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Mi fiel esposa María y mi cuñada

Era una tarde calurosa de verano, de esas en las que el sol parece derretir hasta las ideas. En el patio trasero de mi casa, el viejo albañil, don Rufino, sudaba la gota gorda mientras reparaba la parrilla. El hombre, de unos sesenta y tantos, tenía el pelo gris desordenado y una barba que parecía no haber visto una navaja en semanas. Sus manos ásperas movían los ladrillos con la precisión de quien lleva décadas en el oficio, y de vez en cuando soltaba un gruñido de esfuerzo o un comentario sobre el calor.


María, mi esposa, y Marcela, mi cuñada, estaban sentadas en la galería tomando limonada. Las dos se miraban de reojo, con esa complicidad que solo tienen quienes han tramado algo. María, con su sonrisa pícara, dejó el vaso sobre la mesa y dijo en voz baja: 
—¿Te imaginás la cara de don Rufino si lo hacemos reír un poco? El pobre parece aburrido ahí solo con sus ladrillos. 
Marcela, siempre más atrevida, arqueó una ceja y respondió: 
—¿Reírlo? Yo digo que lo hagamos sonrojar. Apostemos a ver quién lo pone más nervioso.


Y así empezó el juego. María se levantó primero, ajustándose el vestido floreado que llevaba puesto, y caminó hacia don Rufino con una bandeja de limonada fresca. 
—Don Rufino, ¿no quiere algo frío? Está trabajando demasiado duro bajo este sol —dijo ella, con un tono dulce que casi sonaba teatral. 
El viejo levantó la vista, parpadeó confundido y murmuró un “gracias, señora” mientras tomaba el vaso. Pero María no se fue. Se quedó ahí, inclinándose un poco más de lo necesario para señalar un ladrillo torcido y diciendo: 
—Usted sí que sabe cómo manejar las cosas, ¿eh? Tiene unas manos fuertes. 


Don Rufino carraspeó, claramente descolocado, y se rascó la nuca sin saber qué responder. Desde la galería, Marcela soltó una risita y decidió que era su turno. Se acercó con ese contoneo suyo que siempre usa para llamar la atención, llevando un paño húmedo. 
—Ay, don Rufino, mire cómo está de sudado. Déjeme ayudarlo —dijo, y sin esperar respuesta, le pasó el paño por la frente con una lentitud exagerada. 
El pobre hombre se puso rojo como tomate, balbuceando algo sobre que no era necesario, pero Marcela siguió: 
—Un hombre como usted, tan trabajador… Seguro que en sus tiempos mozos rompía corazones, ¿no?


Yo, que estaba observando todo desde la ventana de la cocina, no sabía si reír o salir a rescatar al albañil. Don Rufino, atrapado entre las dos, dejó caer una palita al suelo y empezó a tartamudear excusas para seguir con su trabajo. María y Marcela, muertas de risa, volvieron a la galería, chocando sus vasos de limonada como si acabaran de ganar una medalla. 
—¿Viste cómo se le subieron los colores? —dijo María entre carcajadas. 
—Creo que gané yo —replicó Marcela, guiñándole un ojo.


Don Rufino, por su parte, terminó la parrilla en tiempo récord esa tarde. Antes de irse, me miró con cara de quien ha sobrevivido a un huracán y me dijo: 
—Su familia es… muy amable, señor. Muy amable. 
No supe qué contestar, pero estoy seguro de que no volverá a aceptar limonadas tan fácilmente.


Después de su pequeña victoria con don Rufino, María y Marcela no parecían dispuestas a bajar el ritmo. Mientras yo las observaba desde la cocina, terminando de lavar unos platos, las dos intercambiaron otra mirada traviesa. María se acercó a la ventana y me llamó con un tono casual: 
—¿Qué estás haciendo ahí, cariño? ¿No te aburre estar encerrado? 
—Solo limpiando un poco —respondí, secándome las manos con un trapo, pero antes de que pudiera decir más, Marcela asomó la cabeza y agregó: 
—Vamos a ver qué tan dormilón estás hoy. No te escapes, ¿eh?


No les di mucha importancia y me fui al living. Me tiré en el sillón, agotado por el calor y el ajetreo del día, y decidí cerrar los ojos un rato, simulando que me había quedado dormido. Escuché sus risitas alejándose por el pasillo y, por un momento, pensé que el juego había terminado. Qué equivocado estaba.


Unos minutos después, el sonido de pasos suaves volvió al ambiente. Entreabrí un ojo lo justo para verlas pasar como sombras rumbo al patio. María y Marcela habían desaparecido en el dormitorio y ahora reaparecían con un plan aún más audaz. Se habían puesto bikinis, pero no cualquiera: habían elegido las más pequeñas que encontraron en el cajón, esas que guardan para los días de playa donde quieren impresionar. María llevaba uno rojo brillante que apenas cubría lo esencial, y Marcela, fiel a su estilo desafiante, lucía uno negro que parecía más un desafío a la gravedad que una prenda.


Sin hacer ruido, salieron al parque trasero, donde don Rufino seguía apilando los últimos ladrillos de la parrilla. Las dos se instalaron en un par de reposeras que habíamos dejado cerca de la pileta, estratégicamente colocadas a la vista del albañil. Se tumbaron boca abajo, con sus tremendas colas al aire, brillando bajo el sol como si fueran parte de una escena de película. De vez en cuando, María se estiraba exageradamente, fingiendo ajustar su bikini, mientras Marcela se pasaba una mano por el pelo y dejaba caer comentarios en voz alta: 
—Ay, María, qué lindo día para broncearse, ¿no? Lástima que no haya nadie que nos traiga una limonada… 


Don Rufino, que hasta ese momento había logrado recuperar algo de compostura, levantó la vista casi por instinto. El pobre hombre dejó caer un ladrillo entero, que se estrelló contra el suelo con un ruido seco. Se quedó inmóvil por un segundo, con la cara otra vez colorada, y luego empezó a murmurar algo sobre “terminar rápido” mientras recogía sus herramientas con manos temblorosas. María y Marcela, desde sus reposeras, apenas podían contener la risa, tapándose la boca para que no las descubriera.


Yo, todavía tirado en el sillón, escuchaba el caos desde adentro y decidí que era mejor seguir fingiendo mi siesta. Si salía a enfrentarlas, sabía que me iban a arrastrar a su broma, y no estaba seguro de querer ser el próximo en hacer quedar mal a don Rufino. Así que me quedé quieto, dejando que el albañil lidiara con su propio destino bajo el sol ardiente y las miradas de esas dos conspiradoras.


El sol seguía castigando el patio, y María y Marcela, decididas a no dejar caer la intensidad de su juego, sacaron un frasco de protector solar. María fue la primera en actuar: se sentó en la reposera, desató la parte de arriba de su bikini con un movimiento lento y empezó a untarse el protector en el pecho, asegurándose de que cada gesto fuera visible. Marcela, no queriendo quedarse atrás, hizo lo mismo, exagerando cada movimiento mientras miraba de reojo hacia don Rufino.


Después de un rato, María le pasó el frasco a Marcela con una sonrisa cómplice. 
—Ahora vos, ayudame con la espalda… y más abajo —dijo en voz alta, lo suficiente como para que el albañil la oyera. Marcela se puso de rodillas detrás de ella y empezó a extender el protector por la espalda de María, bajando hasta el culo con una lentitud casi teatral. Luego intercambiaron roles, y María le devolvió el favor, untando el protector en las curvas de Marcela mientras las dos soltaban risitas y comentarios como “qué suave queda la piel así”.


Don Rufino, que intentaba mantenerse enfocado en los ladrillos, no pudo evitar girar la cabeza. Las miraba de reojo, con esa mezcla de vergüenza y curiosidad que lo tenía atrapado. Bajo su pantalón de trabajo gastado, se notaba que algo empezaba a moverse; su verga se hinchaba poco a poco, traicionando su intento de mantener la compostura. Cada tanto, sus ojos saltaban de las dos mujeres hacia la casa, como si temiera que yo apareciera de repente y lo pillara en pleno espectáculo.


Disimulando, dejó la palita a un lado y se levantó, murmurando algo sobre “buscar un clavo” que nadie le creyó. Caminó hacia la casa con pasos torpes, echando vistazos rápidos por las ventanas. Yo, que lo vi venir desde el sillón, me tiré de nuevo y cerré los ojos, fingiendo otra vez que estaba dormido. Mi respiración lenta y el brazo colgando del sillón debieron convencerlo, porque lo escuché soltar un suspiro de alivio antes de volver al patio.


Con esa confirmación de que no había moros en la costa, don Rufino decidió que ya no había vuelta atrás. Se quitó la camisa con un movimiento rápido, dejando al descubierto un torso sorprendentemente firme para su edad: curtido por años de trabajo al sol, con músculos definidos que nadie hubiera esperado bajo esa pinta de viejo gruñón. Se quedó en cuero, y mientras pasaba una mano por su pecho sudoroso, la otra bajó disimuladamente hacia su pantalón. Acarició su verga por encima de la tela, apretándola un poco para que se marcara más, hinchada y dura, como si quisiera asegurarse de que las dos mujeres notaran el efecto que estaban teniendo.


María y Marcela, que no se perdían detalle, dejaron de aplicarse el protector por un segundo y se miraron con los ojos bien abiertos, entre sorprendidas y muertas de risa. Pero no dijeron nada; solo volvieron a sus poses en las reposeras, subiendo un poco más las caderas para mantener el juego en marcha. Don Rufino, con la respiración agitada, seguía de pie, atrapado entre el deseo de acercarse y el miedo de cruzar una línea que no podía deshacer.


Y yo, desde mi sillón, seguía escuchando el murmullo del patio, preguntándome cuánto más iba a durar esta locura antes de que alguien —probablemente yo— tuviera que ponerle fin.


El aire en el patio estaba cargado, como si el calor del sol se hubiera mezclado con una electricidad que nadie podía ignorar. María, recostada en su reposera, decidió llevar las cosas un paso más allá. Con un movimiento lento y deliberado, separó las piernas, dejando que la tela mínima de su bikini rojo se apartara lo suficiente como para revelar su conchita perfectamente depilada, brillando bajo la luz del sol. No dijo nada, solo dejó que el gesto hablara por sí mismo, mientras sus ojos se entrecerraban con una mezcla de diversión y desafío.


Marcela, que nunca se dejaba opacar, respondió al instante. Con dedos ágiles, desató las tiritas de la parte superior de su bikini negro y lo dejó caer a un lado. Sus grandes tetas quedaron libres, apretadas contra la reposera, desbordándose hacia los costados como si quisieran escapar. El contraste de su piel bronceada con esos pechos generosos era imposible de ignorar, y ella lo sabía. Se acomodó un poco más, asegurándose de que la vista fuera perfecta desde donde estaba don Rufino.


El albañil, por su parte, había abandonado toda pretensión de trabajo. La palita y los ladrillos quedaron olvidados en el suelo, y él se quedó de pie, con la mirada fija en las dos mujeres. Su mano derecha seguía acariciando su verga por encima del pantalón, que ya no podía ocultar lo que estaba pasando. Cada vez más grande y dura, la tela se tensaba tanto que parecía a punto de ceder. Entonces, con un movimiento casi instintivo, se la acomodó dentro del pantalón, pero no pudo evitar que el glande asomara por la cintura, rozando casi hasta su ombligo. Era evidente que la tenía muy grande, y la piel rosada del extremo contrastaba con el bronceado de su torso, dejando poco a la imaginación.


María y Marcela, que hasta ese momento habían mantenido el control del juego, se giraron casi al unísono para verlo. Sus ojos se abrieron un instante, sorprendidas por el tamaño y la audacia del viejo albañil. Luego, como si hubieran ensayado el gesto, ambas se relamieron los labios lentamente, primero María con una sonrisa traviesa, y después Marcela con un brillo en los ojos que prometía problemas. Ninguna dijo una palabra, pero el mensaje estaba claro: el juego había subido de nivel, y ninguna de las dos pensaba retroceder.


Don Rufino, con la respiración entrecortada y el pecho subiendo y bajando, seguía paralizado, atrapado entre la incredulidad y el deseo. Su mano temblaba un poco mientras sostenía su verga, como si no supiera si seguir adelante o salir corriendo. Desde mi sillón, con los ojos entreabiertos, podía escuchar los sonidos del patio: el crujir de las reposeras, el susurro de sus risitas, y el jadeo leve pero inconfundible del albañil. Me pregunté cuánto tiempo más podría fingir que dormía antes de que esta locura me obligara a levantarme y tomar cartas en el asunto.


El ambiente en el patio había alcanzado un punto de ebullición, aunque el sol no tenía toda la culpa. María, todavía recostada, se inclinó hacia Marcela y le susurró algo al oído, algo que hizo que ambas giraran la cabeza al mismo tiempo hacia don Rufino. Sus ojos se clavaron en la verga del albañil, que sobresalía orgullosa por encima de la cintura de su pantalón, y una sonrisa idéntica se dibujó en sus rostros. Era como si acabaran de sellar un pacto sin palabras.


María se levantó primero de la reposera, moviendo su culazo con una cadencia exagerada mientras caminaba hacia la casa. Cada paso parecía calculado para mantener la atención del viejo, pero su verdadero objetivo era comprobar mi estado. Entró al living, donde yo seguía tirado en el sillón, roncando con un volumen que hasta a mí me sorprendió. Se acercó lo suficiente para ver mi pecho subir y bajar con un ritmo profundo, y satisfecha con mi supuesta inconsciencia, le hizo una seña discreta a Marcela con la mano.


Marcela no perdió el tiempo. Se puso de pie, con las tetotas al aire bamboleándose con cada paso decidido hacia don Rufino. El albañil la miró venir, atónito, con los ojos bien abiertos y la boca entreabierta, incapaz de articular palabra. Antes de que pudiera reaccionar, Marcela estiró una mano atrevida y le agarró la verga por encima del pantalón. Con un tirón rápido, le desprendió el botón y bajó la cremallera, dejando caer la prenda al suelo. La verga de don Rufino, de un color moreno intenso, gruesa y venosa, quedó completamente expuesta, palpitando bajo la mirada incrédula del hombre.


Sin darle tiempo a procesar lo que pasaba, Marcela se arrodilló frente a él y empezó a chuparla con una determinación que no dejaba lugar a dudas. Sus labios se deslizaban por esa superficie rugosa, dejando un rastro húmedo mientras el albañil soltaba un gemido ronco, atrapado entre el shock y el placer. Sus manos temblaban en el aire, como si no supiera dónde ponerlas, mientras sus ojos se cerraban a medias.


María, desde la casa, escuchó los sonidos que empezaban a filtrarse desde el patio. Al confirmar que mis ronquidos seguían fuertes y constantes, decidió que no había razón para quedarse fuera de la acción. Regresó al patio con pasos rápidos, se arrodilló junto a su hermana y, sin mediar palabra, se unió a la mamada. Las dos bocas trabajaron en sincronía, turnándose y a veces chocando en un caos húmedo y desordenado. La verga de don Rufino, ahora brillosa y lubricada por la saliva de ambas, parecía crecer aún más bajo tanta atención, mientras el viejo albañil dejaba escapar gruñidos que resonaban en el aire caliente.


Yo, desde mi sillón, seguía con los ojos cerrados, pero los sonidos del patio empezaban a colarse en mi supuesta siesta. Los ronquidos que tan bien fingía eran mi única defensa contra lo que estaba pasando afuera, aunque una parte de mí comenzaba a preguntarse si este juego había ido demasiado lejos… o si todavía podía ir más.


El patio estaba envuelto en una tensión ardiente, el aire cargado de jadeos y el brillo del sudor bajo el sol implacable. María y Marcela habían saciado su apetito inicial por la vergota de don Rufino, dejándola empapada y resbaladiza tras su ataque a dos bocas. La verga, gruesa y venosa, palpitaba en el aire, brillando con la saliva que goteaba desde la punta hasta el césped. Las dos se miraron, jadeando levemente, con las mejillas enrojecidas y los labios hinchados por el esfuerzo. Fue Marcela quien rompió el silencio primero, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano mientras se ponía de pie. 
—Voy a chequear que siga en su siesta —dijo con un guiño, y caminó hacia la casa con las tetotas bamboleándose libres, sus pezones duros como piedras bajo la luz.


Desde mi sillón, escuché sus pasos acercarse y volví a mi actuación estelar: ronquidos profundos, la cabeza ladeada y un brazo colgando flojo a un lado. Marcela asomó la cabeza por la ventana, entrecerrando los ojos para observarme. Mi respiración fingida era tan convincente que hasta yo me lo creí por un segundo. Satisfecha, giró hacia el patio y levantó el pulgar hacia María, dándole el visto bueno. Mi esposa, que seguía de rodillas frente a don Rufino con la boca todavía saboreando la verga del albañil, sonrió al recibir la señal. Se apartó lentamente, dejando que el glande rozara sus labios una última vez antes de ponerse de pie.


María miró a don Rufino con ojos encendidos y le hizo un gesto con la cabeza. 
—Vení, seguime —dijo en un tono bajo pero firme, mientras caminaba hacia una pared del patio que ofrecía un poco de sombra. Una vez allí, se inclinó hacia adelante, apoyando las manos contra el concreto áspero. Con un movimiento rápido, corrió la tira mínima de su tanga roja hacia un lado, dejando al descubierto su conchita depilada y mojada, los labios hinchados y brillantes por la excitación. La invitación era clara, y el albañil, con la respiración agitada y los ojos vidriosos de deseo, no se hizo esperar.


Don Rufino se acercó con pasos torpes, la vergota oscilando entre sus piernas como un mástil de carne. La tomó con una mano callosa, guiándola hacia la entrada de María. La punta rozó los labios vaginales por un instante, lubricándose con los jugos que ya goteaban por sus muslos, antes de que él empujara con fuerza. De un solo golpe, enterró toda la longitud en ella, los huevos peludos chocando contra su culo con un sonido seco. María dejó escapar un gemido contenido, mordiéndose el labio inferior para no gritar mientras su cuerpo se estremecía por la invasión repentina. La verga, gruesa y dura, llenaba cada rincón de su interior, estirándola hasta el límite.


El albañil empezó a cojerla con una determinación brutal, sus caderas golpeando contra las nalgas de María en un ritmo salvaje. Cada embestida hacía que el culazo de mi esposa temblara, la piel ondulando con cada impacto mientras sus tetas rebotaban bajo el bikini desajustado. Los gemidos de María salían entrecortados, ahogados en su garganta para no alertar a nadie —o sea, a mí—, pero eran lo bastante intensos como para que don Rufino gruñera en respuesta, perdido en el placer. Sus manos ásperas se aferraron a las caderas de María, clavándose en la carne mientras la penetraba sin descanso, la verga entrando y saliendo con un sonido húmedo que resonaba en el patio.


No pasó mucho antes de que María empezara a temblar. El primer orgasmo la golpeó como un relámpago, sus piernas flaquearon y un chorro caliente empapó la enorme verga del albañil, goteando por sus muslos hasta el suelo. Antes de que pudiera recuperarse, un segundo clímax la atravesó, aún más intenso, haciendo que sus rodillas cedieran y sus gemidos se convirtieran en jadeos desesperados. Don Rufino, sudoroso y jadeante, siguió dándole con fuerza hasta que María, exhausta, levantó una mano para detenerlo. Con un movimiento lento, se desenganchó de la verga, que salió de ella con un sonido húmedo, brillando con sus jugos y palpitando en el aire.


María respiró hondo, apoyándose en la pared para no caerse, y llamó a Marcela con un grito ronco: 
—Vení, tu turno. —Luego, con una risita entre jadeos, agregó—: Cuidado, la tiene muy gruesa este viejo. 
Marcela, que había estado mirando desde la reposera con una mano entre las piernas, se acercó con una sonrisa desafiante. 
—Más linda para mi culo, entonces —respondió, relamiéndose los labios mientras se ponía en posición.


María, todavía temblorosa, dejó a su hermana con el albañil y caminó hacia la casa para controlarme otra vez. Entró al living, donde yo seguía en mi papel de dormido, roncando con una precisión que merecía un premio. Se acercó lo suficiente como para oler el sudor en mi piel y confirmar que mis ojos estaban cerrados. Satisfecha, sonrió para sí misma y se dio media vuelta, lista para volver al patio y ver cómo Marcela manejaba lo que ella acababa de dejar atrás.


El patio seguía siendo un hervidero de calor y deseo, el césped salpicado por los rastros húmedos de lo que acababa de pasar con María. Marcela, con el cuerpo brillante de sudor y protector solar, se acercó a la pared donde su hermana había estado momentos antes. Adoptó la misma posición sin dudarlo: se inclinó hacia adelante, apoyando las manos contra el concreto caliente y separando las piernas con un movimiento firme. Sus tetotas colgaban pesadas, rozando la pared mientras su culo se alzaba en el aire, redondo y firme bajo la luz del sol. Con dos dedos, corrió la tira mínima de su tanga negra hacia un lado, dejando al descubierto su concha húmeda y depilada, los labios rosados brillando con jugos que goteaban por el interior de sus muslos. Miró a don Rufino por encima del hombro, sus ojos encendidos con una mezcla de desafío y lujuria, y dijo con voz ronca: 
—Ahora me toca a mí, viejo. Vamos, no te hagas el tímido.


Don Rufino, todavía jadeante por el esfuerzo con María, se acercó con la vergota en la mano. La tomó desde la base, el glande morado y brillante apuntando como una lanza mientras la guiaba hacia la concha húmeda de Marcela. La punta rozó los labios vaginales con una caricia húmeda, deslizándose entre los pliegues empapados como si quisiera probar el terreno. Los jugos de Marcela chorreaban sobre la verga, lubricándola aún más, y don Rufino gruñó bajo, preparándose para empujar. Pero antes de que pudiera hundirse en ella, Marcela levantó una mano con un gesto brusco y lo detuvo en seco, clavándole una mirada feroz. 
—No, nene —dijo con una sonrisa torcida que dejaba entrever sus dientes—. Le toca a mi culo. Quiero esa poronga gorda abriéndome el orto, así que hacelo bien.


El albañil parpadeó, sorprendido, y bajó la vista al culo de Marcela. El agujero era un círculo diminuto y apretado, apenas visible entre las nalgas bronceadas, un contraste evidente con la concha empapada que tenía justo debajo. Comprobando lo cerrado que estaba, don Rufino decidió no arriesgarse a ir directo. Mojó los dedos índice y medio en el flujo abundante de su concha, sumergiéndolos en la carne caliente y resbaladiza hasta que quedaron cubiertos de una capa espesa de jugos blancos y pegajosos. Los levantó, dejando que un hilo viscoso colgara entre sus dedos y el sexo de Marcela, y los acercó al culo con una precisión casi quirúrgica. Presionó el índice primero, forzando la entrada en el anillo apretado. El músculo resistió un segundo antes de ceder, y el dedo se deslizó hasta el segundo nudillo con un sonido húmedo. Marcela soltó un gemido bajo y gutural, una mezcla cruda de incomodidad y placer que hizo que sus nalgas se tensaran y temblaran. Don Rufino movió el dedo en círculos lentos, abriendo el paso, sintiendo cómo las paredes internas se relajaban poco a poco bajo la presión. Sin darle mucho respiro, añadió el dedo medio, estirándola más. El agujero se abrió con un leve "pop", y Marcela arqueó la espalda violentamente, dejando escapar un gemido más fuerte que resonó en el patio como un eco salvaje. Sus tetotas chocaron contra la pared, los pezones raspándose contra el concreto mientras sus uñas se clavaban en la superficie, dejando pequeñas marcas.


—Apúrate, viejo, mierda —jadeó Marcela, la voz rota por la intensidad—. Que se puede despertar el cornudo de mi cuñado y nos jode todo esto. ¡Dale ya! 
Don Rufino gruñó en respuesta, un sonido animal que salió desde lo profundo de su garganta. Sacó los dedos con un movimiento rápido, dejando el culo de Marcela entreabierto y brillante por los jugos. Tomó la vergota con ambas manos, alineándola con el agujero que acababa de preparar. La punta, gruesa como una ciruela y empapada de líquidos, presionó contra el anillo apretado, forzándolo a abrirse con una lentitud implacable. Marcela contuvo el aliento, sus ojos entrecerrados mientras el glande empezaba a entrar, estirando la piel a su alrededor hasta que el músculo cedió por completo. El albañil empujó firme pero sin pausa, hundiendo la verga centímetro a centímetro en el culo de mi cuñada. La longitud morena y venosa desaparecía dentro de ella, las venas abultadas rozando contra las paredes internas como si tallaran un camino. Marcela dejó escapar un gemido agudo y desgarrador, una mezcla visceral de dolor y placer que hizo temblar sus piernas. Sus nalgas se cerraron instintivamente alrededor de la verga, pero don Rufino no se detuvo: siguió adelante hasta que los huevos peludos y pesados chocaron contra sus muslos con un golpe seco, los 25 centímetros de carne dura enterrados hasta la raíz en su orto.


Marcela respiró hondo, el cuerpo temblando mientras se adaptaba al grosor que la llenaba por completo. Don Rufino empezó a moverse, sacando la verga casi hasta la punta antes de volver a hundirla con una precisión brutal. Las primeras embestidas fueron lentas pero profundas, cada golpe un asalto calculado que hacía que las nalgas de Marcela temblaran violentamente, la piel ondulando en ondas que subían hasta su espalda baja. La verga entraba y salía con un sonido húmedo y obsceno, un "schlop-schlop" constante que se mezclaba con los gemidos de mi cuñada: al principio cortos y agudos, como si el dolor inicial la dominara, pero pronto se volvieron largos y roncos, cargados de un placer salvaje que la consumía. Sus tetotas rebotaban contra la pared con cada embestida, los pezones rozando el concreto hasta dejar marcas rojas en la piel sensible. Las manos ásperas del albañil se aferraban a sus caderas, las uñas cortas y sucias clavándose en la carne mientras la follaba sin pausa, el sudor goteando de su frente y salpicando la espalda de Marcela.


El ritmo de don Rufino era implacable, usando toda la longitud de la verga para abrirle el culo con una determinación casi mecánica. Cada vez que la sacaba, el agujero de Marcela se cerraba un poco antes de ser forzado de nuevo, dejando un rastro de jugos y sudor que goteaba por sus nalgas. Ella empezó a perder el control: sus piernas temblaban como si estuvieran a punto de ceder, sus gemidos se convirtieron en gritos ahogados que apenas podía contener mordiéndose los labios. De pronto, un orgasmo la golpeó como un tren de carga. Su concha, aunque no tocada, explotó en un chorro caliente que salpicó el césped y las piernas de don Rufino, mientras su culo se apretaba alrededor de la verga con espasmos violentos, exprimiéndola como si quisiera triturarla. El clímax fue tan intenso que sus rodillas se doblaron, y tuvo que aferrarse a la pared con más fuerza para no caer. Pero no terminó ahí: un segundo orgasmo llegó segundos después, aún más devastador. Su cuerpo se convulsionó, un nuevo torrente de jugos brotó de su concha, empapando todo a su paso, y un grito ronco escapó de su garganta mientras el culo seguía siendo perforado por la vergota implacable. Marcela jadeaba como si le faltara el aire, los ojos en blanco y la boca abierta, perdida en una cascada de placer incontrolable que la dejaba al borde del desmayo.


Don Rufino, con el rostro congestionado y el sudor corriendo por su torso como un río, seguía dándole con una ferocidad animal, gruñendo con cada embestida mientras sus huevos chocaban contra las nalgas temblorosas de Marcela. El patio resonaba con los sonidos de la carne contra la carne, los gemidos desgarrados y el chapoteo húmedo de los jugos que salpicaban el suelo. Desde mi sillón, los ruidos se filtraban a través de mi fachada de ronquidos profundos, cada grito y golpe perforando mi "sueño" como una aguja. Mi respiración fingida empezaba a fallar, y una parte de mí se debatía entre mantener la farsa o abrir los ojos para enfrentar el caos que se desataba a pocos metros de mí.


María dejó de espiarme desde la ventana del living, satisfecha con mis ronquidos profundos y mi aparente inconsciencia. El sonido de los gemidos desgarrados de Marcela y el ritmo constante del culo siendo perforado por la vergota del albañil la llamaron de vuelta al patio. Caminó con pasos rápidos, el culazo todavía temblando por los orgasmos que había tenido minutos antes, la tanga roja descolocada dejando entrever los labios hinchados y brillantes de su concha. Cuando llegó a la pared, vio a su hermana en plena enculada: Marcela, inclinada contra el concreto caliente, con las piernas separadas y temblorosas, las nalgas abiertas y rojas por los golpes de los huevos peludos de don Rufino. La vergota morena, gruesa como un brazo y cubierta de venas palpitantes, entraba y salía del culo de Marcela con un ritmo lento pero implacable, cada embestida sacando un gemido ronco que mezclaba dolor y éxtasis. Los jugos de su concha chorreaban por sus muslos, formando un charco en el césped, mientras sus tetotas rebotaban contra la pared, los pezones oscuros y endurecidos raspándose contra el concreto hasta dejar marcas rojas en la piel.


María se acercó, admirada y sorprendida, y soltó una carcajada baja mientras se cruzaba de brazos. 
—Qué guacha sos, Marcela —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo mierda podés aguantar semejante pija en el culo? ¡Eso te tiene que estar partiendo en dos! 
Marcela, con los ojos rojos y llorosos por la intensidad, giró la cabeza hacia su hermana. Las lágrimas le corrían por las mejillas, dejando surcos en el sudor y el polvo que le cubrían la cara, pero una sonrisa torcida y desafiante se dibujó en sus labios resecos. Entre jadeos, respondió: 
—¿Y por qué no nos tomamos juntas la leche que deben tener esos huevos gordos? —Su voz salió entrecortada, pero cargada de una picardía que hizo que María abriera los ojos con una mezcla de asombro y entusiasmo.


Sin esperar respuesta, Marcela respiró hondo y, con un gemido de esfuerzo, se desenganchó de la vergota del albañil. Don Rufino desaceleró, dejando que la verga saliera de su culo con un sonido húmedo y viscoso, el agujero entreabierto y palpitante, rojo por el roce brutal. Marcela se enderezó lentamente, el cuerpo temblando de pies a cabeza, las piernas débiles y el culo dolorido por la follada implacable. María, todavía con el sabor de la verga en la boca desde antes, se acercó a su hermana y la tomó de la mano. Juntas, con pasos torpes pero decididos, agarraron a don Rufino por los brazos y lo guiaron hacia las reposeras, dejando un rastro de sudor y jugos en el césped. El albañil, con el pecho subiendo y bajando como un fuelle y la vergota oscilando entre sus piernas, las siguió sin resistencia, perdido en una nube de deseo y agotamiento.


Cerca de las reposeras, María y Marcela se arrodillaron frente a él, sus cuerpos brillantes bajo el sol: María con el bikini rojo desajustado, las tetas a punto de escapar y los muslos empapados; Marcela con las tetotas al aire, los pezones duros y el culo todavía temblando por la enculada. Don Rufino se paró frente a ellas, la vergota erecta y palpitante, la punta morada goteando un líquido claro que se mezclaba con los restos de saliva y jugos. Las dos hermanas se miraron con una sonrisa cómplice y atacaron juntas. María tomó la base con una mano, apretándola con fuerza mientras sus labios se cerraban alrededor del glande, succionando con una intensidad feroz. Marcela se inclinó desde el otro lado, lamiendo las venas abultadas con la lengua plana, recorriendo cada centímetro de la longitud morena mientras sus tetas rozaban los muslos peludos del albañil. Las bocas trabajaban en sincronía: María chupaba la punta, haciendo ruidos húmedos cada vez que la soltaba para tomar aire, mientras Marcela bajaba hasta los huevos gordos y pesados, metiendo uno en la boca y succionándolo con fuerza antes de pasar al otro.


La mamada era tremenda, un torbellino de labios, lenguas y manos que no le daban respiro a don Rufino. María subía y bajaba la cabeza, tomando la verga hasta la garganta, las mejillas hundidas por la succión mientras la saliva le goteaba por la barbilla y caía sobre sus tetas. Marcela lamía los costados, dejando rastros brillantes de saliva que se mezclaban con el sudor del albañil, sus manos masajeando los huevos mientras gemía contra la piel caliente. Don Rufino, con los ojos entrecerrados y la respiración entrecortada, no pudo aguantar más. Un gruñido profundo escapó de su garganta, sus piernas temblaron, y de pronto la verga empezó a convulsionar. El primer chorro de leche salió disparado como un géiser, caliente y espeso, golpeando la boca abierta de María y salpicándole la cara. El segundo chorro fue para Marcela, aterrizando en sus tetas y corriendo en riachuelos blancos por los pezones duros. Los siguientes fueron un caos: don Rufino acabó con fuerza, varios chorros potentes que bañaron las caras, las bocas y las tetas de ambas hermanas, dejando un desastre pegajoso que brillaba bajo el sol. María tragó lo que pudo, relamiéndose los labios, mientras Marcela se pasaba los dedos por las tetas, recogiendo la leche y llevándosela a la boca con una sonrisa satisfecha.


Bañadas en semen, las dos se miraron y soltaron una carcajada ronca, sus cuerpos temblando por el esfuerzo y la excitación. Don Rufino, agotado hasta el alma, se tambaleó hacia atrás, la verga ahora flácida colgando entre sus piernas como un trofeo usado. Jadeando, se acercó a la parrilla donde había dejado sus herramientas y, con una voz ronca, le dijo a María: 
—Señora, mañana vengo a terminar esto… si me dejan trabajar tranquilo. —Se agachó, recogió su camisa y el pantalón gastado, y se vistió con movimientos lentos, el cuerpo todavía temblando por el esfuerzo.


Cuando terminó, salió del patio y pasó por el living rumbo a la calle. Desde mi sillón, con los ojos entreabiertos bajo mi fachada de "sueño", lo vi caminar hacia la puerta. Nuestras miradas se cruzaron por un segundo, y una sonrisa torcida se dibujó en su cara curtida. Mientras abría la puerta, levantó ambas manos hacia el patio, haciendo gestos de cuernos con los dedos en dirección a María y Marcela, que seguían riéndose cerca de las reposeras. Luego se giró hacia mí, soltó una risita baja y sacudió la cabeza, convencido de que yo seguía dormido como un tronco. Cerró la puerta tras de sí, y el sonido de sus pasos se perdió en la calle, dejando el patio en un silencio pesado, roto solo por las risas de mi esposa y mi cuñada, todavía bañadas en la leche del albañil.


1 comentarios - Mi fiel esposa María y mi cuñada

churtideco1979
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