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Acompañe a mi madrastra a comprar su lencería

Mariana era una madrastra de 35 años, exuberante y sofisticada, con la piel bronceada por el sol de la costa mediterránea y ojos color miel que deslumbraban a todos los que la miraban. Ella se enorgullecía de su figura curvilosa y su cabello castaño que le caía en ondas suaves por la espalda. Un lunes por la mañana, despertó con la brisa marina que entraba por la ventana, deseando que el calor del verano no se apagara pronto. Su marido, Alejandro, se encontraba de viaje de negocios, y su hijastro, Diego, de 18, aún dormía en la habitación contigua. Ella se levantó de la cama con suavidad, sin despertarlo, ya que la vida en la mansión familiar parecía detenerse cada vez que Alejandro no estaba.


Con la intención de preparar una sorpresa para la noche del retorno de Alejandro, Mariana decidió que era el momento perfecto para ir de compras con Diego. Ella quería que la velada de la bienvenida fuese inolvidable, por lo que planeaba adquirir una lencería que encandilara a su marido. Aunque la relación con Diego era cordial, Mariana no podía evitar sentir la tensión sexual que se cernía entre ellos, la chispa que no se atrevía a admitir.


Mientras se vestía, Mariana eligió cuidadosamente cada prenda, queriendo lucir sexy sin ser demasiado obvia. Se puso un vestido de encaje que ceñía sus curvas y que resaltaba sus senos generosos. Mirando su reflejo en el espejo, sonrió al pensar en la cara de su marido al verla.


Diego, por su parte, se despertó a la mañana lleno de energía. Sus ojos se posaron en la puerta entreabierta de la habitación de Mariana. A lo lejos, escuchó el sonido de sus pasos suaves y la carcajada tintineante de sus joyas. El chico no podía evitar sentir que la dinámica en la casa era distinta con Alejandro ausente. Se levantó, se puso un pantalón corto y una camiseta, y se dispuso a unir a Mariana en la cocina.


Cuando se cruzaron, la mirada que Mariana le dedicó a Diego fue un espejo de sus propios pensamientos. El muchacho se había convertido en un joven apuesto, su piel tersa y su torso musculoso producto de horas de natación en la piscina de la propiedad. Mariana se esforzaba por no dejar que sus deseos se le notaran en la cara, y Diego hacía lo propio. Sin embargo, la atracción mutua era palpable, un secreto a voces que se ocultaba detrás de cada sonrisa y cada contacto casual.


Con la excusa de la compra de la lencería, Mariana propuso a Diego que la acompañara. Él aceptó con una sonrisa pícara que no pasó desapercibida. En el coche, la tensión sexual se palpaba, y la conversación se volvió cada vez más ligera, repleta de doble sentidos y risas nerviosas. Ninguno de los dos sabía que el destino les deparaba un giro inesperado que pondría a prueba los lazos familiares y desataría una ola de pasión que ya no podrían controlar.


Llegaron a la tienda de lencería exclusiva, y la sensual atmósfera no ayudó a mitigar la electricidad que existía entre ellos. Mariana recorrió las estanterías, eligiendo artículos cada vez más provocativos, y Diego no pudo evitar admirar cada movimiento que hacía. La vendedora, una joven de ojos pícaros, notó la química y les sugirió un par de conjuntos que dejarían a Alejandro sin aliento. Mariana, sin perder la compostura, sonrió y aceptó sugerirle a Diego cuáles debería probarse.


Mientras la madrastra probaba los encajes y las sedas, Diego no podía apartar la mirada de la puerta del probador. Imágenes erógenas se le cruzaron por la mente, y su respiración se agitó al escuchar los jadeos y los susurros detrás de la tela. La vendedora le entregó un par de conjuntos elegidos con cuidado, y Mariana salió del probador, luciendo cada pieza con un gusto y un encanto que hacía que la ropa se viera aun más sugerente.


Cuando Mariana se puso el primer liguero, su rostro se sonrojó ligeramente al ver la reacción de Diego. Sus pupilas se dilataron y su mandíbula se tensó. El deseo que sentía por ella era indomable, y la cercanía de sus cuerpos desnudos, separados solo por la delgada barrera del algodón, era insoportable. Sin saber qué le impulsó, Diego se acercó a la puerta del probador y, con la excusa de ayudarla a elegir el tamaño adecuado, cruzó la frontera que separaba el deseo del pecado.


Mariana lo miró, sus ojos se llenaron de sorpresa y excitación. Ella sabía que la atracción era mutua, que la tensión se podía cortar con un cuchillo, y que la situación se estaba saliendo de control. Sin embargo, la idea de que su hijastro la desease de aquella manera la excitó aun más. Con un susurro, le dijo que la ayudara a ajustarse la lencería. Sus manos temblaron al tocarla, sentando la piel tersa y caliente de su madrastra. Cada contacto era eléctrico, y la respiración de Mariana se volvió jadeante.


La vendedora, que se encontraba en la tienda, no se percató del inusual intercambio. La conversación se volvió cada vez más cargada de tensión sexual, y Diego no pudo resistir la tentación de acariciar suavemente la piel de Mariana. Su dedo recorrió la curva de su cadera, deteniéndose en la tela que ocultaba su sexo. Ella jadeó, cerrando los ojos, y Diego se dio permiso para explorar un poquito más, empujando suavemente la tela a un lado. Su dedo se metió en la ropa interior, tocando la humedad que emanaba de su madrastra.


Ella abrió los ojos, clavando su mirada en la de Diego. En silencio, le dijo que se detuviera, que lo que hacían era malo. Sin embargo, su respiración jadeante y el pulso acelerado que sentía en su garganta le delataron. Diego, interpretando la situación a su favor, la besó apasionadamente. Ella respondió, suavizando la boca del muchacho con la suya, permitiéndole que sus lenguas se enredaran en un baile húmedo y lleno de anhelo. La lencería se deslizó al suelo, y el joven la empujó contra la pared del probador, deseando poseerla en aquel instante.


Mariana no pudo detenerse. Con la adrenalina a mil, permitió que Diego levantara su vestido, que sus manos recorrieran sus muslos suaves. Sus dedos se adentraron en la humedad de su interior, despertando un fuego que no podía contener. Ella se agarró a su espalda, empujando sus caderas contra la cara de su hijastro. Con cada movimiento, la excitación la envolvía, acercando la ola del orgasmo que ya se anunciaba en su interior. El sonido de la cremallera bajando de su pantalón corto resonó en la habitación, y la sensación de su pene duro y caliente contra su piel la llenó de un deseo incontrolable.


Con la lentitud de un espejismo, Diego la penetró. La sensación de ser invadida por su propio hijastro era indescriptible. Ella jadeó, aferrando su cabello, instándolo a entrar más, a darle todo lo que su marido ya no le ofrecía. La penetración fue lenta, fogosa, cada centímetro de su pene despertando cada rincón de su ser. La vida se detuvo por un instante, y el universo se centró en la unión de sus cuerpos. Mariana no podía creer que estuvieran haciendo aquello, que estuvieran desflorando el tabú del incesto, y a la vez, la idea la llenaba de una emoción que jamás había experimentado.


Diego empujó, lentamente, despacio, cada pulgada de su miembro entrando en la vagina madura de Mariana. Ella gemía, la sensibilidad al límite, cada movimiento suyo era un espejo del deseo que sentía por el muchacho. Ella se sentía sucia, malvada, y a la vez, la mujer más deseada del planeta. Sus pies se levantaron del suelo, y Diego la sostenía en sus brazos, empotrándola contra la pared, su pene hundiéndose cada vez más profundo en su interior.


La sensación de la piel joven y tersa de Diego era una droga que Mariana no podía resistir. Su cara, llena de placer y sorpresa, decía todo lo que sus labios se negaban a pronunciar. La madrastra se envolvía alrededor de su hijastro, apretando sus muslos alrededor de su cintura. Con cada empuje, la pared de la tienda se movía ligeramente, y el espejo que los miraba les devolvía la imagen de una escena que jamás hubieran imaginado.


Mariana sentía la tensión en su interior crecer, su clítoris palpitando al ritmo de la invasión de Diego. Sus tetas se balanceaban con cada embestida, chocando contra el pecho de su amante. La vendedora, al oír los ruidos, se acercó a la puerta del probador, preocupada por si la cliente estuviera teniendo algún inconveniente. Sin darse cuento, Diego apretó los dientes y aceleró el ritmo, empujando con furia.


Mariana estalló en un orgasmo que la sacudió de pies a cabeza, la leche de su vagina manando a raudales, empapando la ropa interior y la tela de la pared. Los ojos se le nublaron, y la realidad se desvaneció por un instante. Diego, desatado por el sonido de su éxtasis, se corrió adentro de ella, llenando su cavidad con su semilla, y gritando de placer. El espejo se empañó por la humedad del deseo y la pasión que inundaba la habitación.


Ambos jadeando, se separaron, y Mariana se sentó en el asiento del probador, sus piernas temblorosas. Miró a Diego, la incredulidad en su rostro. Sin saber qué pasara, se vistió apresurada, recogió la lencería elegida y salió de la tienda. La vendedora, con una sonrisa entendida, les deseó un buen día. En el coche, la tensión era espesa, y la conversación nula.


De camino a la mansión, Mariana recibió la llamada que cambiaría su vida por completo. Alejandro, su marido, con la voce temblorosa, le confesó que no podía volver a la hora prevista, y que su secretaria se encontraba en su hotel. Las piezas del rompecabezas encajaban. Ella supo que Alejandro la traicionaba. La ira y la traición se apoderaron de ella, y una sonrisa fría se dibujó en sus labios.


Al colgar, se volvió a ver a Diego, que la miraba con ojos llenos de incertidumbre. Mariana sabía que la noche de la bienvenida de Alejandro ya no sería la que el padrastro hubiera imaginado. Con la adrenalina en la sangre, se decidió a dar rienda suelta a su deseo. Sin medir las consecuencias, le dijo a Diego que ya no tendrían que esconderse, que la noche sería suya. Y con esas palabras, la madrastra y el hijastro continuaron su viaje de lujuria, con la traición del padrastro resonando en el ambiente, dando un toque adictivo a su pecado.


Al entrar en la mansión, Mariana se despojó del vestido de encaje y se acercó a Diego, que la miraba con hambre. Sin mediar más preámbulos, se arrojó a la boca del joven, deseando que sus lenguas se enredieran en un baile de pasión que ya no podrían detener. La guió a la habitación principal, el olor a sal del mar que se colaba por las ventanas abiertas, acompañando sus jadeos.


Diego, con las manos temblorosas, desabotonó la blusa de su madrastra, revelando sus senos desnudos. La luz del sol que se colaba por las persianas las iluminó, haciéndolos resplandecer. Mariana, con la boca seca por la ansiedad, se deshizo del pantalón del chico, mostrando su erección vigorosa. Ella se arrodilló delante de él, acercando sus labios a la punta del miembro de Diego, que se estremecía ante la promesa de lo que iba a suceder.


Con la habilidad de una diosa, Mariana empezó a acariciar la piel tersa del pene de Diego con la punta de su lengua. El chico jadeó, la sensación era demasiada, la humillación de la mañana se desvaneció al instante. Ella sabía que ahora era suyo, que podía tomar lo que deseaba sin pedir permiso. Con cuidado, empezó a bajar por el falo, tragando cada centímetro, la saliva resbalando por sus labios. Diego no podía creer la suerte que tenía, su madrastra, la mujer que deseaba, le hacía aquello que soñaba cada noche.


Mientras Mariana se dedicaba a darle placer oral, Diego acariciaba sus pechos, haciéndolos rebotar en sus manos. El deseo que sentía por ella era tan grande que pensó que se moriría si no la penetraba de inmediato. Con un empujón, la tumbó en la cama, sus ojos ardientes clavados en los suyos. La madrastra, con la respiración acelerada, abrió las piernas, mostrando su sexo mojado, listo para la invasión.


Con la pasión a tope, Diego se introdujo en la vagina de Mariana. Ella gimió, la sensación de ser penetrada por el joven la enloquecía. La piel de Diego era suave, su miembro duro y caliente, la llenaba por completo. Movía las caderas con la experiencia de una amante experta, haciéndola sentir cada pulgada que entraba y salía de su interior. Mariana se enredó en las sábanas, la sensación de la traición de Alejandro dando un toque de amargura a la dulzura del acto.


El sonido de la carne chocando contra la carne se escuchó a lo lejos, en la soledad de la mansión, y la leche empezó a manar de su vagina, empapando la ropa de cama. La tensión en su interior se acumulaba, la sensación de que la vida se desvanecería en un instante de placer. Y de repente, sucedió, un orgasmo tan intenso que la catapultó al cielo, estremeciéndola de la coronilla a los pies.


Con la mente en blanco, Mariana se enredó en los brazos de Diego, su corazón latiendo desaforadamente. El muchacho la miraba, la admiraba, la deseaba. Ella sabía que la noche sería larga, que la pasarían explorando cada rincón de la mansión, cada rincón de sus almas. Alejandro ya no importaba, ya no era más que un recuerdo lejano. La traición se había convertido en la llave que abrió la puerta al paraíso.


Ya en la cama, la pasión se apoderó de la habitación. Diego, sin dejar de besar a Mariana, se adentró en la humedad de su sexo con un fervor que la llenó de vida. Cada embestida era un ciclón que la arrastraba al vacío del placer. La madrastra, que ya no podía controlar sus gritos, se agarró a la espalda del joven, sus uñas clavadas en la piel, empujando sus caderas para sentirlo más profundo, cada pulso de su miembro adentro de ella.


Ella notó que la leche se escapaba de su vagina, bajando por las piernas de Diego. La sensación era tan real, tan intensa, que Mariana se entregó por completo al pecado del incesto. La idea de que la traición de Alejandro la empujara a cometer este acto la excitaba aun más. Su marido no la satisfacía, y aquí, en los brazos de su propio hijastro, encontraba el fuego que le faltaba.


Diego, embriagado por el olor a sexo y la sal del mar, no podía creer la suerte que le había tocado. Su pene se movía frenéticamente adentro de Mariana, cada movimiento haciéndola jadear y pedir más. La sensación de la piel madura de su madrastra contra la suya le hacía sentir un placer que jamás experimentó con su novia. Ella era la perfección personificada, la prohibida fruta que ahora se encontraba a su merced.


Mariana, que se sentía deseada y amada, se entregó a la lujuria sin reparos. Sus manos recorrieron el torso de Diego, acariciando sus músculos, despertando un deseo que no sabía que existía en su interior. La luz de la tarde se filtraba por la ventana, bañando su piel en un tono anaranjado que hacía que cada gota de sudor reluciera. La mansión, que antaño era un testigo silencioso de su aburrida vida conyugal, ahora se convertía en su propio paraíso terrenal.


Durante la noche, la pareja se adentró en cada rincón de la mansión, explorando lugares prohibidos y haciéndolos suyos. La biblioteca, la piscina, la sala de billar, cada habitación se llenó del sonido de sus jadeos y gemidos. La leche fluía abundantemente de la vagina de Mariana, cada eyaculación de Diego en su interior la hacía sentir completa, rellenando el vacío que Alejandro dejaron.


Cuando el alba se asomó por el horizonte, Mariana se enredó en las sábanas, exhausta por la noche de pasión. Miraba a Diego, que dormía a su lado, la respiración lenta y profunda. La traición de Alejandro ya no la dolía, ya no importaba. Había descubierto un placer que jamás pensó que experimentaría, y ahora que lo sabía, no podía dejarlo ir.


Con la determinación de una guerrera, Mariana se levantó de la cama, su piel aún caliente por el contacto de la noche. Ella sabía que la vida ya no sería la misma, que su relación con Diego se había cruzado a un terreno sin retorno. Sin embargo, la emoción de lo que venía la llenaba de una vida que no sentía en mucho tiempo.


Se vistió despacio, recogió la ropa desparramada por la habitación y se acercó a la ventana. El mar se extendía ante ella, sereno y tranquilo, sin saber el torbellino de pasión que se desatara en la noche. Mariana sonrió, su corazón latiendo con la emoción de la travesura. Ella ya no era la madrastra fría y distante, ahora era una amante deseada, una diosa del placer que se levantaba de entre las cenizas de su matrimonio en ruinas.


Bajando las escaleras, Mariana notó que la mansión se sentía extraña, la soledad ya no era la de la rutina, ahora era la del secreto compartido. Se detuvo en la cocina, preparando un desayuno que sabía que Diego disfrutaría, el sonido de las sartenes chocando contra la estufa resonando en la quietud. El aroma a café y tostadas se desparramaba por la cocina, y la visión del joven desayunando desnudo le trajo a la mente imágenes que le hicieron acelerar el pulso.


Cuando Diego bajó, la miraba con ojos cansados y satisfechos, la noche aún impregnada en su piel. Ella le sonrió, le sirvió el desayuno y se sentó en su regazo, acariciando su miembro que se endurecía de nuevo. La mañana se convertía en un espejo del pecado de la noche anterior, cada toque, cada beso, cada caricia, una declaración de que ya no podrían detenerse.


Mariana, con la mente en ebullición, empezó a idear planes. Alejandro no volvería pronto, y ella no permitiría que la vida en la mansión volviera a ser la de costumbre. Ella quería que cada rincón, cada mueble, cada habitación, recordara el sabor de su traición. Con la complicidad de la mañana, la pareja se adentró en la alberca, el sol calentando sus pieles desnudas, la brisa marina refrescando su deseo.


Diego, que ya no podía contenerse, la empujó suavemente contra la pared de la piscina, sus labios se unieron en un beso que hundía la pasión en cada poro. Ella envolvió sus piernas alrededor de su cintura, y el joven la penetró sin piedad, la leche de la noche anterior aun fresca entre sus muslos. Ella gimió, la sensación de la carne dura adentro de su vagina ya era una adicción que no podía dejar.


Movió sus caderas al ritmo del mar, la espalda apoyada en la pared mojada, cada ola de placer haciéndola sentir viva. La piscina se agitaba con sus movimientos, y el sonido del mar se fundía con los sonidos de su lujuria. El sol brillaba en su rostro, bañando la escena en una luz que parecía aprobar su pecado.
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