Era una tarde de otoño cuando mi esposa, Laura, volvió de la reunión de padres en la escuela de nuestro hijo con una sonrisa que no podía disimular. Se dejó caer en el sofá, con el bolso aún en la mano, y me miró con ese brillo en los ojos que suele anunciar una idea en marcha.
“Conocí a la maestra de Tomás hoy”, dijo, mientras se quitaba los zapatos con un suspiro de alivio. “Se llama Sofía. Es un encanto, ¿sabes? Y adivina qué… ¡le apasiona la gastronomía tanto como a mí!”.
Yo, que estaba picando ajo para la cena, levanté la vista desde la cocina con curiosidad. “¿En serio? ¿Y de qué hablaron?”.
Laura se acercó al mostrador, apoyándose con los codos mientras robaba un trozo de zanahoria de la tabla. “De todo un poco. Empezamos con lo típico: el progreso de Tomás, las tareas… pero luego mencioné que había probado un risotto de hongos increíble en ese restaurante nuevo del centro. Y ella, como si le hubiera tocado un interruptor, se puso a hablar de cómo adora los platos con trufa y cómo siempre quiso aprender a hacer una salsa beurre blanc perfecta”.
Sonreí. Laura y su entusiasmo por la comida eran contagiosos, y me alegraba que hubiera encontrado a alguien con quien compartir esa pasión. “Suena como alguien con buen paladar”, dije, mientras echaba el ajo a la sartén.
“¡Oh, sí! Y entonces le conté que tú eres un cocinero aficionado, que hiciste esos cursos en la escuela culinaria hace un par de años”. Laura hizo una pausa teatral, como si estuviera a punto de soltar lo mejor. “Y… la invité a casa este sábado. Le dije que tenías que hacerle probar tus platillos”.
Me giré, con la espátula en la mano, un poco sorprendido. “¿La invitaste? ¿Así nada más?”.
“Sí, ¿por qué no? Es una mujer encantadora, y pensé que sería divertido. Además, tú siempre dices que te gusta cocinar para otros. Es tu momento de brillar, ¿no?”.
No pude evitar reírme. “Bueno, supongo que sí. ¿Qué le gusta? ¿Algo en especial?”.
Laura se encogió de hombros, pero había algo en su tono que me hizo prestar atención. “Dijo que ama los sabores intensos… carnes, especias, quizás algo con un buen vino tinto. Pero ya se te ocurrirá algo, eres el experto”.
El sábado llegó rápido. Pasé la mañana en el mercado, eligiendo costillas de cordero para un estofado con romero y una botella de Malbec que complementara los sabores. Laura, mientras tanto, se preparó con un cuidado que no pasaba desapercibido. Se puso un vestido negro ajustado que parecía pintado sobre su piel, con un escote profundo que dejaba entrever el encaje rojo de su sostén. La tela se adhería a sus curvas, marcando sutilmente la línea de su tanga a través de la cadera, un detalle que ella sabía que no pasaría desapercibido. Se movía por la casa con una sensualidad deliberada, ajustando la mesa y lanzándome miradas cómplices mientras el aroma del estofado llenaba el aire. Yo, por mi parte, elegí un pantalón de lino claro y una camisa ajustada, sin sospechar lo que eso desencadenaría más tarde.
Cuando Sofía llegó, el ambiente ya estaba cargado de algo más que el olor de la comida. La maestra de nuestro hijo entró con una botella de vino en la mano y una sonrisa cálida, vestida con una blusa ajustada de seda verde que resaltaba su figura esculpida y una falda lápiz que abrazaba sus piernas torneadas. Su cuerpo, como Laura había insinuado toda la semana, era apetecible en cada sentido de la palabra.
“Oh, esto huele increíble”, dijo Sofía mientras dejaba su abrigo en el perchero, sus ojos recorriendo la escena: el estofado humeante, el vestido provocador de Laura y yo, detrás del mostrador. “Laura no exageró cuando dijo que eras un artista en la cocina”.
“Espero estar a la altura de las expectativas”, respondí, sirviendo el estofado en los platos mientras sentía el peso de su mirada.
La cena fue un torbellino de sabores y tensión. Sofía elogió cada bocado, preguntándome sobre las especias con un interés genuino, pero sus ojos se desviaban constantemente hacia Laura, cuyas curvas parecían pedir atención bajo ese vestido. Laura, por su parte, no se contuvo. “Sofía, tienes un cuerpo que parece sacado de una revista”, dijo en un momento, inclinándose hacia ella con una sonrisa traviesa. “No sé cómo haces para mantener esas curvas enseñando a niños todo el día”.
Sofía se rio, un sonido suave pero cargado de intención, y respondió: “Bueno, gracias… pero mira quién habla. Ese vestido no deja mucho a la imaginación, Laura”. Sus ojos bajaron por un segundo al encaje que se marcaba bajo la tela, y luego me miró a mí. “Y tú… entre tus manos en la cocina y esa presencia, creo que estoy en problemas esta noche”.
Laura sonrió, rozando el brazo de Sofía con los dedos. “Mi marido tiene más talentos de los que se ven a simple vista”, dijo, lanzándome una mirada cargada de picardía.
Fue entonces cuando las cosas tomaron un giro más evidente. Mientras las dos hablaban casi susurrando, inclinadas la una hacia la otra como si compartieran un secreto, noté que ambas dirigían sus miradas hacia mí. Mejor dicho, hacia mi entrepierna. El pantalón de lino, ligero y ajustado, marcaba claramente el contorno de mi verga, y ellas no la perdían de vista. Sus ojos, entre risas contenidas y susurros, parecían clavarse en mí, y la atención constante empezó a surtir efecto. Sentí cómo mi cuerpo reaccionaba, endureciéndose bajo la tela, lo que solo parecía alimentar más sus sonrisas cómplices.
Sofía arqueó una ceja, claramente consciente del ambiente sexual que flotaba en la mesa. “¿Es eso cierto?”, dijo, mirándome con una mezcla de curiosidad y provocación. “Porque entre este estofado y lo que Laura insinúa, creo que esta cena tiene más condimentos de los que esperaba”.
Después del postre —un flan de vainilla que saqué del horno justo a tiempo—, Laura se levantó para traer más vino, contoneándose con cada paso. “Sofía, tienes que venir más seguido. Entre tu figura perfecta y las habilidades de este hombre, podríamos hacer algo más que cocinar juntos”.
Sofía sonrió, sus ojos saltando entre los dos. “No me opondría. Aunque debo confesar que esta noche no sé si vine solo por la comida… el menú completo es mucho más tentador de lo que imaginé”.
Me quedé callado, con la copa en la mano, sintiendo el calor que subía por el aire y la presión creciente en mi pantalón. Laura volvió a reír, sus mejillas encendidas, y yo supe que esa cena había cruzado una línea que ninguno de nosotros quería retroceder.
El aire en la sala estaba cargado, como si cada palabra, cada mirada, hubiera tejido una red invisible que nos atrapaba a los tres. El flan ya era solo un recuerdo en los platos, y las copas de vino empezaban a vaciarse. Laura, con esa mezcla de gracia y audacia que siempre me sorprendía, se levantó de la mesa con un movimiento fluido, sus labios curvados en una sonrisa que prometía más de lo que decía.
“Voy por otra botella”, anunció, su voz suave pero con un matiz juguetón. Caminó hacia la cocina con pasos deliberados, el vestido negro ajustado ondulando sobre sus caderas. Al llegar al estante, se inclinó ligeramente para alcanzar el vino, y con un movimiento sensual —que parecía casual pero no lo era en absoluto— dejó que la tela se deslizara hacia arriba por sus muslos. El borde del vestido se alzó lo justo para revelar parte de su cola, firme y apenas cubierta por el encaje rojo de su tanga, un destello que contrastaba con la penumbra de la habitación.
Sofía, sentada aún en la mesa, giró la cabeza como al pasar, pero sus ojos se detuvieron un instante en esa curva expuesta. No dijo nada, solo dejó que una leve sonrisa se dibujara en su rostro antes de volver su atención hacia mí. Yo estaba recostado contra la mesada de la cocina, con los brazos cruzados y una postura relajada que, sin darme cuenta, exponía aún más lo que el pantalón de lino ya no podía ocultar. Mi verga, cada vez más dura bajo la tela ligera, se marcaba con claridad, y Sofía lo notó. Sus ojos se clavaron en mí, oscuros y brillantes, recorriendo desde mi entrepierna hasta mi rostro con una intensidad que me hizo tragar saliva.
Laura, ajena a nada o fingiendo estarlo, descorchó la botella con un giro lento de muñeca, dejando que el sonido del corcho resonara en el silencio. “Este Malbec es perfecto para cerrar la noche, ¿no creen?”, dijo, girándose hacia nosotros con la botella en la mano. El vestido volvió a su lugar, pero el gesto ya había dejado su marca. Se acercó a la mesa, sirviendo el vino en las copas con una lentitud casi teatral, y al inclinarse hacia Sofía, sus dedos rozaron el borde de la blusa de la maestra, como si quisiera probar hasta dónde podía llegar ese juego.
Sofía tomó su copa y dio un sorbo, sin apartar la vista de mí por más de un segundo. “Tienes razón, Laura. Todo esto… el vino, la comida, la compañía… es perfecto”. Su tono era cálido, pero había un filo de provocación en él. Luego miró a Laura, que se había sentado de nuevo, cruzando las piernas de manera que el vestido volviera a tensarse sobre su piel. “Aunque debo decir que el postre no termina de convencerme… creo que aún hay algo más que probar aquí”.
Laura soltó una risita baja, inclinándose hacia ella. “¿Algo más? Bueno, la noche es joven, y mi marido siempre guarda lo mejor para el final”. Me lanzó una mirada que era pura chispa, y yo, aún apoyado en la mesada, sentí cómo mi cuerpo respondía otra vez, atrapado entre el calor del vino y la electricidad de sus intenciones.
Sofía alzó su copa hacia mí, como en un brindis silencioso, y sus labios se curvaron en una sonrisa que decía más de lo que las palabras podían. “Entonces, espero que no nos hagas esperar demasiado”.
El ambiente era un hervidero, y yo, con el corazón latiendo fuerte y el pantalón cada vez más incómodo, supe que esa noche no terminaría solo con una botella de vino.
El tintineo de las copas al llenarse con el Malbec resonó en la sala, un sonido que parecía amplificar la tensión que ya flotaba entre nosotros. Laura, con la botella en la mano, sirvió el vino con esa calma provocadora que dominaba tan bien, dejando que el líquido oscuro danzara en cada copa antes de depositarla frente a Sofía y luego frente a su propio lugar. Me miró entonces, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y desafío, y dijo: “Amor, ¿por qué no haces un poco de magia? Busca en la heladera y crea algo dulce para acompañar este vino. Sé que puedes sorprendernos”.
Antes de que pudiera responder, se acercó a mí con ese andar felino que me desarmaba. Estaba todavía recostado contra la mesada, y ella deslizó una mano por mi abdomen, sus dedos cálidos trazando un camino lento sobre la tela de mi camisa. Bajó apenas lo suficiente, rozando el borde de mi pantalón de lino, tan cerca de mi verga —que ya palpitaba bajo la presión de la noche— que un escalofrío me recorrió entero. Entonces, sin previo aviso, se inclinó y me plantó un beso en la boca, profundo y hambriento, mientras con su otra mano tomaba la mía y la guiada hacia su trasero. Apreté instintivamente, sintiendo la firmeza bajo el vestido, el encaje de su tanga apenas perceptible bajo mis dedos. El beso duró solo un instante, pero fue suficiente para dejarme con el pulso acelerado.
Laura se apartó con una sonrisa traviesa, lamiéndose los labios como si acabara de probar algo delicioso, y luego giró hacia Sofía, que observaba todo desde la mesa con una mezcla de asombro y deleite. “Ven, Sofía”, dijo, extendiendo la mano hacia ella. “Acompáñame al sillón. Desde ahí tendremos una mejor vista de su desempeño en la cocina”. Su tono era juguetón, pero había una promesa oculta en esas palabras.
Sofía no dudó. Tomó la mano de Laura con una risita suave y se dejó guiar hasta el sillón, donde ambas se sentaron, una al lado de la otra, con las copas de vino en la mano. Laura cruzó las piernas, dejando que el vestido se subiera otra vez lo justo para mostrar un destello de piel, mientras Sofía se reclinaba ligeramente, su blusa de seda marcando cada curva de su torso. Las dos me miraban como si fuera el plato principal de un banquete que aún no había terminado de servirse.
Abrí la heladera, tratando de concentrarme en algo más que el calor que me subía por el cuerpo. Había crema, unas frambuesas frescas y un poco de chocolate negro que había guardado para alguna emergencia culinaria. “Veamos qué puedo hacer con esto”, dije, más para mí mismo que para ellas, mientras intentaba ignorar cómo el pantalón de lino seguía traicionándome, marcando mi verga cada vez más dura bajo sus miradas atentas.
Laura dio un sorbo a su copa y se inclinó hacia Sofía, susurrándole algo que no alcancé a oír, pero que provocó una carcajada baja en la maestra. “No te apures demasiado”, me llamó Laura, su voz cargada de picardía. “Queremos disfrutar del espectáculo”.
Sofía asintió, sus ojos oscuros fijos en mí mientras jugaba con el borde de su copa. “Sí, no todos los días se ve a un hombre tan… inspirado en la cocina”.
Rompí el chocolate en trozos y lo puse a derretir en una olla pequeña, mezclándolo con la crema mientras las frambuesas esperaban en un plato. Pero cada vez que levantaba la vista, ahí estaban ellas: Laura acariciando distraídamente el brazo de Sofía, Sofía respondiendo con una mirada que saltaba entre mi figura y la de mi esposa. El aire estaba espeso, y yo sabía que lo que fuera a salir de esa heladera sería solo una excusa para lo que realmente se cocinaba esa noche.
Cuando terminé, llevé una bandeja con pequeños cuencos de chocolate caliente y frambuesas frescas, un postre improvisado pero decadente. Laura aplaudió con entusiasmo fingido, y Sofía sonrió, extendiendo una mano para tomar una frambuesa. “Magia pura”, dijo, antes de llevársela a la boca con una lentitud que parecía desafiarme.
Laura me miró, luego a Sofía, y levantó su copa. “Por las noches que saben mejor de lo que prometen”, brindó, y las tres copas chocaron en un tintineo que sonó como el preludio de algo inevitable.
El vino comenzó a hacer efecto en las dos bellas mujeres, sus risas se volvieron más suaves, sus movimientos más relajados, y el brillo en sus ojos adquirió un matiz más audaz. Laura dejó su copa en la mesita junto al sillón y, con una agilidad que delataba su intención, se levantó y caminó hacia mí. Me tomó del brazo con firmeza, sus dedos cálidos apretando mi piel, y me zambulló en el espacio entre ellas, empujándome al sillón hasta que quedé sentado en medio de las dos. El calor de sus cuerpos me envolvió al instante, y el aroma mezclado del vino y sus perfumes me mareó más de lo que esperaba.
“Siempre me sorprendes con tus habilidades”, dijo Laura, su voz ronca mientras se acomodaba a mi lado, su pierna rozando la mía. Sus ojos se deslizaron hacia Sofía, que ya no intentaba disimular el efecto del alcohol. La maestra, más desinhibida, llevó las manos a su blusa de seda verde y, con un movimiento lento, desprendió un par de botones. “Es por el calor”, aclaró con una sonrisa perezosa, aunque nadie le creyó. La tela se abrió lo suficiente para dejar ver unos senos duros y perfectos, sin corpiño que los contuviera, con los pezones marcándose firmes bajo la seda, como si reclamaran atención.
Sofía giró la cabeza hacia mí, su mirada cargada de curiosidad y algo más. “¿Estas son todas tus habilidades?”, preguntó, su voz baja y provocadora, mientras sus ojos bajaban por un instante a mi pantalón de lino, donde mi verga seguía endureciéndose sin remedio.
Laura soltó una risa suave, inclinándose hacia ella por encima de mí, su aliento rozándome el cuello. “Lo mejor siempre lo guardo para el final”, dijo, y entonces, sin previo aviso, deslizó una mano hacia mi entrepierna. Sus dedos encontraron mi verga, ya durísima bajo el pantalón, y la marcaron con una presión deliberada por encima de la tela, delineándola con un roce que me hizo contener el aliento. “Pero mi mejor habilidad está escondida”, añadió, su tono cargado de una mezcla de orgullo y desafío.
Sofía suspiró, su boca entreabierta en una expresión que era pura tentación, sus ojos fijos en el movimiento de la mano de Laura. Mi esposa la miró entonces, con una sonrisa que era casi una invitación, y dijo: “¿Por qué no la descubres tú misma?”.
El silencio que siguió fue espeso, cargado de promesas y latidos acelerados, mientras las dos mujeres me rodeaban, el vino y el deseo tejiendo el final de una noche que ninguno de nosotros olvidaría.
Sofía, con los efectos del Malbec desatando su audacia, se acercó más, su cuerpo rozando el mío mientras unía su mano a la de Laura. Entre las dos comenzaron a endurecer aún más mi verga, sus dedos explorando con una mezcla de curiosidad y destreza por encima del pantalón de lino. La presión era casi insoportable, cada roce enviando una corriente que me hacía apretar los puños contra el sillón. Laura, con una mirada traviesa, bajó el cierre del pantalón con un movimiento lento, dejando que la tela se abriera. Sofía, sin dudarlo, enganchó sus dedos en mi bóxer negro y lo deslizó hacia abajo, liberando mi verga dura, que se alzó frente a ellas, hinchada y palpitante.
Laura se inclinó hacia Sofía, su voz un susurro cargado de complicidad. “El primer bocado es para las visitas”, dijo, y le guiñó un ojo. Sofía abrió la boca, sus labios carnosos acercándose con una lentitud que era casi una tortura, y finalmente se metió la cabeza hinchada de mi verga. Comenzó a chupar de una manera increíble, sus dedos rodeándola con firmeza mientras su lengua danzaba en movimientos que nunca había visto, una combinación de suavidad y precisión que me arrancó un gemido bajo.
Laura, sin apartar la vista, se levantó del sillón y empezó a quitarse el vestido negro con una sensualidad deliberada. Lo dejó caer al suelo, revelando el encaje rojo de su ropa interior, su cuerpo firme y expuesto bajo la luz tenue. Sofía la miró de reojo, sin sacar mi verga de su boca, y entonces, como si quisiera probarse a sí misma, la empujó más adentro, metiéndola hasta su garganta. El tamaño la sobrepasó por un instante, provocándole náuseas que ella misma ignoró, sus ojos humedeciéndose mientras seguía, decidida a saborear cada centímetro.
Yo, atrapado entre el placer y la incredulidad, apenas podía moverme, mi respiración entrecortada mientras las dos mujeres llevaban la noche a un terreno que nunca había imaginado. Laura, con una chispa de determinación en los ojos, tomó el lugar de Sofía, inclinándose hacia mí para envolver mi verga con su boca. Sus labios se deslizaron sobre ella, compartiendo la saliva que aún brillaba de la maestra, su lengua explorando con una intensidad que me hizo arquear la espalda. Mientras tanto, Sofía se incorporó y comenzó a quitarse la ropa con una lentitud provocadora. Desprendió lo que quedaba de su blusa de seda, dejando caer la prenda al suelo y revelando unas tetas hermosas y grandes, firmes y perfectas, con pezones oscuros que se alzaban desafiantes. Luego se deshizo de la falda lápiz, mostrando un culo de ensueño, redondo y terso, apenas cubierto por una tanga diminuta que resaltaba cada curva.
Laura seguía chupando mi verga con una pasión feroz, pero pronto levantó la vista y, al ver a Sofía desnuda frente a nosotros, se unió a ella. Las dos, ahora juntas, se inclinaron sobre mí, sus bocas trabajando en tándem. Sofía lamía la base mientras Laura succionaba la punta, sus lenguas cruzándose en un caos húmedo y ardiente que me tenía al borde del colapso. El placer era abrumador, sus labios y dedos moviéndose en sincronía, compartiendo mi verga como si fuera el postre final de la noche.
Pero Laura no se quedó ahí. Con un movimiento fluido, se apartó y se deslizó detrás de Sofía, quien aún estaba de rodillas frente a mí, saboreando mi dureza. Mi esposa, con una sonrisa traviesa, corrió la tanga pequeña de la maestra hacia un lado, exponiendo su concha y su culo perfectamente formados. Se inclinó y comenzó a chupar con dedicación, su lengua recorriendo cada rincón, lamiendo desde la entrada húmeda hasta el borde más íntimo. Sofía gimió, el sonido vibrando contra mi verga, que aún tenía en la boca, mientras Laura trabajaba con precisión.
“Tiene que estar bien lubricado”, dijo Laura entre lamidas, su voz ronca y cargada de intención, “para que pueda aguantar la verga que estás saboreando”. Sus palabras resonaron en el aire, y Sofía, con los ojos entrecerrados por el placer, dejó escapar otro gemido, su cuerpo temblando bajo las atenciones de mi esposa mientras yo, perdido entre las dos, apenas podía procesar la intensidad de lo que estaba ocurriendo.
Laura se retiró entonces, dejando la concha y el culo de Sofía aún más húmedos de lo que ya estaban, relucientes bajo la luz tenue. Sofía, sin perder un segundo, se levantó y se subió encima de mí, posicionándose con una seguridad felina. Tomó mi verga con una mano y la guió hacia su concha, clavándosela entera con un movimiento firme que la hizo jadear. Laura, desde un rincón del sillón, observaba con una mezcla de satisfacción y deseo. “Hoy es tuyo”, le dijo a Sofía, su voz baja y cargada de promesas. “La próxima vez lo compartimos”. Luego se reclinó, cruzando las piernas mientras tomaba su copa de vino, dispuesta a disfrutar del espectáculo.
Sofía comenzó a moverse de una manera endemoniada, arriba y abajo, sus caderas friccionando con una energía casi salvaje. Sus jugos, abundantes y calientes, manchaban mis pantalones de lino, empapándolos mientras ella cabalgaba sin pausa. Su primer orgasmo llegó rápido, su cuerpo temblando sobre mí, pero no se detuvo. Siguió moviéndose, los gemidos escapando de su garganta, hasta que un segundo clímax la hizo arquear la espalda, sus tetas grandes bamboleándose frente a mis ojos.
Jadeando, se inclinó hacia mí y susurró: “Antes de que me llenes de leche, quiero todo esto en mi culo”. Tomó mi verga con una mano, aún resbaladiza por sus propios jugos, y la guió hacia su entrada trasera. Con un movimiento decidido, se la metió entera ella sola, el calor y la estrechez envolviéndome por completo. Volvió a realizar esos mismos movimientos endiablados, arriba y abajo, su culo apretándome con una intensidad que me llevaba al límite.
Ya era imposible aguantar más. “Voy a acabar”, le advertí, mi voz ronca y entrecortada. Sofía, sin dudarlo, se desmontó con agilidad y se arrodilló frente a mí. Se metió mi verga en la boca justo a tiempo, succionando con fuerza mientras mi leche salía en oleadas. La tomó toda, saboreándola con una expresión de puro deleite, sus labios apretándose hasta extraer la última gota.
Cuando terminó, se limpió la comisura de la boca con un dedo y miró a Laura, que seguía observándola desde el sillón. “Un café sería bueno para despedirme”, dijo con una sonrisa satisfecha, “hasta el próximo encuentro”. Laura soltó una risa baja, levantándose con esa gracia que la caracterizaba, y asintió. “Te lo has ganado”, respondió, mientras el eco de la noche resonaba aún en el aire caliente de la sala.
“Conocí a la maestra de Tomás hoy”, dijo, mientras se quitaba los zapatos con un suspiro de alivio. “Se llama Sofía. Es un encanto, ¿sabes? Y adivina qué… ¡le apasiona la gastronomía tanto como a mí!”.
Yo, que estaba picando ajo para la cena, levanté la vista desde la cocina con curiosidad. “¿En serio? ¿Y de qué hablaron?”.
Laura se acercó al mostrador, apoyándose con los codos mientras robaba un trozo de zanahoria de la tabla. “De todo un poco. Empezamos con lo típico: el progreso de Tomás, las tareas… pero luego mencioné que había probado un risotto de hongos increíble en ese restaurante nuevo del centro. Y ella, como si le hubiera tocado un interruptor, se puso a hablar de cómo adora los platos con trufa y cómo siempre quiso aprender a hacer una salsa beurre blanc perfecta”.
Sonreí. Laura y su entusiasmo por la comida eran contagiosos, y me alegraba que hubiera encontrado a alguien con quien compartir esa pasión. “Suena como alguien con buen paladar”, dije, mientras echaba el ajo a la sartén.
“¡Oh, sí! Y entonces le conté que tú eres un cocinero aficionado, que hiciste esos cursos en la escuela culinaria hace un par de años”. Laura hizo una pausa teatral, como si estuviera a punto de soltar lo mejor. “Y… la invité a casa este sábado. Le dije que tenías que hacerle probar tus platillos”.
Me giré, con la espátula en la mano, un poco sorprendido. “¿La invitaste? ¿Así nada más?”.
“Sí, ¿por qué no? Es una mujer encantadora, y pensé que sería divertido. Además, tú siempre dices que te gusta cocinar para otros. Es tu momento de brillar, ¿no?”.
No pude evitar reírme. “Bueno, supongo que sí. ¿Qué le gusta? ¿Algo en especial?”.
Laura se encogió de hombros, pero había algo en su tono que me hizo prestar atención. “Dijo que ama los sabores intensos… carnes, especias, quizás algo con un buen vino tinto. Pero ya se te ocurrirá algo, eres el experto”.
El sábado llegó rápido. Pasé la mañana en el mercado, eligiendo costillas de cordero para un estofado con romero y una botella de Malbec que complementara los sabores. Laura, mientras tanto, se preparó con un cuidado que no pasaba desapercibido. Se puso un vestido negro ajustado que parecía pintado sobre su piel, con un escote profundo que dejaba entrever el encaje rojo de su sostén. La tela se adhería a sus curvas, marcando sutilmente la línea de su tanga a través de la cadera, un detalle que ella sabía que no pasaría desapercibido. Se movía por la casa con una sensualidad deliberada, ajustando la mesa y lanzándome miradas cómplices mientras el aroma del estofado llenaba el aire. Yo, por mi parte, elegí un pantalón de lino claro y una camisa ajustada, sin sospechar lo que eso desencadenaría más tarde.
Cuando Sofía llegó, el ambiente ya estaba cargado de algo más que el olor de la comida. La maestra de nuestro hijo entró con una botella de vino en la mano y una sonrisa cálida, vestida con una blusa ajustada de seda verde que resaltaba su figura esculpida y una falda lápiz que abrazaba sus piernas torneadas. Su cuerpo, como Laura había insinuado toda la semana, era apetecible en cada sentido de la palabra.
“Oh, esto huele increíble”, dijo Sofía mientras dejaba su abrigo en el perchero, sus ojos recorriendo la escena: el estofado humeante, el vestido provocador de Laura y yo, detrás del mostrador. “Laura no exageró cuando dijo que eras un artista en la cocina”.
“Espero estar a la altura de las expectativas”, respondí, sirviendo el estofado en los platos mientras sentía el peso de su mirada.
La cena fue un torbellino de sabores y tensión. Sofía elogió cada bocado, preguntándome sobre las especias con un interés genuino, pero sus ojos se desviaban constantemente hacia Laura, cuyas curvas parecían pedir atención bajo ese vestido. Laura, por su parte, no se contuvo. “Sofía, tienes un cuerpo que parece sacado de una revista”, dijo en un momento, inclinándose hacia ella con una sonrisa traviesa. “No sé cómo haces para mantener esas curvas enseñando a niños todo el día”.
Sofía se rio, un sonido suave pero cargado de intención, y respondió: “Bueno, gracias… pero mira quién habla. Ese vestido no deja mucho a la imaginación, Laura”. Sus ojos bajaron por un segundo al encaje que se marcaba bajo la tela, y luego me miró a mí. “Y tú… entre tus manos en la cocina y esa presencia, creo que estoy en problemas esta noche”.
Laura sonrió, rozando el brazo de Sofía con los dedos. “Mi marido tiene más talentos de los que se ven a simple vista”, dijo, lanzándome una mirada cargada de picardía.
Fue entonces cuando las cosas tomaron un giro más evidente. Mientras las dos hablaban casi susurrando, inclinadas la una hacia la otra como si compartieran un secreto, noté que ambas dirigían sus miradas hacia mí. Mejor dicho, hacia mi entrepierna. El pantalón de lino, ligero y ajustado, marcaba claramente el contorno de mi verga, y ellas no la perdían de vista. Sus ojos, entre risas contenidas y susurros, parecían clavarse en mí, y la atención constante empezó a surtir efecto. Sentí cómo mi cuerpo reaccionaba, endureciéndose bajo la tela, lo que solo parecía alimentar más sus sonrisas cómplices.
Sofía arqueó una ceja, claramente consciente del ambiente sexual que flotaba en la mesa. “¿Es eso cierto?”, dijo, mirándome con una mezcla de curiosidad y provocación. “Porque entre este estofado y lo que Laura insinúa, creo que esta cena tiene más condimentos de los que esperaba”.
Después del postre —un flan de vainilla que saqué del horno justo a tiempo—, Laura se levantó para traer más vino, contoneándose con cada paso. “Sofía, tienes que venir más seguido. Entre tu figura perfecta y las habilidades de este hombre, podríamos hacer algo más que cocinar juntos”.
Sofía sonrió, sus ojos saltando entre los dos. “No me opondría. Aunque debo confesar que esta noche no sé si vine solo por la comida… el menú completo es mucho más tentador de lo que imaginé”.
Me quedé callado, con la copa en la mano, sintiendo el calor que subía por el aire y la presión creciente en mi pantalón. Laura volvió a reír, sus mejillas encendidas, y yo supe que esa cena había cruzado una línea que ninguno de nosotros quería retroceder.
El aire en la sala estaba cargado, como si cada palabra, cada mirada, hubiera tejido una red invisible que nos atrapaba a los tres. El flan ya era solo un recuerdo en los platos, y las copas de vino empezaban a vaciarse. Laura, con esa mezcla de gracia y audacia que siempre me sorprendía, se levantó de la mesa con un movimiento fluido, sus labios curvados en una sonrisa que prometía más de lo que decía.
“Voy por otra botella”, anunció, su voz suave pero con un matiz juguetón. Caminó hacia la cocina con pasos deliberados, el vestido negro ajustado ondulando sobre sus caderas. Al llegar al estante, se inclinó ligeramente para alcanzar el vino, y con un movimiento sensual —que parecía casual pero no lo era en absoluto— dejó que la tela se deslizara hacia arriba por sus muslos. El borde del vestido se alzó lo justo para revelar parte de su cola, firme y apenas cubierta por el encaje rojo de su tanga, un destello que contrastaba con la penumbra de la habitación.
Sofía, sentada aún en la mesa, giró la cabeza como al pasar, pero sus ojos se detuvieron un instante en esa curva expuesta. No dijo nada, solo dejó que una leve sonrisa se dibujara en su rostro antes de volver su atención hacia mí. Yo estaba recostado contra la mesada de la cocina, con los brazos cruzados y una postura relajada que, sin darme cuenta, exponía aún más lo que el pantalón de lino ya no podía ocultar. Mi verga, cada vez más dura bajo la tela ligera, se marcaba con claridad, y Sofía lo notó. Sus ojos se clavaron en mí, oscuros y brillantes, recorriendo desde mi entrepierna hasta mi rostro con una intensidad que me hizo tragar saliva.
Laura, ajena a nada o fingiendo estarlo, descorchó la botella con un giro lento de muñeca, dejando que el sonido del corcho resonara en el silencio. “Este Malbec es perfecto para cerrar la noche, ¿no creen?”, dijo, girándose hacia nosotros con la botella en la mano. El vestido volvió a su lugar, pero el gesto ya había dejado su marca. Se acercó a la mesa, sirviendo el vino en las copas con una lentitud casi teatral, y al inclinarse hacia Sofía, sus dedos rozaron el borde de la blusa de la maestra, como si quisiera probar hasta dónde podía llegar ese juego.
Sofía tomó su copa y dio un sorbo, sin apartar la vista de mí por más de un segundo. “Tienes razón, Laura. Todo esto… el vino, la comida, la compañía… es perfecto”. Su tono era cálido, pero había un filo de provocación en él. Luego miró a Laura, que se había sentado de nuevo, cruzando las piernas de manera que el vestido volviera a tensarse sobre su piel. “Aunque debo decir que el postre no termina de convencerme… creo que aún hay algo más que probar aquí”.
Laura soltó una risita baja, inclinándose hacia ella. “¿Algo más? Bueno, la noche es joven, y mi marido siempre guarda lo mejor para el final”. Me lanzó una mirada que era pura chispa, y yo, aún apoyado en la mesada, sentí cómo mi cuerpo respondía otra vez, atrapado entre el calor del vino y la electricidad de sus intenciones.
Sofía alzó su copa hacia mí, como en un brindis silencioso, y sus labios se curvaron en una sonrisa que decía más de lo que las palabras podían. “Entonces, espero que no nos hagas esperar demasiado”.
El ambiente era un hervidero, y yo, con el corazón latiendo fuerte y el pantalón cada vez más incómodo, supe que esa noche no terminaría solo con una botella de vino.
El tintineo de las copas al llenarse con el Malbec resonó en la sala, un sonido que parecía amplificar la tensión que ya flotaba entre nosotros. Laura, con la botella en la mano, sirvió el vino con esa calma provocadora que dominaba tan bien, dejando que el líquido oscuro danzara en cada copa antes de depositarla frente a Sofía y luego frente a su propio lugar. Me miró entonces, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y desafío, y dijo: “Amor, ¿por qué no haces un poco de magia? Busca en la heladera y crea algo dulce para acompañar este vino. Sé que puedes sorprendernos”.
Antes de que pudiera responder, se acercó a mí con ese andar felino que me desarmaba. Estaba todavía recostado contra la mesada, y ella deslizó una mano por mi abdomen, sus dedos cálidos trazando un camino lento sobre la tela de mi camisa. Bajó apenas lo suficiente, rozando el borde de mi pantalón de lino, tan cerca de mi verga —que ya palpitaba bajo la presión de la noche— que un escalofrío me recorrió entero. Entonces, sin previo aviso, se inclinó y me plantó un beso en la boca, profundo y hambriento, mientras con su otra mano tomaba la mía y la guiada hacia su trasero. Apreté instintivamente, sintiendo la firmeza bajo el vestido, el encaje de su tanga apenas perceptible bajo mis dedos. El beso duró solo un instante, pero fue suficiente para dejarme con el pulso acelerado.
Laura se apartó con una sonrisa traviesa, lamiéndose los labios como si acabara de probar algo delicioso, y luego giró hacia Sofía, que observaba todo desde la mesa con una mezcla de asombro y deleite. “Ven, Sofía”, dijo, extendiendo la mano hacia ella. “Acompáñame al sillón. Desde ahí tendremos una mejor vista de su desempeño en la cocina”. Su tono era juguetón, pero había una promesa oculta en esas palabras.
Sofía no dudó. Tomó la mano de Laura con una risita suave y se dejó guiar hasta el sillón, donde ambas se sentaron, una al lado de la otra, con las copas de vino en la mano. Laura cruzó las piernas, dejando que el vestido se subiera otra vez lo justo para mostrar un destello de piel, mientras Sofía se reclinaba ligeramente, su blusa de seda marcando cada curva de su torso. Las dos me miraban como si fuera el plato principal de un banquete que aún no había terminado de servirse.
Abrí la heladera, tratando de concentrarme en algo más que el calor que me subía por el cuerpo. Había crema, unas frambuesas frescas y un poco de chocolate negro que había guardado para alguna emergencia culinaria. “Veamos qué puedo hacer con esto”, dije, más para mí mismo que para ellas, mientras intentaba ignorar cómo el pantalón de lino seguía traicionándome, marcando mi verga cada vez más dura bajo sus miradas atentas.
Laura dio un sorbo a su copa y se inclinó hacia Sofía, susurrándole algo que no alcancé a oír, pero que provocó una carcajada baja en la maestra. “No te apures demasiado”, me llamó Laura, su voz cargada de picardía. “Queremos disfrutar del espectáculo”.
Sofía asintió, sus ojos oscuros fijos en mí mientras jugaba con el borde de su copa. “Sí, no todos los días se ve a un hombre tan… inspirado en la cocina”.
Rompí el chocolate en trozos y lo puse a derretir en una olla pequeña, mezclándolo con la crema mientras las frambuesas esperaban en un plato. Pero cada vez que levantaba la vista, ahí estaban ellas: Laura acariciando distraídamente el brazo de Sofía, Sofía respondiendo con una mirada que saltaba entre mi figura y la de mi esposa. El aire estaba espeso, y yo sabía que lo que fuera a salir de esa heladera sería solo una excusa para lo que realmente se cocinaba esa noche.
Cuando terminé, llevé una bandeja con pequeños cuencos de chocolate caliente y frambuesas frescas, un postre improvisado pero decadente. Laura aplaudió con entusiasmo fingido, y Sofía sonrió, extendiendo una mano para tomar una frambuesa. “Magia pura”, dijo, antes de llevársela a la boca con una lentitud que parecía desafiarme.
Laura me miró, luego a Sofía, y levantó su copa. “Por las noches que saben mejor de lo que prometen”, brindó, y las tres copas chocaron en un tintineo que sonó como el preludio de algo inevitable.
El vino comenzó a hacer efecto en las dos bellas mujeres, sus risas se volvieron más suaves, sus movimientos más relajados, y el brillo en sus ojos adquirió un matiz más audaz. Laura dejó su copa en la mesita junto al sillón y, con una agilidad que delataba su intención, se levantó y caminó hacia mí. Me tomó del brazo con firmeza, sus dedos cálidos apretando mi piel, y me zambulló en el espacio entre ellas, empujándome al sillón hasta que quedé sentado en medio de las dos. El calor de sus cuerpos me envolvió al instante, y el aroma mezclado del vino y sus perfumes me mareó más de lo que esperaba.
“Siempre me sorprendes con tus habilidades”, dijo Laura, su voz ronca mientras se acomodaba a mi lado, su pierna rozando la mía. Sus ojos se deslizaron hacia Sofía, que ya no intentaba disimular el efecto del alcohol. La maestra, más desinhibida, llevó las manos a su blusa de seda verde y, con un movimiento lento, desprendió un par de botones. “Es por el calor”, aclaró con una sonrisa perezosa, aunque nadie le creyó. La tela se abrió lo suficiente para dejar ver unos senos duros y perfectos, sin corpiño que los contuviera, con los pezones marcándose firmes bajo la seda, como si reclamaran atención.
Sofía giró la cabeza hacia mí, su mirada cargada de curiosidad y algo más. “¿Estas son todas tus habilidades?”, preguntó, su voz baja y provocadora, mientras sus ojos bajaban por un instante a mi pantalón de lino, donde mi verga seguía endureciéndose sin remedio.
Laura soltó una risa suave, inclinándose hacia ella por encima de mí, su aliento rozándome el cuello. “Lo mejor siempre lo guardo para el final”, dijo, y entonces, sin previo aviso, deslizó una mano hacia mi entrepierna. Sus dedos encontraron mi verga, ya durísima bajo el pantalón, y la marcaron con una presión deliberada por encima de la tela, delineándola con un roce que me hizo contener el aliento. “Pero mi mejor habilidad está escondida”, añadió, su tono cargado de una mezcla de orgullo y desafío.
Sofía suspiró, su boca entreabierta en una expresión que era pura tentación, sus ojos fijos en el movimiento de la mano de Laura. Mi esposa la miró entonces, con una sonrisa que era casi una invitación, y dijo: “¿Por qué no la descubres tú misma?”.
El silencio que siguió fue espeso, cargado de promesas y latidos acelerados, mientras las dos mujeres me rodeaban, el vino y el deseo tejiendo el final de una noche que ninguno de nosotros olvidaría.
Sofía, con los efectos del Malbec desatando su audacia, se acercó más, su cuerpo rozando el mío mientras unía su mano a la de Laura. Entre las dos comenzaron a endurecer aún más mi verga, sus dedos explorando con una mezcla de curiosidad y destreza por encima del pantalón de lino. La presión era casi insoportable, cada roce enviando una corriente que me hacía apretar los puños contra el sillón. Laura, con una mirada traviesa, bajó el cierre del pantalón con un movimiento lento, dejando que la tela se abriera. Sofía, sin dudarlo, enganchó sus dedos en mi bóxer negro y lo deslizó hacia abajo, liberando mi verga dura, que se alzó frente a ellas, hinchada y palpitante.
Laura se inclinó hacia Sofía, su voz un susurro cargado de complicidad. “El primer bocado es para las visitas”, dijo, y le guiñó un ojo. Sofía abrió la boca, sus labios carnosos acercándose con una lentitud que era casi una tortura, y finalmente se metió la cabeza hinchada de mi verga. Comenzó a chupar de una manera increíble, sus dedos rodeándola con firmeza mientras su lengua danzaba en movimientos que nunca había visto, una combinación de suavidad y precisión que me arrancó un gemido bajo.
Laura, sin apartar la vista, se levantó del sillón y empezó a quitarse el vestido negro con una sensualidad deliberada. Lo dejó caer al suelo, revelando el encaje rojo de su ropa interior, su cuerpo firme y expuesto bajo la luz tenue. Sofía la miró de reojo, sin sacar mi verga de su boca, y entonces, como si quisiera probarse a sí misma, la empujó más adentro, metiéndola hasta su garganta. El tamaño la sobrepasó por un instante, provocándole náuseas que ella misma ignoró, sus ojos humedeciéndose mientras seguía, decidida a saborear cada centímetro.
Yo, atrapado entre el placer y la incredulidad, apenas podía moverme, mi respiración entrecortada mientras las dos mujeres llevaban la noche a un terreno que nunca había imaginado. Laura, con una chispa de determinación en los ojos, tomó el lugar de Sofía, inclinándose hacia mí para envolver mi verga con su boca. Sus labios se deslizaron sobre ella, compartiendo la saliva que aún brillaba de la maestra, su lengua explorando con una intensidad que me hizo arquear la espalda. Mientras tanto, Sofía se incorporó y comenzó a quitarse la ropa con una lentitud provocadora. Desprendió lo que quedaba de su blusa de seda, dejando caer la prenda al suelo y revelando unas tetas hermosas y grandes, firmes y perfectas, con pezones oscuros que se alzaban desafiantes. Luego se deshizo de la falda lápiz, mostrando un culo de ensueño, redondo y terso, apenas cubierto por una tanga diminuta que resaltaba cada curva.
Laura seguía chupando mi verga con una pasión feroz, pero pronto levantó la vista y, al ver a Sofía desnuda frente a nosotros, se unió a ella. Las dos, ahora juntas, se inclinaron sobre mí, sus bocas trabajando en tándem. Sofía lamía la base mientras Laura succionaba la punta, sus lenguas cruzándose en un caos húmedo y ardiente que me tenía al borde del colapso. El placer era abrumador, sus labios y dedos moviéndose en sincronía, compartiendo mi verga como si fuera el postre final de la noche.
Pero Laura no se quedó ahí. Con un movimiento fluido, se apartó y se deslizó detrás de Sofía, quien aún estaba de rodillas frente a mí, saboreando mi dureza. Mi esposa, con una sonrisa traviesa, corrió la tanga pequeña de la maestra hacia un lado, exponiendo su concha y su culo perfectamente formados. Se inclinó y comenzó a chupar con dedicación, su lengua recorriendo cada rincón, lamiendo desde la entrada húmeda hasta el borde más íntimo. Sofía gimió, el sonido vibrando contra mi verga, que aún tenía en la boca, mientras Laura trabajaba con precisión.
“Tiene que estar bien lubricado”, dijo Laura entre lamidas, su voz ronca y cargada de intención, “para que pueda aguantar la verga que estás saboreando”. Sus palabras resonaron en el aire, y Sofía, con los ojos entrecerrados por el placer, dejó escapar otro gemido, su cuerpo temblando bajo las atenciones de mi esposa mientras yo, perdido entre las dos, apenas podía procesar la intensidad de lo que estaba ocurriendo.
Laura se retiró entonces, dejando la concha y el culo de Sofía aún más húmedos de lo que ya estaban, relucientes bajo la luz tenue. Sofía, sin perder un segundo, se levantó y se subió encima de mí, posicionándose con una seguridad felina. Tomó mi verga con una mano y la guió hacia su concha, clavándosela entera con un movimiento firme que la hizo jadear. Laura, desde un rincón del sillón, observaba con una mezcla de satisfacción y deseo. “Hoy es tuyo”, le dijo a Sofía, su voz baja y cargada de promesas. “La próxima vez lo compartimos”. Luego se reclinó, cruzando las piernas mientras tomaba su copa de vino, dispuesta a disfrutar del espectáculo.
Sofía comenzó a moverse de una manera endemoniada, arriba y abajo, sus caderas friccionando con una energía casi salvaje. Sus jugos, abundantes y calientes, manchaban mis pantalones de lino, empapándolos mientras ella cabalgaba sin pausa. Su primer orgasmo llegó rápido, su cuerpo temblando sobre mí, pero no se detuvo. Siguió moviéndose, los gemidos escapando de su garganta, hasta que un segundo clímax la hizo arquear la espalda, sus tetas grandes bamboleándose frente a mis ojos.
Jadeando, se inclinó hacia mí y susurró: “Antes de que me llenes de leche, quiero todo esto en mi culo”. Tomó mi verga con una mano, aún resbaladiza por sus propios jugos, y la guió hacia su entrada trasera. Con un movimiento decidido, se la metió entera ella sola, el calor y la estrechez envolviéndome por completo. Volvió a realizar esos mismos movimientos endiablados, arriba y abajo, su culo apretándome con una intensidad que me llevaba al límite.
Ya era imposible aguantar más. “Voy a acabar”, le advertí, mi voz ronca y entrecortada. Sofía, sin dudarlo, se desmontó con agilidad y se arrodilló frente a mí. Se metió mi verga en la boca justo a tiempo, succionando con fuerza mientras mi leche salía en oleadas. La tomó toda, saboreándola con una expresión de puro deleite, sus labios apretándose hasta extraer la última gota.
Cuando terminó, se limpió la comisura de la boca con un dedo y miró a Laura, que seguía observándola desde el sillón. “Un café sería bueno para despedirme”, dijo con una sonrisa satisfecha, “hasta el próximo encuentro”. Laura soltó una risa baja, levantándose con esa gracia que la caracterizaba, y asintió. “Te lo has ganado”, respondió, mientras el eco de la noche resonaba aún en el aire caliente de la sala.
3 comentarios - La maestra