Felipe no era asiduo a los antros gay. No por prejuicio, simplemente nunca había sentido la necesidad de entrar en uno. Esa noche terminó ahí casi por accidente, arrastrado por un amigo que juraba que el mejor ambiente se encontraba entre luces de neón y música pop a todo volumen. Y lo comprobó en cuanto entró: la energía era distinta, más libre, más honesta.
Los antros gay suelen tener un ambiente inigualable. Un aire de libertad con un poco de peligro. Todo se ve tan lejano, colorido y brillante hasta que uno pone el pie en el recinto para inmediatamente ser parte de la fauna que ahí habita. Y justo eso le acababa de pasar a Felipe; al principio se sentía un poco fuera de lugar, pero después de algunas cervezas y un par de shots motivados por su amigo decidió relajarse. La música bajó un instante. El escenario se iluminó con destellos morados y dorados.
Y entonces apareció Rubí.
Tacones altísimos, vestido entallado, una peluca que brillaba como si tuviera vida propia. Su boca se movía con precisión sobre la voz de Rocío Dúrcal que salía de los altavoces, pero lo que atrapaba no era el playback: era la actitud. Había algo en esa manera de moverse, de mirar al público, de apropiarse del espacio con una mezcla de descaro y ternura que dejó a Felipe congelado, con el vaso a medio camino de la boca.
Estaba absorto. Si bien su imagen no era particularmente agresiva, su metro ochenta y algo de altura y sus poco más de noventa kilos de peso bien distribuidos entre una barriga de papá, unos brazos bien nutridos y unas piernas como troncos de roble, lo hacían destacar de entre el común de asistentes.
Felipe no supo en qué momento Rubí bajó del escenario. Solo se vio caminando hacia ella, como guiado por una necesidad que no terminaba de entender. La felicitó, le ofreció una copa, y ella —o él, Carlos, aunque en ese momento era Rubí— aceptó con una sonrisa leve y una mirada que escaneaba más allá de lo superficial como tratando de adivinar las intenciones de Felipe.
La charla fluyó con una naturalidad inesperada. Hablaron de todo: de música, de maquillaje, de lo raro que es encontrar tranquilidad en medio del caos. Felipe, sentía que algo se removía dentro de él, como si Rubí fuera un espejo donde no veía un reflejo, sino una pregunta.
El contraste entre las dos figuras era notable: Él, corpulento, de barba bien cuidada, camisa perfectamente planchada y vida apacible se encontraba nervioso ante esta figura andrógina, delgada y esbelta, de hombros afilados y movimientos suaves y sensuales. El día y la noche. La rutina y lo extraordinario. La vida normal y los baños de estrellas.
Le ofreció llevarla a casa. Ella aceptó.
Durante el trayecto, las palabras bajaron de tono, se hicieron más lentas. Una broma, una mirada larga, una pausa en el semáforo. A Felipe algo le seguía llamando la atención en esos labios delgados y esos pómulos ¿Acaso era su sonrisa? Sin que ninguno lo propusiera del todo, terminaron entrando a un motel, como si el auto les hubiera leído la mente y decidiera haberlos llevado ahí.
Ya en la habitación, Felipe fue el primero en mover sus piezas. Apenas entraron, la besó sin decir nada, con una torpeza contenida que pronto se volvió decisión. Rubí le respondió, fundiéndose en el gesto con la naturalidad de quien lleva tiempo esperando ese momento.
Las manos grandes de Felipe apretaban los hombros afilados de Rubí, los antebrazos delgados, luego una de sus manos pasó a su cintura y con la otra la sujetó del cuello para hundir su lengua en el paladar de Rubí. Fue un movimiento involuntario, un descuido de la mano de Felipe, que jaló la peluca de Rubí dejando al descubierto su cabello castaño y corto.
Hubo una pausa. Rubí bajó la mirada, insegura por un instante. Pensó que quizá todo se rompería ahí. Pero Felipe lo miró, con los ojos entrecerrados y una sonrisa apenas insinuada.
—Eso era lo que quería ver —dijo, acariciando el rostro de Rubí, aún con maquillaje.
Lo besó de nuevo, con más fuerza, con una especie de hambre nueva, más profunda. En su mente no había confusión, ni juicio. Solo deseo. Deseo por ese ser que tenía frente a él, tan vulnerable como fascinante. Se desnudaron el uno al otro: un par de manos como de leñador bajaban el cierre del vestido de Rubí mientras ella, con sus manos delicadas, le desabotonaban la camisa y el pantalón a ese sujeto alto y de cabello obscuro.
Rubí se entregó con todo su cuerpo, su voz convertida en suspiros. Ya desnuda, Rubí se dejó caer en la cama, su cuerpo era esbelto, los pezones apenas marcados, nada notable de no ser por su rasurado perfecto que contrastaba con el vello corporal de Felipe, éste a su vez, tomó a Rubí de la cintura y sin esfuerzo la volteó, haciéndola quedar boca abajo, ofreciéndole sus nalgas tersas, delicadas.
Un extraño apetito se empezaba a apoderar de Felipe y la sangre le bombeaba con fuerza desde el corazón hasta su miembro carnoso y gordo. Un miembro nada despreciable y que atraía la mirada atenta de Rubí como si con los ojos lo fuera a devorar.
Ella se acopló a él con una entrega total, pasiva, rendida. Y Felipe, sintiendo el poder de esa rendición, se encontró a sí mismo afirmándose como nunca. No por fuerza, sino por certeza. Por ese espacio donde no había vergüenza ni etiquetas, solo cuerpos que se buscaban, se encontraban, y se celebraban.
Felipe se empezó a sentir más grande, más hombre. Sentía como su nada despreciable estatura cubría por completo aquella esbelta figura que gemía sin cesar debajo de él. Se sentía un hombrón, poderoso, una especie de macho que bien podría haber satisfecho a cualquier dama en el mundo pero por cosas de un extraño apetito, se encontraba deleitándose con el cuerpo pequeño de ese muchachito ahora convertido en su mujercita.
El cuarto fue testigo de un acto que desbordaba lo físico. No era solo sexo. Era un choque de identidades, un desarme compartido. Una especie de duelo entre lo femenino de Rubí, que ya se había quedado sin maquillaje por el sudor, las caricias y los besos y la enorme virilidad de Felipe ahora contagiada por el labial rojo de Rubí.
Gritos ahogados, jadeos entrecortados, y finalmente el silencio del después. Ambos cayeron rendidos.
Felipe lo abrazó. Rubí se acomodó entre sus brazos, tan pequeño contra su pecho que parecía desaparecer. Acariciaba su vientre con ternura, casi con asombro, como quien agradece en secreto.
—Nunca me habían tocado así —susurró Rubí, ahora con su voz real de Carlos, una voz delicada y suave pero sin adornos.
Felipe no respondió. Solo lo apretó un poco más, cerrando los ojos, hundió su nariz en el cabello perfumado de Carlos. Afuera, el mundo seguía. Pero ahí, en esa cama de sábanas revueltas, solo existía una calma inesperada. Un respiro del mundo.
El extraño apetito de Felipe lo había llevado a conocer ese amor fugaz e intenso, distinto a los que había probado el resto de su vida, pero como todo aquel que prueba un plato maravilloso por primera vez, se empezó a preguntar si habría una segunda...
¿O quizás hasta una tercera?
Los antros gay suelen tener un ambiente inigualable. Un aire de libertad con un poco de peligro. Todo se ve tan lejano, colorido y brillante hasta que uno pone el pie en el recinto para inmediatamente ser parte de la fauna que ahí habita. Y justo eso le acababa de pasar a Felipe; al principio se sentía un poco fuera de lugar, pero después de algunas cervezas y un par de shots motivados por su amigo decidió relajarse. La música bajó un instante. El escenario se iluminó con destellos morados y dorados.
Y entonces apareció Rubí.
Tacones altísimos, vestido entallado, una peluca que brillaba como si tuviera vida propia. Su boca se movía con precisión sobre la voz de Rocío Dúrcal que salía de los altavoces, pero lo que atrapaba no era el playback: era la actitud. Había algo en esa manera de moverse, de mirar al público, de apropiarse del espacio con una mezcla de descaro y ternura que dejó a Felipe congelado, con el vaso a medio camino de la boca.
Estaba absorto. Si bien su imagen no era particularmente agresiva, su metro ochenta y algo de altura y sus poco más de noventa kilos de peso bien distribuidos entre una barriga de papá, unos brazos bien nutridos y unas piernas como troncos de roble, lo hacían destacar de entre el común de asistentes.
Felipe no supo en qué momento Rubí bajó del escenario. Solo se vio caminando hacia ella, como guiado por una necesidad que no terminaba de entender. La felicitó, le ofreció una copa, y ella —o él, Carlos, aunque en ese momento era Rubí— aceptó con una sonrisa leve y una mirada que escaneaba más allá de lo superficial como tratando de adivinar las intenciones de Felipe.
La charla fluyó con una naturalidad inesperada. Hablaron de todo: de música, de maquillaje, de lo raro que es encontrar tranquilidad en medio del caos. Felipe, sentía que algo se removía dentro de él, como si Rubí fuera un espejo donde no veía un reflejo, sino una pregunta.
El contraste entre las dos figuras era notable: Él, corpulento, de barba bien cuidada, camisa perfectamente planchada y vida apacible se encontraba nervioso ante esta figura andrógina, delgada y esbelta, de hombros afilados y movimientos suaves y sensuales. El día y la noche. La rutina y lo extraordinario. La vida normal y los baños de estrellas.
Le ofreció llevarla a casa. Ella aceptó.
Durante el trayecto, las palabras bajaron de tono, se hicieron más lentas. Una broma, una mirada larga, una pausa en el semáforo. A Felipe algo le seguía llamando la atención en esos labios delgados y esos pómulos ¿Acaso era su sonrisa? Sin que ninguno lo propusiera del todo, terminaron entrando a un motel, como si el auto les hubiera leído la mente y decidiera haberlos llevado ahí.
Ya en la habitación, Felipe fue el primero en mover sus piezas. Apenas entraron, la besó sin decir nada, con una torpeza contenida que pronto se volvió decisión. Rubí le respondió, fundiéndose en el gesto con la naturalidad de quien lleva tiempo esperando ese momento.
Las manos grandes de Felipe apretaban los hombros afilados de Rubí, los antebrazos delgados, luego una de sus manos pasó a su cintura y con la otra la sujetó del cuello para hundir su lengua en el paladar de Rubí. Fue un movimiento involuntario, un descuido de la mano de Felipe, que jaló la peluca de Rubí dejando al descubierto su cabello castaño y corto.
Hubo una pausa. Rubí bajó la mirada, insegura por un instante. Pensó que quizá todo se rompería ahí. Pero Felipe lo miró, con los ojos entrecerrados y una sonrisa apenas insinuada.
—Eso era lo que quería ver —dijo, acariciando el rostro de Rubí, aún con maquillaje.
Lo besó de nuevo, con más fuerza, con una especie de hambre nueva, más profunda. En su mente no había confusión, ni juicio. Solo deseo. Deseo por ese ser que tenía frente a él, tan vulnerable como fascinante. Se desnudaron el uno al otro: un par de manos como de leñador bajaban el cierre del vestido de Rubí mientras ella, con sus manos delicadas, le desabotonaban la camisa y el pantalón a ese sujeto alto y de cabello obscuro.
Rubí se entregó con todo su cuerpo, su voz convertida en suspiros. Ya desnuda, Rubí se dejó caer en la cama, su cuerpo era esbelto, los pezones apenas marcados, nada notable de no ser por su rasurado perfecto que contrastaba con el vello corporal de Felipe, éste a su vez, tomó a Rubí de la cintura y sin esfuerzo la volteó, haciéndola quedar boca abajo, ofreciéndole sus nalgas tersas, delicadas.
Un extraño apetito se empezaba a apoderar de Felipe y la sangre le bombeaba con fuerza desde el corazón hasta su miembro carnoso y gordo. Un miembro nada despreciable y que atraía la mirada atenta de Rubí como si con los ojos lo fuera a devorar.
Ella se acopló a él con una entrega total, pasiva, rendida. Y Felipe, sintiendo el poder de esa rendición, se encontró a sí mismo afirmándose como nunca. No por fuerza, sino por certeza. Por ese espacio donde no había vergüenza ni etiquetas, solo cuerpos que se buscaban, se encontraban, y se celebraban.
Felipe se empezó a sentir más grande, más hombre. Sentía como su nada despreciable estatura cubría por completo aquella esbelta figura que gemía sin cesar debajo de él. Se sentía un hombrón, poderoso, una especie de macho que bien podría haber satisfecho a cualquier dama en el mundo pero por cosas de un extraño apetito, se encontraba deleitándose con el cuerpo pequeño de ese muchachito ahora convertido en su mujercita.
El cuarto fue testigo de un acto que desbordaba lo físico. No era solo sexo. Era un choque de identidades, un desarme compartido. Una especie de duelo entre lo femenino de Rubí, que ya se había quedado sin maquillaje por el sudor, las caricias y los besos y la enorme virilidad de Felipe ahora contagiada por el labial rojo de Rubí.
Gritos ahogados, jadeos entrecortados, y finalmente el silencio del después. Ambos cayeron rendidos.
Felipe lo abrazó. Rubí se acomodó entre sus brazos, tan pequeño contra su pecho que parecía desaparecer. Acariciaba su vientre con ternura, casi con asombro, como quien agradece en secreto.
—Nunca me habían tocado así —susurró Rubí, ahora con su voz real de Carlos, una voz delicada y suave pero sin adornos.
Felipe no respondió. Solo lo apretó un poco más, cerrando los ojos, hundió su nariz en el cabello perfumado de Carlos. Afuera, el mundo seguía. Pero ahí, en esa cama de sábanas revueltas, solo existía una calma inesperada. Un respiro del mundo.
El extraño apetito de Felipe lo había llevado a conocer ese amor fugaz e intenso, distinto a los que había probado el resto de su vida, pero como todo aquel que prueba un plato maravilloso por primera vez, se empezó a preguntar si habría una segunda...
¿O quizás hasta una tercera?
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