Miguel huyó como un cervatillo, pero su mirada ardiente al despedirse lo delató. Al cerrar la puerta, Clara se volvió hacia mí, su pecho alborotado y una sonrisa triunfal en los labios.
—¿Feliz? —preguntó, deslizando la bata al suelo.
La tomé de la cintura, sintiendo el latido de su piel. —Siempre —respondí, mientras sus uñas arañaban mi espalda y el eco de la tensión compartida nos consumía.
La próxima vez, quizás, Miguel no huiría. Pero por hoy, bastaba con el juego.
Te calentaste? Te leo o charlamos en tlgrm @eltroglodita
1 comentarios - Nosotros y el plomero