You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

tan putas son algunas

tan putas son algunas

Un hermoso atardecer otoñal, con matices rosáceos y anacarados, nos arropaba durante el camino de regreso. Volvíamos en coche de una boda y era yo quien conducía. De copiloto iba la sobrina de uno de mis mejores amigos de siempre. ¿Y dónde estaba mi amigo? Pues tumbado en el asiento trasero roncando como un gorila. Menuda castaña se había enganchado, el tío… El hermano pequeño de éste había contraído matrimonio con su novia de toda la vida y, tras el evento, la pareja había alquilado un bar de copas para continuar con la fiesta hasta altas horas de la madrugada. Y hacia allí nos dirigíamos.
Desafortunadamente, a mí me había tocado trabajar durante el día, por lo que no pude acudir a la ceremonia. Me tuve que conformar con unirme cuando el convite había finiquitado, con la fiesta y las correspondientes borracheras de los invitados ya bastante avanzadas. Por esa razón había llevado mi vehículo particular. El convite se había celebrado en un restaurante ubicado a unos 25 km. de nuestra ciudad de residencia y, como yo iba a llegar tarde sí o sí, no me importó demasiado llevarlo. Mal por mi parte, pero es cierto que sucumbí a la norma social de hacer uso de la barra libre y me tomé un par de cubatas antes de volver a coger el coche. Me encontraba en perfectas condiciones, pero estaba convencido de que, si la policía me daba el alto y me hacía soplar, me multarían seguro.
Isabel, la sobrina de mi amigo y también del recién casado, estaba aprovechando el trayecto para acicalarse en el espejo del parasol. Lo típico: un poco de rímel por aquí, otro poco de pintalabios por allá… Era una preciosidad y además tenía un tipazo, por lo que considero que no le hacía mucha falta seguir repasándose el maquillaje. Pero ya se sabe, en una boda hay que procurar ir de punta en blanco. Al menos hasta la hora de la cena.
No me importa reconocer que, de vez en cuando, miraba de reojo su generoso escote, el cual escondía unas tetas difícilmente abarcables con las manos. Unas tetas que, a pesar de su portentoso tamaño, eran ajenas al efecto de la gravedad. Bendita juventud.
               —Te quedarás un rato, ¿no? —me preguntó mientras devolvía el parasol a su lugar habitual.
               —Esa es la idea.
               —¿Y qué hacemos con este? —volvió a preguntar mirando hacia el asiento de atrás, donde la máquina de ronquidos funcionaba a pleno rendimiento.
               —A lo mejor deberíamos llevarlo a casa —propuse, tras verificar el estado de mi amigo.
               —Vale, pero luego al bar, ¿no?
               —Luego al bar —confirmé.
Se me quedó mirando con esos preciosos ojos verdes, herencia de su madre, quien, por cierto, también tenía un cuerpazo y albergaba unos pechos igualmente voluminosos. Por suerte, la genética, siempre caprichosa e impredecible, había dictaminado que la hija se asemejase a ella y no al padre, que parecía un orangután con joroba.
Sin previo aviso y sin dejar de mirarme en ningún instante, Isabel posó su mano izquierda sobre la cara interna de mi muslo y empezó a mover la mano hacia mi entrepierna, lentamente.
               —¿Qué haces, Isa?
sobrina

               —¿Tú que crees?
Como es natural, ella había bebido bastante más alcohol que yo y se le resbalaban un poco las palabras, pero doy fe de que era plenamente consciente de lo que estaba perpetrando. Recordé lo contenta que se había puesto al verme aparecer a última hora y que, el poquito rato que pudimos juntarnos en la sala de fiestas del restaurante, estuvo flirteando conmigo de un modo descarado. Miradas, roces, algún restregón furtivo…
               —Isabel… que estoy conduciendo… —le advertí, mientras su mano agarraba mi paquete encima del pantalón del traje.
               —Es una autovía —evidenció, restando importancia a mis palabras—. ¡Ufffff! Qué dura se te está poniendo.
Con una habilidad pasmosa, desabrochó la hebilla de mi cinturón, deslizó la cremallera del pantalón y, en un santiamén, ya tenía mi polla en su mano. No esperó ni un segundo para comenzar a masturbarme con suavidad.
               —Qué calentita la tienes… —comentó al tiempo que se mordía el labio y pasaba su pulgar en círculos sobre mi glande.
—Isabel, joder, que está tu tío justo ahí —le advertí de nuevo, aunque ya sin demasiada convicción. Mi rabo estaba empezando a alcanzar un tamaño considerable gracias a sus delicadas caricias.
Eché una rápida ojeada hacia el asiento trasero porque, hostias… es que su tío, el hermano del novio, mi amigo de toda la vida, se encontraba ahí mismo. Muy borracho, muy dormido y roncando como una morsa con anginas, pero presente en el mismo vehículo, a fin de cuentas.
               —Sabes tan bien como yo que no se va a despertar —dijo ella con toda serenidad al ver qué giraba el torso para inspeccionar al borracho. Es más, tan tranquila se mostraba que incluso aceleró el ritmo de la paja.
               —Ya, pero, joder…

               —¿Paramos? Así te la puedo chupar.
«Pero, ¿esta chica?», pensé, perplejo por la inesperada situación. Estaba flipando con el arrojo con el que se desenvolvía la sobrina de mi colega.
               —Isabel, podría ser tu padre —aduje, ya con la boca pequeña.
               —Tengo 19 años, Raúl… Además, ¿no te quieres correr en esta boquita? —dijo señalándose los labios entreabiertos con su mano libre.
Joder, esta niña. Qué directa era. Y qué caliente me había puesto solo con la imagen de mi pene derramando semen sobre su lengua.
Mi mente calenturienta no quiso discernir si había sido una pregunta retórica o no, pero lo cierto es que no fui capaz de responder nada. Me encontraba tan sorprendido e intimidado que solo conseguí guardar silencio.
               —O paras el coche en algún sitio, o te como la polla mientras conduces, tú verás —me advirtió ella a mí mientras seguía masturbándome cada vez con más brío.
               —Vale, vale… —accedí, al tiempo que mi respiración empezaba a incrementar en intensidad—. Pero suéltame la polla de una puta vez que al final vamos a tener un accidente.
Por vez primera y sin que sirviera de precedente, Isabel hizo caso a mis indicaciones y liberó mi rabo, el cual se me había puesto duro como un mástil.
Eso sí, no soltó mi pene por nada. Su intención no era permanecer quietecita en el asiento, ni mucho menos. Así que, ni corta ni perezosa, se sacó las tetas encima del vestido y comenzó a tocárselas con ambas manos.
               —¿Te gustan? —me decía con tono sensual—. ¿Meterás esa polla tan rica entre ellas?
               —Bufffff, Isabel. Para, por favor.
Me estaba poniendo cardiaco. Y no solo eso. Me estaba costando concentrarme en la carretera. Aunque solamente fuera por seguridad vial, debía detener el coche en cuanto tuviese oportunidad. De manera imperiosa.
No obstante, yo seguía alucinando. Cómo podía ser posible que esta chiquilla que hace escasos años correteaba por el parque, jugaba con la comba y nos pedía que le comprásemos chuches se estuviera insinuando de esta forma. Bueno, insinuando no era la palabra correcta. Más que nada porque ya me había estado meneando el rabo un rato y, además, se estaba desnudando en el interior del coche profiriendo toda clase de guarradas extraídas del escueto guión de una película porno.
Cuando ya estaba levantándose el vestido, al parecer, dispuesta a introducirse los dedos en el coño, apareció un área de descanso. Por supuesto, no lo dudé un instante y ahí mismo paré.
               —¡Por fin! —exclamó ella.
Buscando la discreción y alejarme de cualquier ojo curioso, aparqué el coche al fondo de un parking, bajo unos tejadillos metálicos, en una zona no demasiado iluminada. Sin permitir que apagase el motor, Isabel se abalanzó hacia mi boca y comenzamos a besarnos con pasión durante unos segundos. Nuestras lenguas se entrelazaban y se movían inquietas dentro del espacio creado por nuestros labios. Su mano buscaba mi pene, con mi glande sobresaliendo del pantalón. Mis manos se dirigieron hacia sus pechos, aún fuera de su vestido.
               —Espera, espera —me detuve, consciente de lo que estaba haciendo, dónde lo estaba haciendo y con quien lo estaba haciendo—. Te sigo recordando que tu tío está detrás.
               —Vamos fuera, entonces. Que las buenas mamadas se hacen de rodillas.
«Por dios santo, pero qué guarra es esta niña», pensé de nuevo, asombrado por el lenguaje soez que utilizaba. ¿A qué edad se supone que se había metido por primera vez una verga en la boca?
Seguía un tanto desconcertado. Y cachondo. Muy cachondo.
Ambos salimos del coche y, literalmente, me empujó contra una de las puertas traseras haciendo bastante ruido. Apoyado de espaldas, giré la cabeza y miré hacia la ventanilla, justo donde dormitaba su tío. No se había enterado de nada.
—Que no te preocupes, Raúl. Te digo yo que, aunque explote una bomba aquí al lado, no se va a despertar. Ceno con él todas las nochebuenas y sé cómo se pone —argumentó con total seguridad.
Yo creía que nos besaríamos durante un rato más, continuando con la dinámica del interior del vehículo. De hecho, a mí me apetecía muchísimo lamer y magrear esas bonitas tetas. Pero, una vez más, Isabel me sorprendió cuando, sin mediar palabra, se agachó frente a mi paquete y me bajó hasta los tobillos tanto el pantalón como el bóxer.
Mi polla, durísima, saltó como un resorte y le golpeó en la barbilla, provocando una risita muy graciosa por su parte. Observé cómo se tomaba un par de segundos para mirarla a escasos centímetros y relamerse ella solita. La cogió con ambas manos y comenzó a pajearme mientras le daba lametones al glande, como si estuviera disfrutando de un dulce cucurucho de helado. Después se la fue metiendo poco a poco en la boca hasta casi el final y se la volvió a sacar, emitiendo un tenue gemidito al final. Efectuó esa operación en varias ocasiones y pude deducir que estaba calibrando hasta donde podía engullir mi polla sin atragantarse. Y os aseguro que su nariz respingona tocaba con mi pubis.
—Qué bien esto de llevar el pelo recogido, oye —dijo de repente, pensando en alto.
Y tras esa acotación con todo el sentido para la tarea que iba a desempeñar, agarró mis pelotas con una mano, se volvió a introducir mi rabo en la boca y, entonces sí, comenzó a mamar con fruición, con ganas, como si no hubiera probado bocado en un mes.
Desde mi posición, además de mi barra de carne apareciendo y desapareciendo aleatoriamente del interior de su cavidad bucal, tenía unas vistas maravillosas de sus pechos, que habían quedado fuera del vestido, huérfanos de atención. Aproveché y bajé sendas manos para tocarlas y amasarlas a gusto. No me encontraba en una postura cómoda para tal maniobra, pero logré alcanzar sus pezones y los pellizqué de manera sutil al principio, y ejerciendo presión un momento después. Ella reaccionó a mis estímulos gimiendo con más sonoridad. La piel que rodeaba sus aureolas era tersa y turgente, joven, deseable. Me apetecía muchísimo comérselas enteras pero, según el afán con el que estaba dando cuenta de mi pene, a ver quién era el guapo que le quitaba el caramelo de la boca. Por lo que me dejé hacer.
En un momento dado, mientras estaba disfrutando de la mamada con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y los ojos cerrados, se sacó mi polla de la boca, se levantó con rapidez y abrió la puerta del copiloto. Rebuscó en su minúsculo bolso de boda y cogió el móvil. Después activó el modo grabación de vídeo y me lo ofreció.
               —Grábame.
               —¿Disculpa?
Ahora sí que estaba flipando. Y ya no solo por la tremenda mamada que me estaba procurando esta muchacha casi recién salida de la adolescencia, si no porque además pretendía inmortalizar el momento.
—Grábame —insistió.
               —Pero, Isabel… —dudé.
«¿De verdad es real esta situación?», me pregunté.
               —Tú solo grábame, ¿vale? —volvió a insistir totalmente convencida.
               Nos quedamos unos instantes mirándonos a los ojos. Ella esperando una respuesta, yo sopesándola. Y, obviamente, llegados a ese punto, mi libido respondió por mí. Necesitaba correrme encima o dentro de esa muchacha.
               —De acuerdo, si es lo que deseas…
Ella, tras mostrarme una sonrisa amplia y luminosa, me dio un piquito en los labios, volvió a ponerse en cuclillas y continuó mamándome la polla con todavía más ganas que antes.
Empecé a enfocarla desde mi posición cenital mientras ella me iba dando pautas, cual directora de cine: «ahora pon el móvil así», «ahora así, mientras te chupo los huevos», «ahora golpéame con la polla en la cara» y alguna que otra lindeza más. Parecía el típico cámara de vídeo del típico vídeo porno al que le hacen una mamada mientras filma la escena en primera persona. Era un tanto chocante. No me terminaba de creer que solamente contara con 19 primaveras. Eso me hizo sopesar la cantidad de pollas que había podido llegar a devorar a lo largo de su corta existencia. Y por el modo profesional de mamar del que hacía gala, no me cabía la menor duda de que había mejorado su técnica gracias al visionado de porno. A resumidas cuentas, la niña la chupaba como una auténtica maestra de la felación.
Y tan bien lo hacía que, si seguía aplicando esa potencia de succión durante un rato más, con grabación de video o sin ella, yo no iba a tardar demasiado en correrme.
               —Isa… como continúes así….
Al oírme decir eso, paró en seco, extrajo mi polla de su boca produciendo un sonido divertido, y me miró frunciendo tanto el ceño como los labios.
               —Todavía no. Todavía tienes que follarme.
               Le pegó nueve o diez chupadas más a mi polla, como queriendo mantener el sabor en su paladar, y se levantó de inmediato.
               Tras devolverle su móvil, se remangó hasta la cintura su precioso vestido de boda color azul eléctrico y, para mi sorpresa, no llevaba ropa interior.
               —Me he quitado el tanga antes de subir al coche —confesó, guiñándome un ojo.
               En ese preciso instante caí en la cuenta de la razón concreta por la que Isabel no había querido montarse, junto con el resto de invitados, en el autobús que contrataron los recién casados para volver del restaurante. Tenía ese plan preparado desde el principio. Era todo premeditado. Una evidente maquinación.
               Y entonces, también en ese preciso instante, tras recibir esa nueva información, mi cabeza cortocircuitó. Desde el punto más hondo de mi cerebro surgió el cerdo redomado que llevo dentro y permití que tomara el mando de la situación. Sin remilgos. Sin prudencia. Sin mesura.
               —Ven aquí —le dije con cierto tono autoritario.
La agarré por los hombros y le empujé hacia abajo, obligándola a agacharse de nuevo. Sin tan siquiera pedir permiso, le ensarté mi rabo en la boca hasta casi la garganta, cosa que agradeció con un gemido gutural y poniendo los ojos en blanco. Coloqué mis manos a ambos lados de su cabeza y ella, leyendo perfectamente la situación, hizo lo propio agarrándose a mis glúteos. Entonces comencé a follarle la boca. Hasta donde llegase. Sin clemencia. Me daba exactamente igual. Su nariz colisionaba con mi pubis. Mis huevos contra su barbilla. Cada vez que mi glande llegaba al fondo de su garganta, ella me regalaba gemidos de placer, dándome pie a que mis caderas insuflasen más potencia a las embestidas. Veía cómo las babas le caían en los pechos, resbalando por su canalillo, pero no detecté atisbo de arcadas por su parte. Y si lo había, Isabel lo soportaba realmente bien. Por la magnitud de mis bufidos y sus intensos gemidos, se adivinaba que ambos estábamos disfrutando de lo lindo.
Cuando consideré oportuno que la chica ya había tenido suficiente ración de carne en su boca, si bien no había llegado a tener la sensación de incipiente orgasmo como me ocurriera minutos atrás, la levanté por las axilas, la apoyé contra el coche de espaldas a mí y le obligué a que pusiese el culo en pompa.
—Ahora no dices nada, ¿eh, zorrita? —le susurré al oído tras colocarme a su espalda y posicionar mi rabo cubierto de saliva entre sus nalgas.
—Fóllame, por favor —respondió casi suplicando, aceptando su nuevo rol en ese obsceno encuentro sexual.
Por supuesto, no pretendía esperar a clavarle mi estaca, pero al ver esas piernas tan bonitas y torneadas, ese culo tan firme y redondo y ese coñito tan prieto y completamente depilado, mi cuerpo me pidió posponer un rato la penetración para agacharme y lamer la zona a conciencia.
Hice que se diera la vuelta, quedando frente a mí, y comencé a comerme su rajita de mil maneras. A veces le pasaba la lengua plana, haciendo que notase la ligera rugosidad de mis papilas; otras veces la introducía en su interior todo lo que podía y la movía en círculos; en otras ocasiones recorría sus labios con ella, internos y externos; o en otras me entretenía masajeando y succionado su clítoris; y todo ello, mientras alternaba el movimiento de mis dedos perforándola rítmicamente o haciendo el gancho para buscar su punto más recóndito y carnal. A juzgar por sus gemidos de placer, mi boca y mi mano estaban efectuando un trabajo irreprochable. Lo cierto es que me encontraba en la gloria sintiendo cómo Isabel estaba gozando y no me apetecía parar por nada del mundo. Deseaba continuar saboreando su coñito hasta las últimas consecuencias. Hasta hacerla explotar en mi boca.
Y, tras escasos dos minutos, cuando sus gemidos ya podían escucharse a kilómetros de allí y se perdían en la oscuridad de la noche que, minuto a minuto, nos iba envolviendo, percibí cómo sus piernas empezaban a temblar y cómo su vulva palpitaba sobre mi lengua. Acto seguido, sus gemidos se convirtieron en gritos sordos y mi boca se humedeció a más no poder. Estaba llegando al clímax.
Pese a ello, no me separé ni un ápice de su sexo. La sujeté del vientre mientras intentaba controlar sus espasmos y así permitir que se corriese bien a gusto. Isabel gemía y respiraba de manera entrecortada mientras sus benditos fluidos impregnaban mi nariz, mis labios y mis mejillas. A su vez, sentía que parte de sus jugos se deslizaban en dirección a mi cuello y, por ende, a mi camisa recién estrenada. No me importó en absoluto. Era lo que buscaba con ahínco y lo rico que me supo.
Después de semejante cunnilingus, me puse en pie y me dediqué a chuparle las tetas durante un breve espacio de tiempo. Me pirraban esos pechos y esos pezones rosados tan duros, pero no iba a hacerle sufrir más. Ni a mí mismo tampoco. De inmediato le di media vuelta y, plantándome detrás como hiciera antes, volví a apoyar mi polla entre sus glúteos.
—¿Tienes condones? —pregunté, mientras me movía de arriba a abajo, pajeándome con su culo.
—Tomo la píldora —aseguró al tiempo que giraba la cabeza hacia mí con la tez enrojecida después del orgasmo cosechado.
«Mensaje recibido», pensé, frotándome las manos figuradamente.
Y ni cinco segundos después, mi polla ya estaba alojada en el fondo de su útero. No me apetecía juguetear con mi pene en su entrada, tal y como me divierte hacer para desesperar un poquito a la mujer de turno. Deseaba que sintiera palpitar mi hinchado rabo en su interior desde el minuto uno.
Así que empecé a follármela con ritmo y energía. Los mismos huevos que antes chocaron contra su barbilla, en ese momento restallaban contra su trasero en un sonido rítmico, como quien da palmadas. Me encanta ese sonido. Y más aún escuchar cómo Isabel gemía y gemía con cada empellón que le daba. Aparte de darle algún que otro moderado cachete en el culo, yo alternaba entre coger sus caderas cuando pretendía imprimir más fuerza y acariciar sus preciosas tetas cuando quería recrearme y estimular esa otra zona erógena. No recordaba cuando fue la última vez que alguien me ponía tan burro.
Ella también estaba desatada y, entre gemidos y gritos de placer, me decía cosas como: «dame más fuerte», «destrózame, cabrón» o «¿me vas a dar tu lechita?». Incluso ella misma realizaba un movimiento de vaivén con sus caderas para que mi polla alcanzase aún más profundidad.
En ese instante a mí no me apetecía declarar nada. Me encontraba concentrado en penetrar ese coñito tan lozano y exquisito. En gozar de lo apretado y mojado que lo tenía. Y en intentar que se corriese cuantas más veces, mejor.
En estas, me quedé absorto observando su ano. Igual de prieto y tan apetecible o más que su coñito. Como estaba en plan cerdo total, al tiempo que seguía follándola, aproximé mi dedo índice y empecé a jugar con el contorno. Viendo que ella no ponía objeciones, intenté introducirlo, únicamente la puntita de la yema.
               Entonces Isabel giró la cabeza, me miró en silencio y esbozó una media sonrisa, dándome a entender que tenía su consentimiento para prospectar ese orificio.
               No quería darle opción a que se arrepintiera, por lo que inserté mi dedo poco a poco en su recto hasta que entró por completo. Ella dio un respingo cuando eso sucedió, sin embargo, no escuché queja alguna. Así que, tratando de llevar cierta sincronía, continué perforándola con mi polla en su vagina y con mi dedo en su ano. Ella no dejaba de gritar de gozo al sentir esa doble penetración. Pero llegados a ese punto, decidí llegar un poco más allá.
               Una vez noté que mi dedo entraba y salía de su interior con facilidad, lo extraje junto con mi rabo y apoyé mi glande en la entrada de su ano. Al ver que tampoco se oponía a ello, fui ejerciendo presión lentamente.
—Es mi primera vez —desveló Isabel, si bien no parecía una negativa.
               —¿Quieres que pare? —le pregunté con efímera sensatez, arrinconando momentáneamente mi faceta pervertida.
               —No, no… Sigue, por favor...
               —Entonces, relájate. Te prometo que lo haré suavecito.
               Poco a poco, milímetro a milímetro, mi glande se fue abriendo paso en su agujero más estrecho y secreto hasta que cruzó el umbral, momento en que Isabel soltó un grito más cercano al dolor que al placer.
               —Me arde… —se quejaba.
Ya no le respondí. Solo continué introduciendo mi verga con mucho mimo dentro de su recto hasta que logré llegar al final, cuando mi pubis se topó con sus nalgas. Sus resuellos eran de dolor y reparé en cómo se mordía el puño para mitigarlos. Resultaba encomiable lo que estaba haciendo la chiquilla.
Agarrado a sus caderas, opté por quedarme dentro, inmóvil, intentando aportar calma para que ella y su culo se acostumbraran a mi barra de carne. Pasados unos segundos, cuando percibí que su ano ya estaba suficientemente dilatado, empecé a moverme con sosiego, saliendo y entrando, deseando que sintiera cada centímetro de polla que recorría su interior. Fui aumentando la velocidad de penetración paulatinamente hasta que noté cómo sus gemidos iban cambiando de registro. Lo que antes se adivinaba como gemidos de dolor, estaba mutando en gemidos de placer. E Isabel me lo hizo saber.
               —Dios… Raúl… esto ya es otra cosa…
               Me encantaba la naturalidad con la que trasladaba sus opiniones al tiempo que mi polla horadaba su ano. La primera de su vida. De la que, sin duda, se acordará siempre.
               —Ahora vas a follarme fuerte, ¿verdad? —preguntó de forma retórica mientras giraba su cabeza hacia mí una vez más y me miraba con cara de guarra.
¡Me cago en todo! Cómo me ponía esta puta cría. La forma en que hablaba, la forma en que lanzaba sus miradas… bufff…
               —¿Es lo que quieres? —le pregunté, también retóricamente, claro está.
               —Sí… por favor… reviéntame…
Dicho y hecho. Comencé a bombear su ano como si no hubiera un mañana. Sin piedad. Sin compasión. A su coño le había dado caña y estaba dispuesto a hacer lo mismo con su cada vez más dilatado ano. No estoy seguro de que pudiera llegar a sentarse con comodidad los días venideros, pero el cerdo había vuelto a tomar el control y me importaba realmente poco en ese momento.
Le estaba pegando una follada brutal. No sé ni cuántas veces se corrió, pero estoy seguro de que encadenó 3 o 4 orgasmos seguidos. Creo que ese día, el día de la boda de su tío, además de perder la virginidad de su culo, había descubierto que era multiorgásmica. Y analmente, además. Sus piernas se retemblaban tanto que, en alguna ocasión, tenía que sujetarla con fuerza para que no cayera de bruces. Pero yo seguía a lo mío. Un continuo traqueteo buscando mi propio final.
               Y no tardaría en presentarse. Tras otro breve rato percutiendo su ano y arrancándole más y más gritos de satisfacción, cuando ya notaba que mi eyaculación estaba aproximándose, ralenticé el ritmo frenético de mis caderas. Siendo sincero, no me hubiese importado rellenarle el culo como si fuese un bollo de crema, pero no sé por qué, intuía que Isabel querría mi leche en otro lado. ¡Y qué cojones!, a mí me apetecía vaciar mis huevos en su boquita prístina. Así que, aun conociendo la respuesta, se lo pregunté.
               —¿Dónde la quieres?
               —En… la… boca… —consiguió balbucear.
               Seguí follándole el culo un poco más y ya sentía que me corría.
               —Pues gírate, porque ya viene.
               —Espera, espera —se giró un momento para darme el móvil otra vez, el cual había portado en la mano durante todo el tiempo que estuve penetrándola por sendos orificios—. Quiero que grabes esto.
               Yo ya no hacía preguntas, ni a ella ni a mí mismo. ¿Para qué? Si la chica deseaba tener un recuerdo del momento exacto en que mi semen inundara su boca, por mí encantado. El resultado iba a ser el mismo.
A renglón seguido, salí de ella produciendo un ligero sonido de vacío, como quien descorcha una botella de vino por segunda vez, se dio la vuelta rápidamente y se puso de rodillas frente a mi rabo. Después se agarró las tetas con una mano, realzándolas, y agarró mi polla con la otra con la mera intención de ordeñarme.
Abrió la boca al máximo, sacó la lengua y apoyó mi glande sobre ella.
—Dame toda tu leche… —pidió con auténtica voz de actriz porno, primero mirándome a mí y después mirando a cámara.
Mi polla, que ya llevaba una tralla importante en ese culito tan apretado, solo necesitó un par de meneos para comenzar a manar semen.
El primer disparo salió con ímpetu y tiñó de blanco la superficie de su lengua. Ella gemía por recibir ese primer semen ardiente y yo gruñía por dárselo. Según iba masturbándome, chorro tras chorro, su cavidad bucal se llenaba a ojos vista. Cada vez que un nuevo lefazo se derramaba en su boca, ella correspondía con un gemido de sumo placer. Había cerrado los ojos y se apretujaba las tetas con su mano libre. Creo que, de haber dispuesto de una tercera mano, también se hubiera hecho un dedo. Dada la intensidad con la que disfrutaba recibiendo leche, estaba claro que no era la primera vez que lo hacía. Ni la segunda. Ni la tercera… De hecho, era muy probable que por esa garganta ya hubiera pasado una cantidad cercana al litro de semen. Y yo, como buen samaritano, también estaba contribuyendo a rellenar su estómago con ese líquido que tanto apreciaba.
Cuando ella consideró que de mi pene no saldría más líquido grueso, cerró la boca para reorganizar el semen acumulado y lo mostró a cámara. Tras ello, jugueteó unos segundos con él y, de inmediato, se lo tragó, emulando el sonido de quien he bebido un trago de agua fría.
—Riquísima —declaró mientras con su dedo índice recogía un pequeño resto de semen que había quedado sobre su labio superior y se lo llevaba a la boca.
Sabiendo que no había dejado de grabar, asió mi polla de nuevo y la estrujó varias veces para extraer hasta la última gotita de mi néctar, arrastrándolo con su lengua cada vez que algo aparecía. Estuvo lamiendo mi polla un minuto más hasta dejarla totalmente reluciente. Y menos mal que paró, porque si hubiera seguido chupando, me hubiera puesto a tono otra vez.
               —Bueno, vamos al bar, ¿no? —preguntó al tiempo que se ponía en pie y recolocaba su vestido en su sitio.
               Me seguía alucinando su naturalidad. Acababa de follármela por todos sitios, habiéndole estrenado su culito, me había corrido en su boca y además lo habíamos grabado con su móvil. Y para más inri, en el parking de un área de servicio de una autovía y con su tío dormido dentro del coche. Pero ella lo trataba con normalidad, como el que baja a comprar el pan.
               —Sí, pero hay que dejar a tu tío en casa —le recordé.
               —Cierto, casi se me había olvidado —rio, recolocando su pechos dentro del vestido.
Arranqué el coche y retomé el camino hacia el bar de copas, donde se supone que ya estarían todos los invitados de la boda. Miré hacia atrás y vi a mi amigo roncando en la misma posición en la que estaba cuando nos bajamos del coche su sobrina y yo. Al final, Isabel tenía razón y no se despertó.
               En silencio, observé como Isabel toqueteaba la pantalla de su móvil mientras lamía la palma de su mano derecha. Se conoce que no toda mi carga láctea había caído directamente en su boca y, como si de una gatita se tratara, estaba limpiando ese último remanente sobre su piel. Inevitablemente, mi polla volvió a pegar un respingo observando esa secuencia.
               De repente, escuché la reproducción de un vídeo en su móvil. Estaba visionando la grabación que acabábamos de realizar.
               —Ha quedado genial. ¡Gracias! —manifestó con sincera alegría.
               —De nada, Isabel —respondí sin poder evitar reírme. Esta niña no dejaba de asombrarme.
               —Mis amigas se morirán de envidia cuando se lo enseñe…

0 comentarios - tan putas son algunas