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Soy una perrita infiel y me abrieron

1. La llegada de Marco


No fue el murmullo general en la oficina lo que me hizo levantar la mirada. Tampoco el sonido de pasos nuevos, ni el tenue crujido del cuero de una maleta al ser apoyada en el suelo. Fue otra cosa. Algo menos tangible, pero más poderoso.


Marco no entró en la sala. Marco la llenó.


No fue su físico lo primero que me llamó la atención, aunque hubiera sido imposible no notarlo. Era alto, con una presencia que resultaba imposible de ignorar. Su piel oscura tenía un brillo cálido bajo la luz artificial, y sus hombros amplios le daban la apariencia de alguien que podía sostener el peso del mundo sin inmutarse.


Pero no fue solo eso.


Había algo en su forma de moverse, en cómo su ropa parecía hecha para su cuerpo y no al revés, en la manera en que observaba sin prisa, como si estuviera descifrando el espacio en lugar de simplemente ocuparlo.


Y luego habló.


—Soy Marco. Vengo del equipo de análisis. Estudié economía.


Su voz era grave, pero no áspera. Rica en matices, con una cadencia deliberada. No hablaba rápido ni arrastraba las palabras, sino que las dejaba caer con un peso calculado, como si supiera que el sonido de su voz bastaba para hacer que la gente escuchara con atención.


Y lo hicieron. Lo hicimos.


Me encontré mirándolo más de lo necesario. No debería haberlo hecho, pero lo hice. Fue un instante breve, un simple cruce de miradas. Pero algo dentro de mí se tensó, como si acabara de pisar una línea que no debía cruzar. Un escalofrío recorrió mi nuca.


No tenía razón para reaccionar así. Era solo un compañero nuevo. Solo otro integrante del equipo. Solo un hombre. Y, sin embargo, en lo más profundo de mi ser, algo en mí despertó. Llevaba diez años con Adalberto. Un matrimonio estable. Seguro. Sin sobresaltos. También sin fuego.


Cuando una relación sobrevive el tiempo suficiente, se instala en un terreno cómodo, predecible. Se vive en un espacio compartido donde todo está dicho, donde los silencios pesan menos porque se han vuelto rutina.


Adalberto y yo habíamos sido felices alguna vez. O al menos, eso creía recordar. Pero con los años, el deseo se había marchitado lentamente, como una vela que se consume sin que nadie se dé cuenta hasta que solo queda una mecha débil a punto de apagarse.


La última vez que habíamos hecho el amor fue meses atrás. Si es que podía llamarse así.


Había sido una rutina breve, casi mecánica. Unos besos distraídos, movimientos familiares que ya no llevaban sorpresas. Cuando terminó, suspiró, se giró hacia su lado de la cama y en minutos ya dormía.


Yo, en cambio, permanecí despierta, mirando el techo, sintiendo el peso de algo que no lograba nombrar.


No lo odiaba. No estaba molesta con él. Pero tampoco sentía nada. Me di cuenta de que hacía meses que no nos mirábamos realmente. No con atención. No con deseo.


El amor, si aún existía, había perdido su intensidad. Y de repente, ahí estaba Marco.


Un hombre del que no sabía nada, pero que con un par de frases y una mirada había hecho que algo en mi interior se revolviera.No lo entendía.Pero lo sentía.


Pasé el resto de la reunión tratando de ignorar esa sensación en mi piel, ese calor extraño que no debía estar ahí. Era absurdo. Pero cuando Marco se sentó a un par de lugares de distancia, cuando su voz resonó en el aire con naturalidad, con esa mezcla perfecta de confianza y carisma, supe que algo en mi día se había alterado.Y, lo que era peor, supe que no quería que volviera a la normalidad.Porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentía despierta.








2. Fantasías indebidas


Al principio, intenté convencerme de que no significaba nada.


Era solo un pensamiento fugaz, una reacción natural. Un hombre atractivo podía llamar la atención de cualquier mujer, y eso no implicaba que algo más fuera a suceder. Me repetía estas frases como si fueran un mantra, como si al decirlas con suficiente convicción pudiera aplacar la inquietud que crecía dentro de mí.


Pero el deseo no desaparece con la lógica.


Es una sombra que se desliza en la mente cuando menos lo esperas, que se oculta durante el día pero se manifiesta con fuerza en la quietud de la noche.


Y así fue como, sin darme cuenta, Marco comenzó a invadir mis pensamientos de formas que no podía controlar. La primera vez que soñé con él, me desperté con el corazón latiendo contra mi pecho.


En el sueño, su piel oscura contrastaba con la mía, sus manos fuertes me recorrían con una posesión indiscutible. Me sostenía con facilidad, como si mi cuerpo fuera ligero entre sus brazos, como si supiera exactamente dónde tocarme para hacerme temblar.


Su boca descendía por mi cuello, dejando un rastro de calor que se hundía en mi piel como una marca invisible. Sus labios recorrían mi clavícula, mis senos, bajaban lentamente por mi vientre…


Me desperté en la madrugada con un gemido ahogado.


Mi respiración era pesada, mi cuerpo caliente, la humedad entre mis piernas una prueba irrefutable de lo que mi subconsciente había hecho sin mi permiso.


Giré el rostro y encontré a Adalberto a mi lado, su espalda dándome la única cercanía que aún compartíamos.


El peso de la culpa cayó sobre mí como un manto denso, pero no lo suficiente para apagar el ardor que aún vibraba en mi piel.


No lo suficiente para hacer que dejara de desear lo que nunca debí desear.


Después de ese primer sueño, no hubo vuelta atrás.


Los pensamientos no solo volvieron, sino que se hicieron más persistentes. No importaba cuánto intentara mantener mi mente ocupada durante el día, cuántas veces me dijera que era absurdo, que todo era una fantasía sin sentido.


Porque cada noche, cuando apagaba la luz y cerraba los ojos, su imagen volvía.


Me imaginaba en la oficina, en un pasillo desierto, sintiendo su cuerpo cerca del mío. Me imaginaba un roce accidental que durara un segundo más de lo permitido, su aliento cálido contra mi oído cuando me inclinaba para susurrarme algo.


A veces, mientras escribía correos o atendía reuniones, sentía la piel erizarse sin motivo aparente. Pero sí había un motivo. Era él.


Era el pensamiento de sus manos grandes recorriendo mi espalda, de sus dedos fuertes sujetándome la cintura, de su boca firme descendiendo lentamente hasta mis muslos.


Eran imágenes que llegaban sin que yo las llamara.


Me sentía atrapada en una contradicción que no podía resolver. Durante el día, me reprimía. Durante la noche, me rendía.


Había momentos en los que me sorprendía a mí misma buscándolo sin querer.


Cuando entraba en la oficina, esperaba verlo. Cuando pasaba a su lado, inhalaba su perfume sin darme cuenta. Su voz resonaba en mi mente aun cuando no estaba cerca, esa voz profunda y serena que hacía que todo sonara más interesante, más íntimo.


Y cuando hablábamos, aunque solo fueran temas de trabajo, mi cuerpo reaccionaba antes que mi mente.


Mi pulso se aceleraba cuando sus ojos oscuros se fijaban en los míos por demasiado tiempo. Mi respiración se volvía más corta cuando su risa profunda vibraba en el aire. Y cuando él pasaba cerca de mí, el calor de su cuerpo irradiaba en la distancia, como una promesa tácita de lo que podría ser. Me imaginaba cosas que no debía imaginar.


Me imaginaba en la sala de reuniones después de que todos se hubieran ido, con su cuerpo empujándome contra la mesa, su boca tomando la mía con una urgencia contenida.


Me imaginaba en un ascensor vacío, atrapados en ese silencio tenso donde el deseo se vuelve insoportable hasta que finalmente cede.


Me imaginaba en la penumbra de una habitación desconocida, deslizándome sobre su piel cálida, sintiendo cada fibra de su cuerpo con una devoción casi religiosa.


Y cada vez que Adalberto me tocaba, cada vez que intentaba recuperar algo de lo que habíamos perdido, me descubría cerrando los ojos y pensando en otro hombre. Había momentos en los que intentaba detenerme.


Por las mañanas, cuando me despertaba junto a Adalberto, cuando veía su rostro tranquilo y confiado, cuando me besaba distraídamente en la mejilla antes de irse al trabajo, sentía una punzada de remordimiento.


Él no tenía idea de lo que pasaba en mi cabeza. No tenía idea de que, cuando él dormía, yo me mordía los labios para acallar los gemidos que no le pertenecían.


No tenía idea de que, mientras compartíamos la mesa del desayuno, yo estaba recordando la última fantasía que había tenido con otro hombre. La culpa llegaba como una ola, golpeando con fuerza.


Pero nunca era suficiente para ahogar el deseo. Porque la verdad, aunque no quería admitirla en voz alta, era simple. No quería dejar de pensar en Marco. No quería que las fantasías se detuvieran. Porque, después de tanto tiempo, sentirme deseada—aunque solo fuera en mi propia mente—me hacía sentir viva otra vez.




3. La decisión


Los límites rara vez se cruzan de golpe. Se erosionan poco a poco, como una orilla devorada por la marea.


Habíamos estado jugando a esto durante semanas. Un juego de miradas que duraban más de lo debido, de roces sutiles disfrazados de casualidad, de conversaciones cargadas de una electricidad invisible que nadie más parecía notar.


Al principio, todo podía justificarse. Nada era demasiado evidente, nada era demasiado comprometedor. Pero el deseo tiene la extraña costumbre de no quedarse quieto. Avanza por sí solo, toma espacio, se expande hasta que lo ocupa todo.


Esa noche, en el evento de la empresa, supe que ya no quedaba ningún refugio seguro.
Era una cena de gala, una de esas ocasiones donde la formalidad disfrazaba la incomodidad. Mesas largas, música ambiental, copas de vino llenándose con rapidez.


Llevaba un vestido negro que abrazaba mi cuerpo de la manera justa, lo suficientemente elegante para la ocasión, pero con el toque exacto de provocación que no me atreví a admitir ni siquiera ante mí misma. Me había mirado al espejo antes de salir, preguntándome si mi elección de atuendo tenía otro propósito.


Adalberto no estaba allí. No lo había invitado.


Y Marco sí.


Desde el momento en que llegué, sentí su mirada. No fue descarada ni insistente, pero estaba ahí, recorriéndome con la misma calma con la que siempre parecía analizarlo todo. Me estremecí, aunque la sala estuviera llena de gente.


Durante la cena, nuestros asientos estaban lo suficientemente lejos para evitar sospechas, pero lo suficientemente cerca para que pudiera verlo de reojo.


Él hablaba con naturalidad con los demás, riendo en los momentos adecuados, participando con inteligencia en las conversaciones. Pero de vez en cuando, su mirada se desviaba hacia mí.


No duraba más de un segundo. Un segundo donde sus ojos oscuros se clavaban en los míos, donde sus labios esbozaban una sonrisa imperceptible, donde su atención se concentraba únicamente en mí.


Un segundo que me dejaba sin aliento.
En algún punto de la noche, después de suficientes copas como para relajarme, pero no lo bastante para perder el control, salí a la terraza.


El aire nocturno me recibió con un alivio fresco. La ciudad brillaba ante mí con su luz infinita, con sus calles pulsantes de vida, con su anonimato reconfortante.


Escuché pasos detrás de mí.


No tuve que girarme para saber que era él.


—No te gustan este tipo de eventos, ¿verdad?


Su voz era baja, vibrante, con ese tono que siempre se instalaba demasiado cerca de mi piel.


Sacudí la cabeza y solté una risa suave.


—Digamos que hay cosas más interesantes.


Sentí su sonrisa antes de verla.


—Estoy de acuerdo.


Silencio. El tipo de silencio que no incomoda, sino que se llena de significado.


Lo sentí moverse apenas. No fue un movimiento obvio, no fue agresivo. Fue solo un ligero ajuste en la distancia entre nosotros. Lo suficiente para que su calor me alcanzara, para que su perfume amaderado se mezclara con el aire.


Mi respiración se alteró.


—Dime que pare —susurró, su aliento rozando mi cuello.


Fue un susurro íntimo, un roce de palabras que no debía escuchar tan de cerca. Cerré los ojos por un momento. No era una súplica. No era una orden. Era una invitación. La adrenalina se derramó en mis venas como un incendio controlado.


Mi cuerpo ya había tomado la decisión antes de que mi mente pudiera detenerlo.


Mi mano, temblorosa pero decidida, se posó sobre la baranda de la terraza, a escasos centímetros de la suya. Un espacio mínimo, un punto de contacto que no llegaba a consumarse. Pero él entendió. No lo detuve. No dije que no.


—No puedo —murmuré.


Fue todo lo que necesitó escuchar.
Intenté concentrarme en la charla con mis compañeros, en el ruido del salón, en la copa de vino entre mis manos. Pero lo sentía ahí.


Sabía que esto era un abismo.


Sabía que, si me acercaba demasiado, iba a caer.


Y, sin embargo, cuando la oportunidad se presentó, no dudé en tomarla.
El camino hasta el hotel fue un borrón de luces y latidos acelerados.
No hubo conversaciones innecesarias, no hubo justificaciones. No hubo culpa.


Solo el eco de su voz en mi piel, solo el fuego que ardía en mis entrañas, solo la certeza de que estaba a punto de hacer algo de lo que no podría arrepentirme. Algo que, en el fondo, había deseado desde el primer día.






4. La adoración prohibida


El hotel estaba cerca, pero el camino pareció eterno. No hablábamos, pero el deseo nos envolvía como un vórtice invisible.


Entramos en la habitación con una mezcla de prisa y reverencia. Apenas la puerta se cerró, Marco me acorraló contra la pared, su boca devorando la mía como si hubiera pasado años privado de ella. Su lengua se enredó con la mía, su aliento se mezcló con el mío, su cuerpo me sostuvo con firmeza, impidiéndome apartarme aunque nunca lo haría.


Su aroma era embriagador. Una mezcla de madera, especias y algo puramente masculino que me volvía loca. Sus manos recorrieron mi espalda, bajaron a mis caderas, moldearon mi cuerpo con la intensidad de quien reclama algo que siempre ha sido suyo.


—No sabes cuánto te he deseado —murmuró contra mi cuello, dejando un rastro de besos ardientes.


Su aliento me quemó la piel, y un escalofrío recorrió mi columna. Su voz ronca hacía que mi estómago se retorciera de anticipación. Sus manos encontraron la cremallera de mi vestido y la bajaron con una lentitud exasperante, como si quisiera prolongar la tortura.


No me quedé quieta.


Mis dedos encontraron su camisa y la desabroché con torpeza, con desesperación, con ansias de descubrir el cuerpo que tanto había imaginado. Cuando mi mano bajó por su abdomen firme y rozó el bulto en su pantalón, me detuve.


Lo sentí.


Duro. Palpitante. Inmenso.


Mi respiración se cortó.


Era… ¿era real?


Mi mano temblorosa descendió con más decisión y envolvió su longitud por encima de la tela.


Dios.


Era como sostener un arma de deseo, una promesa prohibida que no estaba segura de poder manejar. Era grueso, caliente, sólido como una roca. Nunca había sentido algo así antes.


Un jadeo escapó de mis labios. Marco sonrió contra mi piel, como si hubiera leído mi mente.


—¿Quieres verlo?


La pregunta flotó en el aire, pesada, casi peligrosa. Mi garganta estaba seca.


No respondí. Solo bajé la mirada cuando desabrochó su cinturón con un chasquido seco. Luego, la cremallera descendió lentamente, como si estuviera prolongando mi agonía.


Y entonces lo liberó. Mi boca se abrió en un gesto de puro asombro.


Era… enorme.


No solo grande. No solo imponente. Era desproporcionado, descomunal, casi obsceno. El aire en mis pulmones se negó a salir.


Mis ojos recorrieron cada detalle: la piel tersa, la textura suave pero firme, el grosor intimidante. Era una bestia, una criatura hecha para el pecado, y yo era la presa que estaba a punto de ser devorada.


Mis piernas se apretaron instintivamente, mi cuerpo tembló en una mezcla de deseo y pánico.


Adalberto nunca tuvo esto. Nunca.


Adalberto era… normal.


Esto no era normal. Esto era un desafío, una amenaza y una bendición al mismo tiempo.


Mi mirada ascendió lentamente hasta encontrar la de Marco.


Él arqueó una ceja, disfrutando cada matiz de mi expresión.


—¿Asustada?


Tragué saliva con dificultad.


Podía mentir. Podía decir que no, que no me intimidaba en lo absoluto. Pero la verdad era que estaba aterrada.


Aterrada y… ansiosa.


—No —mi voz era un susurro ahogado—. Ansiosa.


Marco soltó una carcajada baja y peligrosa.


—Eso pensé.


Me levantó con facilidad y me llevó a la cama, como si no pesara nada. Sus manos firmes me posicionaron con precisión sobre el colchón, con las piernas separadas, con el cuerpo tembloroso de anticipación.


—Voy a hacer que lo tomes todo —susurró contra mi piel—. Y cuando lo hagas… no querrás otra cosa.


Su boca descendió, recorriendo mi piel con el fervor de un amante paciente, de un hombre que sabía exactamente cómo hacerme suplicar.


Mis piernas se abrieron con naturalidad, como si siempre hubieran estado esperando esto. Cuando su lengua me tocó, un grito ahogado escapó de mis labios.


Dios. Era lento, meticuloso, devastador.


Su lengua se movía en círculos, presionando en el punto exacto que me hacía temblar, provocando que mi espalda se arqueara sin control. Su boca me atrapaba y me liberaba en un ritmo que me estaba volviendo loca. Su lengua era fuego, su aliento era el viento que lo avivaba, y yo era la leña consumiéndose en su lujuria.


—Marco…


No podía más.


El orgasmo crecía dentro de mí, una ola imparable, pero cuando estuve al borde, se detuvo.


Mi protesta murió en mi garganta cuando sentí la cabeza de su miembro rozándome, deslizándose entre mis pliegues empapados.


—Eres tan estrecha… —su voz era grave, vibrante, llena de deseo contenido—. No sé si puedas conmigo.


Me agarró de las caderas y me jaló hacia él.


—Haz que pueda —susurré, la voz temblorosa de anticipación.


Empujó lentamente.


Mi cuerpo se abrió para recibirlo, estirándose con cada centímetro que entraba en mí.


Era demasiado.


Me aferré a sus hombros, mis uñas hundiéndose en su piel mientras avanzaba más, llenándome de una manera que nunca había experimentado antes.


Salió casi por completo y luego volvió a hundirse con más fuerza. Un grito ahogado escapó de mi boca.


Mis piernas se enroscaron alrededor de su cintura, aferrándome a él mientras sus embestidas se volvían más profundas, más intensas.


Me giró con facilidad, llevándome sobre él. Ahora estaba arriba, mis manos en su pecho, mi cabello cayendo sobre mis hombros mientras me deslizaba sobre su dureza.


El placer se extendía en ondas por mi cuerpo, creciendo, devorándome, consumiéndome en una espiral de éxtasis.


—Mírate —gruñó—. Tomándome hasta el fondo.


Mi cabeza cayó hacia atrás cuando una ola de placer me recorrió de pies a cabeza.


Marco se incorporó, sus labios atrapando un pezón entre sus dientes, su lengua acariciándolo mientras sus manos guiaban mis caderas, marcando el ritmo que nos llevaba al abismo.


El orgasmo me alcanzó con la fuerza de un relámpago. Mis piernas temblaron, mi cuerpo se tensó y se derrumbó sobre él mientras me desmoronaba en su abrazo.


Marco me siguió un segundo después, sus manos aferrando mis caderas mientras se hundía profundamente en mí una última vez, llenándome por completo.


Nos desplomamos juntos.


El sudor perlaba nuestras pieles, nuestras respiraciones eran erráticas, nuestros cuerpos aún entrelazados.


Me giré para mirarlo.
Su mirada encontró la mía.
Sabíamos lo que habíamos hecho. Sabíamos que no había marcha atrás.
Yo ya no era la misma.
Y no me arrepentía.

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